También traía su dossier, desplegaba sus fotocopias y recortes, sus credenciales de otro país que aquí no le servían, diplomas de cursos en escuelas dramáticas de Montevideo y Buenos Aires que en España no le habrían valido para encontrar trabajo fregando suelos. Yo le contaba la letanía usual sobre solicitudes y trámites y plazos de espera y ella me sostenía la mirada con una expresión de incredulidad y casi de sarcasmo en sus ojos muy negros, perfilados de rimmel, como haciéndome saber que no creía lo que le estaba contando y que no le importaba, y que ni siquiera me lo creía yo mismo. Pero tenía prisa por acudir a otra cita, en otra oficina semejante a la mía, en la Diputación Provincial, me dejó el dossier sobre la mesa y escribió en la primera página el número de teléfono de la pensión, que era una muy lóbrega en la que yo me había alojado alguna vez en mis tiempos menesterosos de estudiante. Ella sabía Igual que yo que no había la menor necesidad de que dejara el teléfono, y que tendría que volver infructuosamente muchas veces, pero también sabíamos los dos que no había otro remedio y que ella tendría que perseverar y esperar aunque sintiera que su dignidad era humillada cada día que llamaba para ver si se sabía algo, si había ya alguna decisión, cada vez que empujara de nuevo la puerta de mi oficina y se sentara en la antesala en penumbra, siempre con el niño de la mano o en brazos, porque no podía dejarlo solo en la pensión, y porque no tenía a nadie a quien pudiera confiárselo, el niño que nunca llegaría a conocer a su padre ni a saber siquiera cuándo y cómo había muerto.
Ahora será un hombre joven de algo más de veinte años: verá la foto que su madre me enseñó, una de sus mañanas de espera en la oficina, la cara de un hombre con aire de muchacho, con gafas de montura gruesa, con el pelo voluminoso y rizado a la manera de los años setenta y las patillas largas, el fantasma de alguien que casi tiene su misma edad y sin embargo es su padre, y no está civilmente ni vivo ni muerto, ni enterrado en ninguna parte, ni consignado en un registro administrativo de defunciones, sino perdido en una especie de limbo, desaparecido, muriendo siempre, sin el descanso, para quienes le sobrevivieron y guardan su memoria, de saber cuándo murió y dónde lo enterraron, si es que no lo arrojaron al Río de la Plata desde un helicóptero, con los ojos vendados y las manos esposadas, o ya muerto, con el vientre rajado por un cuchillo, para que los tiburones dieran cuenta enseguida de su cadáver.
La mujer se echó a llorar y el niño, que jugaba en el suelo, perdido en sus imaginaciones, de repente pareció que se despertaba, y se volvió hacia ella, mirándola muy serio, como si hubiera podido entender lo que su madre había contado en voz baja. Me pidió un kleenex y cuando alzó los ojos vi que un hilo de rimmel le manchaba la mejilla. Ya se me pasa, dijo, disculpándose, apartándose el pelo liso y negro de la cara. Le di fuego y me sonrieron sus grandes ojos oscuros, brillantes de lágrimas, pero esta vez no era la sonrisa habitual de cortesía o de halago a mi posición administrativa, sino que estaba destinada a mí, a quien había escuchado con atención y preguntado detalles, a quien había ofrecido la precaria hospitalidad de la oficina, el tiempo largo y sosegado para la confidencia. Pensé con algo de íntima mezquindad masculina que era una mujer deseable, que quizás podría tener una oportunidad de acostarme con ella.
De su nombre sí que me acuerdo. Me lo dijo el primer día, cuando le pedí sus datos para rellenar una de mis fichas detalladas e inútiles, que permitían fingir como un principio de organización y ecuanimidad, y que yo mecanografiaba con pulcritud y clasificaba luego alfabéticamente, cada una de ellas en un cajón del archivador metálico, en el que había una pequeña etiqueta en cartulinas de colores diversos, según el fichero al que correspondían, Teatro o Música Clásica o Rock o Flamenco, o Artistas Varios, grupo en el que estaba incluido el traductor de García Lorca al romaní.
Quizás el nombre me llamó tanto la atención porque no se correspondía con su aire italiano, con su pelo y sus ojos tan negros. Adriana, dijo, Adriana Seligmann. A veces al escuchar un nombre, el de una mujer o el de una ciudad, percibes en sus sílabas la vibración de una historia que está como cifrada en él, la clave de un mensaje secreto, toda una existencia contenida en una palabra. Cada cual lleva consigo su novela, tal vez no el relato entero de su vida, sino un episodio en el que cristalizó para siempre, que se resume en un nombre, y ese nombre puede que no lo sepa nadie y que no sea lícito decirlo en voz alta. Rosebud, Milena, Narva, Gmünd. Más que nunca yo vivía entonces alimentado de palabras y enamorándome de nombres, nombres de mujeres que me eran inaccesibles porque no me atrevía a aproximarme a ellas o porque no existían o porque aunque tuvieran una existencia real loque yo veía y de loque me enamoraba era un sueño proyectado por mi fantasía y mi deseo, nombres de ciudades que eran más hermosas porque yo no las conocía y no era probable que viajara nunca a ellas.
Ahora la mujer ajena y deseable que estaba parada delante de mí, al otro lado de la mesa, volvió a sentarse y me contó la historia de su nombre. Tantas veces he visto a alguien en quien parece que se produce de golpe un cambio cuando decide contar algo que le importa mucho, la historia o la novela de su vida, alguien que da un paso y suspende el tiempo real del presente para sumergirse en un relato, y mientras habla, aunque lo haga urgido por la necesidad de ser escuchado, mira como si se hubiera quedado solo, y el interlocutor no es más que una pantalla de resonancia, si acaso la delgada membrana en la que vibran las palabras de la narración. Nunca soy más yo mismo que cuando guardo silencio y escucho, cuando dejo a un lado mi fatigosa identidad y mi propia memoria para concentrarme del todo en el acto de escuchar, de ser plenamente habitado por las experiencias y los recuerdos de otros.
Seligmann se llamaba mi abuelo paterno, Saúl Seligmann, dijo la mujer. De niña yo sabía vagamente que él había venido de Alemania cuando todavía era joven, pero nunca le escuché hablar de la vida que había tenido antes de llegar a Montevideo. Me acuerdo de ir de la mano de mi padre a visitarlo en su taller de sastrería. Dejaba lo que estuviera haciendo y me sentaba en sus rodillas, y me contaba cuentos con una voz que tenía un poco acento extranjero. Se jubiló y se fue a vivir fuera de Montevideo, a la otra banda del río, como decimos nosotros. Se había comprado una quinta en el Tigre, para estar solo de verdad, como a él le gustaba, según decía mi padre, yo creo que con algo de resentimiento. Entonces casi dejé de verlo. Cuando tenía doce años mis padres se separaron, y durante una temporada me mandaron con mi abuelo, a la casa del Tigre. Era una casa de madera, en una pequeña isla, con una baranda alta pintada de blanco, con un embarcadero, rodeada de árboles. Después de los últimos meses que había pasado con mis padres, aquel retiro en casa de mi abuelo fue el paraíso. Leía los libros de su biblioteca y escuchaba sus discos de ópera y de tangos. Si le preguntaba algo sobre Alemania me decía que se marchó de allí muy joven, y que lo había olvidado todo, hasta el idioma. Pero yo descubrí que eso no era verdad, aunque quizás él no lo supiera. Una de las primeras noches que dormí en la casa me despertaron unos gritos. Temí que hubieran entrado ladrones. Pero tuve valor para levantarme y crucé el pasillo hasta el dormitorio de mi abuelo. Era él quien gritaba. Gritaba, conversaba con alguien, discutía, parecía que estuviera suplicando, pero yo no entendía nada, porque hablaba en alemán. Gritaba como yo no he escuchado gritar a nadie. Parecía que llamaba a alguien, que decía un nombre, tan fuerte que su propia voz acabó despertándolo. Iba a esconderme, pero me di cuenta de que no me veía a la luz del pasillo, aunque tenía abiertos los ojos. Jadeaba y estaba sudando. Al día siguiente le pregunté si había tenido malos sueños, pero me dijo que no recordaba nada. Todas las noches se repetían las mismas voces, los gritos en alemán en la casa silenciosa, el nombre que repetía, que yo no llegaba a entender claro, no sé si decía Greta o Gerda. Cuando mi abuelo murió encontramos debajo de su cama una pequeña maleta llena de cartas en alemán y de fotografías de una mujer joven. Grete era la firma que había en todas las cartas, que dejaron de llegar en 1940. De niña mi apellido no me gustaba, pero ahora lo llevo como un regalo que él me hubiera dejado, como esas cartas que me hubiera gustado leer y que no entendía. Me las llevé conmigo cuando me fui a Buenos Aires, y también las fotos de Grete. Siempre estaba diciéndome que se las iba a dar a alguien que supiera alemán para que me las tradujera, pero siempre lo dejaba para después. Se le llena la vida a una de ocupaciones y cree que siempre habrá tiempo para todo, y de pronto un día resulta que todo ha terminado, que ya no tienes nada de lo que creíste tuyo, ni tu marido, ni tu casa, ni tus papeles, nada más que el miedo y el espanto, el desgarro que no cesa nunca. Qué habrá sido de las cartas, qué harían con ellas los que asaltaron mi casa. Por lo menos yo tenía algo que no pudieron quitarme, aunque no lo sabía cuando me escapé, no sabía que acababa de quedarme embarazada.