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El recién llegado era bajo y grasiento. Tenía una piel oscura, reluciente como recién barnizada, amén de un bigote fuerte y espeso recortado a tijeretazos. Habría sido un policía honrado, incluso un buen policía, de no verse en la necesidad de alimentar a cinco hijos, una mujer y un padre jubilado que se le fumaba el tabaco a escondidas. A la mujer, una mulata que veinte años atrás fue muy bella, se la trajo de Mozambique con la independencia, cuando Maputo se llamaba Lourenlo Marques y él era un sargento de paracaidistas condecorado, menudo y valiente. Corso la había entrevisto en el curso de las combinaciones que de vez en cuando efectuaba con su marido: ojos cercados de fatiga, pechos grandes y fláccidos, zapatillas viejas y el pelo recogido en un pañuelo rojo, en el vestíbulo de la casa que olía a críos sucios y verdura hervida.

El policía entró directamente en el saloncito, miró de soslayo a la chica al cruzarse con ella, y vino a dejarse caer en un sillón frente al cazador de libros. Resoplaba igual que si hubiera viajado a pie desde Lisboa.

– ¿Quién es ella?

– Nadie que importe -respondió Corso-. Una jovencita española. Turista.

Asintió Pinto, tranquilizado, secándose las palmas húmedas en las perneras del pantalón. Era un gesto que repetía con frecuencia. Sudaba mucho, y el cuello de sus camisas siempre tenía un delgado cerco oscuro allí donde estaba en contacto con la piel.

– Tengo un problema-dijo Corso.

La sonrisa del portugués se hizo más ancha. No hay problema insoluble, insinuaba aquel gesto. No mientras tú y yo sigamos llevándonos bien.

– Estoy seguro -respondió- de que podemos solucionarlo juntos.

Ahora le tocó sonreír a Corso. Hacía cuatro años que conocía a Amílcar Pinto, a causa de un feo asunto de libros robados que aparecieron en los tenderetes de la Feira da Ladra. Corso estuvo en Lisboa para identificarlos, Pinto realizó un par de detenciones, y en el camino de vuelta al propietario algunos ejemplares valiosos desaparecieron para siempre jamás. A fin de celebrar el inicio de aquella fructífera amistad, se habían emborrachado juntos en las tascas de fados del Barrio Alto mientras el ex sargento paracaidista rumiaba nostalgias coloniales, contándole a Corso el modo en que estuvieron a punto de volarle los huevos en la batalla de Gorongosa. Terminaron cantando Grándola vila morena a grito pelado en el mirador de Santa Luzía, con el barrio de Alfama iluminado por la luna, a sus pies, y el Tajo más allá, ancho y reluciente como una sábana de plata sobre la que se deslizaban, muy despacio, las siluetas oscuras de los barcos rumbo a la torre de Belem y el Atlántico.

El camarero le trajo a Pinto el café que había pedido. Corso esperó a que se alejase para continuar: -Hay un libro.

El policía se inclinaba sobre la mesita baja, poniendo azúcar en el café.

– Siempre hay un libro -asintió, circunspecto. -Éste es especial.

– ¿Cuál no lo es?

Sonrió de nuevo Corso. Una sonrisa metálica, afilada. -El dueño no quiere vender.

– Mala cosa -Pinto se llevó la taza a los labios, saboreando con placer el café-. El comercio es bueno. Los objetos van y vienen, se mueven. Generan riqueza, hacen ganar dinero a los intermediarios… -dejó la taza para secarse las manos en el pantalón-. Los productos deben circular. Son las leyes del mercado; las leyes de la vida. No vender tendría que estar prohibido: es casi un crimen.

– Estoy de acuerdo -precisó Corso-. Deberías hacer algo al respecto.

Pinto se echó atrás en el sillón y miró a su interlocutor, seguro y reposado, a la espera. Una vez, durante una emboscada en el mato mozambiqueño, había cargado a hombros con un teniente moribundo, huyendo toda la noche con él a través de diez kilómetros de selva. Al amanecer sintió morir al teniente, pero no quiso dejarlo en el suelo y continuó a cuestas con el cadáver hasta alcanzar la base. El teniente era muy joven, y Pinto pensó que a su madre le gustaría enterrarlo en Portugal. Le dieron una medalla por eso. Ahora los hijos de Pinto jugaban por la casa con sus viejas medallas oxidadas.

– Quizá conozcas al individuo: Victor Fargas.

El policía hizo un gesto afirmativo.

– La familia Fargas es muy ilustre -precisó-. Muy antigua. En otro tiempo tuvo influencia, pero ya no la tiene.

Corso le alargó un sobre cerrado.

– Aquí tienes todos los datos que necesitas: propietario, libro y lugar.

– Conozco la quinta -Pinto se pasaba la punta de la lengua por el labio superior, humedeciéndose el bigote-. Muy imprudente, guardar libros valiosos allí. Cualquier desaprensivo puede entrar -miró a Corso contrito, como si de verdad se sintiera apenado por la imprevisión de Victor Fargas-. Se me ocurre uno, por ejemplo: un ratero del Chiado que me debe favores.

Se sacudió Corso una invisible mota de polvo de la ropa. No era asunto suyo. No, al menos, en la fase operativa.

– Quiero estar lejos cuando ocurra.

– Descuida. Tendrás el libro, y al señor Fargas se le molestará lo imprescindible. Un cristal roto, como mucho: trabajo limpio. En cuanto a los honorarios…

Indicó Corso el sobre, que el otro tenía en las manos, sin abrir.

– Es un adelanto por la cuarta parte del total. El resto, a la entrega.

– Ningún problema. ¿Cuándo te vas?

– Mañana a primera hora. Estaré en contacto contigo desde París -Pinto empezaba a levantarse, pero Corso lo detuvo con un gesto-. Otra cosa. Quiero identificar a un fulano alto, metro ochenta más o menos, con bigote y una cicatriz en la cara. Pelo negro, ojos oscuros. Delgado. No es español ni portugués. Y esta noche ronda por aquí.

– ¿Peligroso?

– No lo sé. Me sigue desde Madrid.

El policía tomaba notas en el reverso del sobre.

– ¿Alguna relación con nuestro negocio?

– Supongo. Pero no hay más datos.

– Haré lo que pueda. Tengo amigos aquí, en la comisaría de Sintra. Y echaré un vistazo a nuestros archivos de la central, en Lisboa.

Se había puesto en pie, guardando el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta. Corso tuvo la fugaz visión de una culata de revólver en la sobaquera, bajo la axila izquierda.

– ¿No te quedas a echar un trago?

Suspiró Pinto, negando con la cabeza.

– Me gustaría; pero tengo a tres de mis morenitos con sarampión. Se lo contagian unos a otros, los cabroncetes.

Lo dijo sonriendo con aire cansado. En el mundo de Corso, todos los héroes estaban cansados.

Salieron juntos a la puerta del hotel, donde Pinto tenía aparcado un viejo Citröen 2 CV. Al estrecharse la mano, Corso volvió al tema de Victor Fargas.

– Insisto en que las molestias se reduzcan al mínimo… Se trata de un simple robo.

El policía puso el motor en marcha y encendió las luces, dirigiéndole una mirada de reproche a través de la ventanilla abierta. Parecía ofendido.

– Por favor. Esos comentarios sobran. Entre profesionales.

Después de irse Pinto, el cazador de libros subió a la habitación para ordenar sus notas, y estuvo trabajando hasta muy tarde con la cama llena de papeles y Las Nueve Puertas abierto sobre la almohada. Sentía una gran fatiga, y pensó que una ducha caliente lo ayudaría a descansar. Iba hacia el cuarto de baño cuando oyó el teléfono. Era Varo Borja, interesándose por el asunto Fargas. Lo puso al tanto en líneas generales, incluidas las diferencias que había encontrado entre cinco de las nueve láminas:

– Por cierto -añadió-. Nuestro amigo no vende.

Hubo un silencio al otro lado de la línea telefónica; el librero parecía reflexionar, aunque resultaba difícil saber si sobre el asunto de las láminas o la negativa de Fargas. Cuando habló de nuevo, su tono era extremadamente cauto:

– «Entraba en lo probable -dijo, y tampoco esta vez pudo Corso precisar a qué se refería-… ¿Hay algún medio de soslayar la dificultad?»

– Puede haberlo.

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