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El auricular quedó de nuevo en silencio. Cinco segundos, contó Corso en la esfera del reloj.

– «Lo dejo en sus manos.»

Después ya no se contaron gran cosa. Corso omitió la conversación con Pinto, y el otro no mostró curiosidad por la forma en que pensaba arreglárselas el cazador de libros en el eufemismo de soslayar la dificultad. Varo Borja se limitó a inquirir si hacía falta más dinero, y la respuesta fue no. Quedaron en hablarse desde París.

Marcó después Corso el número de La Ponte y tampoco ahora obtuvo respuesta. Las hojas azules del manuscrito Dumas seguían en su carpeta cuando recogió las notas y el volumen de piel negra con el pentáculo en la tapa. Lo devolvió todo a la bolsa de lona y puso ésta bajo la cama, anudando la correa a una de las patas. Así, por muy profundamente que durmiera, nadie que entrara en la habitación podría sacarla de allí sin despertarlo. Incómodo equipaje, se dijo mientras iba hasta el cuarto de baño para abrir el grifo del agua caliente. Y por alguna razón que desconocía, peligroso.

Después de cepillarse los dientes se desnudó para meterse en la ducha. Casi empañado por el vapor, el espejo reflejaba su imagen, flaco y duro cual un lobo descarnado, cuando dejó caer la ropa a los pies. Otra vez la punzada de angustia vino de muy lejos, del pasado, para rondar su conciencia en una ola remota, dolorosa; igual que una cuerda que vibrase dentro de la carne y la memoria. Nikon. Continuaba recordándola cada vez que se desceñía el cinturón, que ella siempre se obstinaba en soltar con sus propias manos como si de un extraño ritual se tratara. Cerró los ojos y la vio de nuevo ante él, sentada en el borde de la cama, deslizándose por las caderas el pantalón y luego el slip despacio, muy despacio, saboreando el momento con una sonrisa cómplice y tierna. Relájate, Lucas Corso. Una vez lo había fotografiado a hurtadillas, dormido boca abajo con una arruga vertical en el ceño y la mejilla oscurecida por la barba, que le enflaquecía el rostro acentuando el rictus amargo y tenso en las comisuras de su boca entreabierta. Parecía un lobo exhausto, receloso y atormentado en la desierta llanura de nieve de la almohada blanca, y a él no le gustó esa foto al descubrirla por casualidad en la cubeta de fijador del cuarto de baño que Nikon utilizaba como laboratorio. La había roto en trozos pequeños, con el negativo, y ella nunca dijo nada.

El agua caliente abrasó la piel de Corso cuando se puso bajo la ducha, dejándola correr por su rostro, quemándose los párpados mientras aguantaba el dolor con las mandíbulas tensas y los músculos crispados, reprimiendo el ansia de gritar, entre el calor húmedo que lo asfixiaba, el aullido de su soledad. Durante cuatro años, un mes y doce días, cada vez después de hacer el amor, Nikon se metía tras él en la ducha para enjabonarle la espalda lenta, interminablemente. Y a menudo terminaba abrazada a su torso, igual que una niña perdida, bajo la lluvia. Un día me iré sin haberte conocido nunca. Recordarás entonces mis ojos grandes, oscuros. Mis silenciosos reproches. Mis gemidos de angustia al dormir. Mis pesadillas que eres incapaz de conjurar. Recordarás todo eso cuando me haya ido.

Apoyó la cabeza en los azulejos blancos, goteante de vapor en aquel húmedo desierto que tanto le recordaba una forma del infierno. Nadie le había enjabonado la espalda antes ni después de Nikon. Nunca. Nadie. Jamás.

Salió de la ducha y fue a meterse en la cama con el Memorial de Santa Helena, pero apenas llegó a leer un par de líneas:

Volviendo a la guerra, el Emperador prosiguió: «Los españoles en masa se condujeron como un hombre de honor»…

Hizo una mueca al hilo del elogio napoleónico, viejo de dos siglos. Recordaba unas palabras oídas cuando niño; quizás a uno de sus abuelos, o a su padre: «Sólo hay algo que los españoles hacemos como nadie: salir en los cuadros de Goya»… Hombres de honor, había dicho Bonaparte. Corso pensó en Varo Borja y su talonario de cheques, en Flavio La Ponte y las bibliotecas de viuda expoliadas por cuatro cuartos. En el fantasma de Nikon vagando en la soledad de un desierto blanco. En él mismo, lebrel de caza al mejor postor. Eran otros tiempos.

Aún sonreía, desesperado y amargo, cuando se quedó dormido.

Al despertar, lo primero que vio fue la luz gris del amanecer en la ventana. Demasiado temprano. Se movía, confuso, tanteando en busca del reloj sobre la mesilla de noche, cuando comprendió que sonaba el teléfono. El auricular cayó dos veces al suelo antes de que lograra encajarlo entre su oreja y la almohada.

– Diga.

– «Soy su amiga de anoche. ¿Recuerda?… Irene Adler. Estoy en el vestíbulo del hotel, y tenemos que hablar. Ahora.»

– ¿Qué diablos…?

Pero ella había colgado ya. Maldiciendo, Corso buscó sus gafas, apartó las sábanas y se puso los pantalones, soñoliento y desconcertado. De pronto, con súbita sensación de pánico, miró bajo la cama; la bolsa seguía allí, intacta. Logró enfocar con esfuerzo los objetos a su alrededor. Todo estaba en orden dentro de la habitación; era afuera donde ocurrían cosas. Tuvo tiempo de ir hasta el cuarto de baño y echarse agua en la cara antes de que llamaran a la puerta.

– ¿Sabe qué maldita hora es?

La joven estaba en el umbral, con su trenca azul y la mochila al hombro; los ojos todavía más verdes de lo que Corso recordaba.

– Son las seis y media de la mañana -anunció ella con calma-. Y tiene que vestirse a toda prisa.

– ¿Se ha vuelto loca?

– No -había entrado en la habitación sin que él se lo indicara, y miraba a su alrededor con aire crítico-. Tenemos poquísimo tiempo.

– ¿Tenemos?

– Usted y yo. Las cosas se han complicado mucho.

Resopló Corso, irritado.

– No son horas para tomarle el pelo a la gente.

– No sea estúpido -arrugaba la nariz con expresión grave. A pesar de su aspecto de chico y de su juventud parecía distinta, más madura y aplomada-. Hablo en serio.

Había puesto su mochila en la cama deshecha. Corso la cogió, devolviéndosela mientras señalaba la puerta.

– Váyase al diablo.

Ella no se movió, limitándose a mirarlo con atención.

– Escuche -los ojos claros estaban muy cerca; parecían hielo líquido, tan luminosos en la piel atezada de su rostro-. ¿Sabe quién es Victor Fargas?

Por encima del hombro de la joven, en el espejo colgado sobre la cómoda, Corso vio su propia cara: boquiabierto como un perfecto imbécil.

– Claro que lo sé -articuló por fin.

Había tardado varios segundos en reaccionar, y aún parpadeó, confuso. Ella aguardaba, sin mostrarse satisfecha por el efecto conseguido. Estaba claro que sus pensamientos discurrían por otra parte.

– Ha muerto -dijo.

Lo hizo en tono neutro, con la misma tranquilidad que podía haber utilizado para decir ha desayunado café, o ido al dentista. Corso inspiró hondo, intentando digerir aquello.

– Imposible. Estuve con él anoche. Y se encontraba bien.

– Ahora ya no se encuentra bien. No se encuentra de ninguna manera.

– ¿Cómo lo sabe?

– Lo sé.

Movió Corso la cabeza, suspicaz, antes de ir en busca de un cigarrillo. A mitad de camino estaba la petaca de Bols, así que se introdujo un trago en el cuerpo; la ginebra camino del estómago vacío le erizó la piel. Después hizo tiempo obligándose a no mirar a la joven hasta la primera bocanada de humo. No estaba en absoluto satisfecho del papel que le había tocado esa mañana. Y necesitaba asimilarlo todo, despacio.

– El café de Madrid, el tren, anoche y esta mañana, aquí en Sintra… -contaba con el pitillo en la boca, entornados los ojos por el humo, el índice sobre los dedos de la mano izquierda-. Cuatro coincidencias son muchas, ¿no cree?

Ella sacudió la cabeza, impaciente.

– Lo creía más listo. ¿Quién habla de coincidencias?

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