Repuso el Agricola en su sitio sobre la alfombra y acarició el pergamino de Virgilio mientras murmuraba «su sangre» entre dientes. Tenía los ojos húmedos y el temblor de sus manos parecía incontrolable.
– Creo que venderé éste -insistió.
Si Fargas no se había vuelto majara, lo estaría pronto. Corso miró las paredes desnudas, las huellas de los cuadros sobre el empapelado con manchas de humedad. A la improbable séptima generación le traía todo sin cuidado. Lo mismo que en su propio caso, el de Lucas Corso, los Fargas morirían allí. O descansarían, por fin. El humo del cigarrillo iba hacia las deterioradas pinturas del techo, recto como el humo de un sacrificio en un amanecer tranquilo. Echó un vistazo por la ventana, al jardín invadido de maleza, buscando la alternativa de un cordero enredado en la zarza, pero sólo había libros. El ángel soltó la mano que sujetaba en alto el cuchillo, y se fue llorando. Con la música a otra parte, el pobre gilipollas.
Corso apuró el cigarrillo para tirarlo a la chimenea. Estaba cansado y sentía frío bajo el gabán. Había oído demasiadas palabras entre aquellas paredes desnudas, y se alegró de no ver espejos que reflejaran la expresión de su rostro. Miró el reloj con gesto mecánico, sin fijarse en la hora. Con una fortuna clavada sobre las viejas alfombras y tapices, Victor Fargas había cobrado con creces su extraño precio en piedad. En lo que a Corso tocaba, ya era tiempo de hablar de negocios.
– ¿Y Las Nueve Puertas? -¿Qué pasa con él?
– Es lo que me trae por aquí. Supongo que recibió mi carta.
– ¿Su carta?… Sí, claro. Lo recuerdo. Sólo que, con todo esto… Disculpe. Las Nueve Puertas, por supuesto.
Miró en torno, aturdido, sonámbulo que acabasen de arrancar al sueño. De pronto parecía infinitamente fatigado, al final de un largo esfuerzo. Levantó un dedo, en demanda de un momento para reflexionar, antes de dirigirse cojeando a una esquina del salón. Allí, sobre un deslucido tapiz francés puesto en el suelo, y en cuyos restos Corso reconoció la victoria de Alejandro sobre Darío, se alineaba medio centenar de volúmenes.
– ¿Sabía usted -preguntó Fargas señalando la escena representada en el gobelino- que Alejandro destinó el cofre de los tesoros de su rival a guardar los libros de Homero?… -movió la cabeza complacido, observando el deshilachado perfil del macedonio-. Hermano bibliófilo. Buen chico.
A Corso le importaban un bledo las aficiones literarias de Alejandro Magno. Se había puesto en cuclillas y miraba los títulos impresos en algunos lomos y cantos. Todos eran antiguos tratados de magia, alquimia y demonología: Les trois livres de l'Art. Destructor omnium rerum, Disertazioni sopra le apparizioni de' spiriti e diavoli, De origine, moribus et rebus gestis Satanae…
– ¿Qué le parecen? -preguntó Fargas. -No están mal.
Sonó la risa desganada del bibliófilo. Se había arrodillado sobre el tapiz, junto a Corso, y tocaba los libros con gesto mecánico, cerciorándose de que ninguno se había movido un milímetro desde la última vez que les pasó revista.
– Nada mal, es cierto. Al menos diez son ejemplares rarísimos… Toda esta parte de la biblioteca la heredé de mi abuelo, aficionado a las artes herméticas, a la astrología y masón… Mire. Éste es un clásico, el Diccionario infernal de Collin de Plancy, en la primera edición de 1842. Y ésta es la impresión de 1571 del Compendi dei secreti, de Leonardo Fioravanti… Aquel dozavo tan curioso es la segunda edición del Libro de los prodigios -abrió otro, mostrándole a Corso un grabado-. Fíjese en Isis… ¿Sabe cuál es éste?
– Claro. El Oedipus Aegiptiacus de Atanasius Kircher.
– Exacto. La edición romana de 1652 -Fargas devolvió el libro a su sitio y tomó otro cuya encuadernación veneciana era bien conocida por Corso: piel negra, cinco nervios, sin título y con un pentáculo en la tapa-. Y aquí está el que busca: De Umbrarum Regni Novem Portis… Las nueve puertas del reino de las sombras.
Muy a su pesar, Corso se estremeció. Al menos en el aspecto exterior, aquel volumen era idéntico al que llevaba en la bolsa de lona. Fargas puso el libro es sus manos y él se incorporó mientras pasaba las hojas. Fieles como dos gotas de agua, o casi. Tenía éste un poco deteriorada la piel de la tapa posterior, y en el lomo la antigua huella de un tejuelo añadido y después arrancado. El resto era tan impecable como en el ejemplar de Varo Borja; incluido el grabado número VIIII, que estaba intacto.
– Completo y en buen estado -dijo Fargas, interpretando correctamente los gestos de Corso-. Lleva tres siglos y medio dando vueltas por el mundo, y cuando se abre parece tan fresco como si saliera de la prensa… Se diría que el impresor hizo un pacto con el diablo.
– Tal vez lo hizo -sugirió Corso.
– No me vendría mal conocer la fórmula -el bibliófilo abarcó de un gesto el desolado salón, las hileras de libros en el suelo-. Mi alma a cambio de conservarlo todo.
– Puede intentarlo -Corso señaló Las Nueve Puertas-. Dicen que la fórmula está ahí dentro.
– Nunca creí esas bobadas. Aunque quizá sea momento de empezar. ¿No le parece?… Ustedes tienen un refrán en España: de perdidos al río.
– ¿Está en regla el ejemplar?… ¿Ha visto en él algo extraño?
– En absoluto. No tiene hojas faltas y los grabados siguen en su sitio: nueve y la página de título, tal y como lo adquirió mi abuelo a principios de siglo. Coincide con los catálogos y con los otros dos ejemplares: el Ungern de París y el Terral-Coy.
– Ya no es Terral-Coy. Ahora es colección Varo Borja, Toledo.
La mirada del bibliófilo se tornó suspicaz. Corso advirtió que se ponía alerta.
– ¿Varo Borja, dice?… -estuvo a punto de añadir algo, mas se arrepintió en el último instante-. Una colección notable. Y conocida -dio nuevos pasos sin rumbo antes de mirar los libros alineados sobre el tapiz-. Varo Borja… -repitió pensativo-. Especialista en demonología, ¿verdad? Un librero muy rico. Lleva años detrás de esas Nueve Puertas que tiene usted en las manos; siempre dispuesto a pagar cualquier precio… Ignoraba que hubiese conseguido otro ejemplar. Y usted trabaja para él.
– Ocasionalmente -admitió Corso.
El otro movió un par de veces la cabeza, perplejo, antes de fijar otra vez su atención en los libros del suelo.
– Es extraño que lo envíe a usted. Al fin y al cabo…
Se interrumpió, dejando la frase en el aire. Miraba la bolsa de Corso.
– ¿Ha traído el libro?… ¿Me permite verlo?
Fueron hasta la mesa y Corso puso su ejemplar junto al de Fargas. Al hacerlo oyó su respiración excitada. Volvía el éxtasis al rostro del bibliófilo:
– Mírelos bien -hablaba en voz baja, cual si temiese despertar algo dormido entre aquellas páginas-. Son perfectos, bellos e idénticos… Dos de los tres únicos ejemplares que escaparon al fuego, reunidos por primera vez desde su dispersión hace trescientos cincuenta años… -el temblor había vuelto a sus manos; se frotaba las muñecas para calmar el curso violento de la sangre que corría por ellas-. Observe la errata de la página 72. La s partida aquí, en la cuarta línea de la 87… El mismo papel, idéntica impresión… ¿No es maravilloso?
– Lo es -Corso carraspeó un poco-. Y me gustaría quedarme un rato. Estudiarlos en serio.
Fargas lo miraba, penetrante. Parecía dudar.
– Como guste -dijo al fin-. Pero si su ejemplar es el Terral-Coy, la autenticidad queda fuera de cuestión -le dirigió a Corso una mirada curiosa, intentando leer sus pensamientos-. Varo Borja tiene que saber eso.
– Supongo que lo sabe -Corso esgrimía su mejor sonrisa neutra-. Pero yo cobro por comprobarlo -aún sostuvo un poco la sonrisa; llegaban a uno de los aspectos difíciles de la cuestión-. Por cierto, hablando de cobrar, estoy autorizado para hacerle una oferta.
La curiosidad del bibliófilo se convirtió en suspicacia.