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– En absoluto. Supongo que se trata exactamente de eso.

Fargas se retorcía las manos con gesto atormentado. Su mirada se deslizó a su alrededor, por la habitación desnuda y los libros en el suelo, hasta detenerse otra vez en Corso. La sonrisa parecía una mueca postiza, que alguien hubiera pintado en su cara.

– Sí. El sacrilegio sólo se justifica en la fe… Un creyente es el único capaz de cometerlo y sentir, al tiempo que incurre en él, la dimensión terrible de su acto. Jamás experimentaríamos horror profanando una religión que nos causara indiferencia; sería blasfemar sin un dios dándose por aludido. Absurdo.

Corso no tuvo problemas en mostrarse de acuerdo. -Sé a qué se refiere. Es el Me has vencido, Galileo de Juliano el Apóstata.

– Desconozco esa cita.

– Igual es apócrifa. Cierto hermano marista solía mencionarla cuando yo iba al colegio, alertándonos sobre los riesgos de irse por la tangente. Se terminaba acribillado a flechazos en el campo de batalla, escupiéndole sangre a un cielo sin dios.

Asintió el bibliófilo como si todo aquello le fuese extraordinariamente próximo. Latía algo singular en el extraño rictus de la boca, en la obsesionada fijeza de sus ojos.

– Así me siento yo ahora -dijo-. Me levanto, incapaz de dormir, y me planto aquí, resuelto a cometer una nueva profanación -mientras hablaba se había acercado a Corso, tanto que éste se vio a punto de retroceder un paso-. A pecar contra mí mismo y contra ellos… Toco un libro, me arrepiento, escojo otro y termino devolviéndolo a su sitio… Sacrificar uno para que los otros sigan unidos, desgajar una rama del tronco y seguir disfrutando el resto… -mostró la mano derecha-. Preferiría cortarme uno de estos dedos.

Al hacer el gesto su mano temblaba. Corso movió la cabeza. Era capaz de escuchar; eso formaba parte de su oficio. Incluso podía comprender. Pero no estaba dispuesto a asumir el juego; aquélla no era su guerra. Como habría dicho Varo Borja, él era un lansquenete a sueldo y se hallaba de visita. Lo que Fargas requería era un confesor o un psiquiatra.

– Nadie ofrecerá un escudo -dijo, en tono ligero- por una falange de bibliófilo.

La broma se perdió en el vacío inmenso que llenaba los ojos de su interlocutor. Éste miraba a través de Corso, sin verlo. En sus pupilas dilatadas y ausentes sólo había libros.

– ¿Cuál elegir, entonces?… -prosiguió Fargas. Corso había metido la mano en el gabán para sacar un cigarrillo que en ese momento le ofrecía, pero el otro ignoraba el gesto, absorto, obsesionado, sin escuchar más que su propio discurso; ajeno a todo menos a las alucinaciones de su conciencia en suplicio-. Tras darle muchas vueltas he seleccionado dos candidatos -cogió dos libros del suelo y los puso en la mesa-. Diga qué le parecen.

Se inclinó Corso sobre los volúmenes y abrió uno de ellos. Lo hizo por una página con grabado, xilografía con tres hombres y una mujer trabajando en una mina. Era la segunda edición latina del De re metallica de Georgius Agricola, hecha por Froben y Episcopius en Basilea sólo cinco años después de la primera impresión de 1556. Emitió un gruñido de aprobación mientras encendía el cigarrillo.

– Ya ve que no es fácil elegir -a Fargas se le veía pendiente de los gestos de Corso. Lo miraba inquieto, con avidez, mientras éste pasaba páginas rozándolas apenas con la punta de los dedos-. He de vender un solo libro cada vez; y no uno cualquiera. El sacrificado debe poner a salvo a los otros por seis meses más… Es mi tributo al Minotauro -se tocó una sien-. Todos tenemos uno en el centro del laberinto… Nuestra razón lo crea, y él impone su propio horror.

– ¿Por qué no vende varios libros menos valiosos de una sola vez?… Tal vez reúna la suma que necesita, conservando los más raros. O sus favoritos.

– ¿Despreciar unos en beneficio de otros?… -el bibliófilo se estremeció-. Eso es imposible; todos poseen la misma alma inmortal, gozan de idéntico derecho para mí. Puedo tener mis preferidos, sin duda. ¿Cómo evitarlo?… Pero jamás los distingo con un gesto, con una palabra que los enaltezca frente a sus compañeros menos favorecidos. Al contrario. Recuerde que el mismo Dios designó a su hijo para el sacrificio; para la redención de los hombres. Y Abraham… -pareció referirse a la pintura del techo, porque le sonrió tristemente al vacío elevando la mirada, inconclusa la frase.

Corso había abierto el segundo volumen, infolio con encuadernación italiana en pergamino, del setecientos. Era un bellísimo Virgilio, la edición veneciana de Giunta, impresa en 1544. Aquello hizo volver en sí al bibliófilo.

– Hermoso, ¿no es cierto? -se adelantó para arrebatárselo de las manos con impaciencia-. Mire la página de título, la bordura arquitectónica que la contornea… Ciento trece xilografías perfectas salvo la página 345, que tiene una pequeña restauración antigua, casi imperceptible, en el ángulo bajo. Casualmente es mi predilecta, fíjese: Eneas en los infiernos, junto a la Sibila. ¿Cuándo vio cosa igual? Observe las llamas tras el triple muro, la caldera de los condenados, el ave que devora las entrañas… -el pulso del bibliófilo parecía golpearle, casi visible, en las muñecas y en las sienes. Ahuecaba la voz con el volumen cerca de los ojos para leer mejor. Su expresión era radiante-: «Moenia lata videt, triplici circundata muro, quae rapidus flammis ambit torrentibus amnis…» -se detuvo, en éxtasis-. El grabador tenía una hermosa, violenta y medieval concepción del Hades virgiliano.

– Magnífico ejemplar -confirmó el cazador de libros, aspirando su cigarrillo.

– Más que eso. Toque el papel. Esemplare buono e genuino con le figure assai ben impresse, aseguran los viejos catálogos… -tras el acceso febril, la expresión de Fargas volvía a sumirse en el vacío; de nuevo estaba absorto, abismado en los rincones oscuros de su pesadilla-. Creo que venderé éste.

Corso expulsó el humo con impaciencia.

– No lo entiendo. Salta a la vista que es uno de sus favoritos. Y el Agricola también. Le tiemblan las manos cuando los toca.

– ¿Las manos?… Diga mejor que el alma se quema con los tormentos del infierno. Creía habérselo explicado. El libro por sacrificar no puede nunca serme indiferente. ¿Qué supondría este doloroso acto, en otro caso?… Una sórdida transacción según las leyes del mercado, varios baratos a cambio de uno caro… -negó con violencia, despectivo. Miraba torvamente en torno, buscando a quien escupir su desdén-. Son los más amados, quienes brillaron entre otros por su belleza, por el amor que supieron inspirar, los que tomo de la mano y acompaño hasta el umbral mismo del sacrificio… La vida puede despojarme, es cierto. Pero no me convertirá en un miserable.

Dio unos pasos sin rumbo por la habitación. El triste escenario, su cojera, el jersey de lana y los viejos pantalones acentuaban su aspecto fatigado y frágil.

– Por eso permanezco en esta casa -prosiguió-. Entre sus muros vagan las sombras de mis libros perdidos -se había parado ante la chimenea, mirando la miserable leña apilada en el hogar-. A veces siento que acuden a exigir reparación a mi conciencia… Entonces, para aplacarlos, cojo ese violín que ve ahí, y me pongo a tocar durante horas; paseándome a oscuras por la casa, como un condenado… -se había vuelto a mirar a Corso, recortado en contraluz sobre el cristal sucio de la ventana-. El bibliófilo errante.

Vino despacio hasta la mesa y puso una mano encima de cada libro, como si hasta entonces hubiera retrasado el momento de tomar una decisión. Ahora sonreía, inquisitivo.

– ¿Cuál designaría, de estar en mi caso?

Corso se agitó, molesto.

– A mí déjeme al margen. Tengo la suerte de no estar en su caso.

– Usted lo ha dicho: la suerte. Fina apreciación. Un estúpido me envidiaría, supongo. Todo este tesoro en casa… Pero no me ha dicho cuál vender. Qué hijo irá al sacrificio… -torció súbitamente el gesto, angustiado; parecía que algo le doliese dentro, en la carne y la conciencia-. Caiga sobre mí su sangre -añadió en voz muy baja y crispada- hasta la séptima generación.

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