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Bailaban y ella le murmuraba al oído, inclinándose un poco sobre él, pero mirando al mismo tiempo hacia otra parte, con un aire distraído de formalidad, como si estuvieran en uno de aquellos salones de entonces donde los hombres pagaban por bailar con las mujeres durante los dos o tres minutos de una canción. Había ido tan lejos para encontrar a esa mujer, había atravesado toda la anchura de Europa y la devastación y el barro de Rusia y combatido en el sitio de Leningrado para tenerla en sus brazos y estrecharla gradualmente contra su cintura mientras olía su pelo y su piel y escuchaba su voz, los dos solos y abrazados entre toda la gente que llenaba la pista de baile, siguiendo apenas la música, volviendo a buscarse cuando terminaba una pieza en la que se habían visto obligados a bailar con otra pareja. Pero no había sólo simpatía o deseo en ella, una mujer en la plenitud espléndida de los treinta y tantos años, sino también desesperación, una forma de pánico que él no había presenciado nunca, igual que no había abrazado nunca un cuerpo como el suyo, y que estaba en sus ojos y en su voz y también en el modo en que ella le apretaba la mano mientras se deslizaban lentamente sobre la pista de baile, crispando los dedos, como queriendo sacudirlo con una urgencia que al principio él creyó sexual, y que quizás también lo era en parte, aunque parecía que en ella la desesperación lo anegaba todo y había desalojado cualquier otro impulso que no fuera el del miedo, el de un instinto de sobrevivir teñido de remordimiento y vergüenza. Le hablaba muy cerca de su oído, y al mismo tiempo vigilaba de soslayo a las parejas próximas y no perdía nunca de vista al hombre vestido de oscuro que seguía inmóvil en un extremo de la sala. Le sonreía, entornaba los párpados, como dejándose llevar por el mareo delicioso y liviano de la música de baile, pero sus palabras no tenían nada que ver con la expresión tranquila y algo fatigada de su cara, sino con algo que estaba en el fondo de sus ojos verdes, con el modo en que sus uñas casi se hincaban en el dorso de la mano de él.

– Tú no eres como ellos, aunque lleves su uniforme, tú tienes que irte de aquí y contar lo que nos están haciendo. Nos están matando a todos, uno por uno, cuando ellos llegaron a Narva éramos diez mil judíos, y ahora quedamos menos de dos mil, y al ritmo que van no duraremos más allá del invierno. No perdonan a nadie, ni a los niños, ni a los más viejos, ni a los recién nacidos. Se los llevan en tren no sabemos adonde y ya no vuelve nadie, sólo vuelven los trenes con los vagones vacíos.

– Pero tú estás viva y libre, y te invitan a sus bailes.

– Porque me acuesto con ese puerco que estaba conmigo cuando entraste. Pero en cuanto se canse de mí o crea que es peligroso tener una querida judía acabaré como los otros.

– Escápate.

– Y adonde voy a ir. Europa entera es de ellos.

– ¿Cómo lo han invitado, si no es militar?

– Es contratista de ropa y comida para el ejército. Además compra por nada las propiedades de los judíos.

– ¿Tienes que volver con él esta noche?

– Esta noche no. Su mujer está esperándolo. Dan una cena para unos generales.

– Te acompañaré a tu casa.

– Eres un poco temerario.

– Mañana por la tarde debo volver al frente.

Quería seguir abrazado a ella y seguir escuchándola, no podía permitir que se apartara de él no ya al final del baile, sino cuando unos instantes después terminara la pieza que estaba sonando y algún oficial alemán le apartase educada y firmemente para bailar la próxima con ella, que por prudencia no se negaría, porque el hombre del traje oscuro la vigilaba desde lejos y quizás ya había observado con disgusto que llevaba mucho rato sin cambiar de pareja, y había sabido adivinar qué estaba diciéndole al oído a ese teniente joven de aspecto tan poco alemán a pesar del uniforme. Sentía tan fuerte como el deseo el ansia de protegerla y la necesidad urgente de saber, y a lo único que tenía miedo era a la gran oscuridad de lo que hasta entonces había ignorado, a la sospecha espantosa de lo que era increíble y sin embargo él ya no podía negar. Miraba a su alrededor las rojas caras alemanas, la elegancia de los uniformes idénticos al suyo, que le había producido tanta exaltación la primera vez que se lo puso, y empezaba a notar un instinto de repulsión hacia algo monstruoso que estaba muy cerca y sin embargo era invisible, tan invisible al menos como el pánico de la mujer que bailaba con él reclinando delicadamente la cabeza al ritmo de la música y sonreía entornando los ojos e hincándole las uñas en el dorso de la mano, repitiendo en voz baja las palabras que mi amigo continuó escuchando mucho después en el recuerdo, que todavía vuelven a su conciencia en las noches en vela, cuando la lucidez excesiva del insomnio y la oscuridad se le pueblan de voces y caras de muertos, todos los que él conoció en aquellos años de su juventud, la inmensidad de los muertos sepultados y olvidados en toda la anchura de Europa. Le parece, me ha dicho, que los muertos le hablan, le exigen que dé testimonio de lo que vivieron y sufrieron, él que ha sobrevivido, que sólo por casualidad, o porque otros cayeron en su lugar, logró salvarse. Pero de todas las caras de entonces las que recuerda con más claridad son la del hombre joven de las gafas de pinza que se volvía hacia él como queriendo decirle algo y la de aquella mujer con la que estuvo bailando, ya no sabe cuánto tiempo, cuántas piezas seguidas, enamorándose de ella y siendo inoculado por su terror y su clarividencia, por su fatalismo de víctima de antemano hipnotizada por la inevitabilidad del sacrificio: cómo sería su voz, con qué acento hablaría alemán. Ahora, mientras revivo escribiendo lo que mi amigo me contó, me gustaría inventar que la mujer pelirroja era de origen sefardí, y que le dijo algunas palabras en ladino, estableciendo con él, en aquella ciudad remota de Estonia, en medio de tantos oficiales alemanes, la melancólica complicidad de una patria en secreto común.

Pero no es preciso inventar nada, ni añadir nada, para que esa mujer, su presencia y su voz, surja entre nosotros, se aparezca a mí en el restaurante donde mi amigo y yo conversamos rodeados de ruidos y de gente, de una niebla densa de palabras, vapor de comidas, cigarrillos, teléfonos móviles. Él, que no quiso ni pudo olvidarla en más de medio siglo, me la ha legado ahora, de su memoria la ha trasladado a mi imaginación, pero yo no quiero inventarle ni un origen ni un nombre, tal vez ni siquiera tengo derecho: no es un fantasma, ni un personaje de ficción, es alguien que pertenecía a la vida real tanto como yo, que tuvo un destino tan único como el mío aunque inimaginablemente más atroz, una biografía que no puede ser suplantada por la sombra bella y mentirosa de la literatura ni reducida a un dato aritmético, una cifra ínfima en el número inmenso de los muertos. Cincuenta y seis años llevo acordándome de ella, y me pregunto siempre si pudo sobrevivir, o si murió en uno de esos campos de los que entonces no sabíamos nada, no porque funcionaran en un secreto absoluto, ya que eso es imposible, sería como mantener en secreto el funcionamiento de la red ferroviaria de un país entero, sino porque no estábamos dispuestos a saber, y cuando supimos aún no queríamos creer lo que ya no podía negarse, porque era increíble, nos parecía que estaba fuera del orden natural del mundo, y nos dábamos cuenta de que nuestra ignorancia no nos hacía menos cómplices ni menos culpables. Volví a Narva, treinta años después, cuando viajé por primera vez a Leningrado, a un congreso de Psicología organizado por la Unesco. Me costó mucho, pero conseguí que me dieran permiso para visitar la ciudad, aunque me pusieron un guía soviético que no me dejó a solas ni un minuto. Ahora el nombre estaba escrito en la estación con caracteres cirílicos, y ya no existía el camino junto al río, porque habían construido un barrio entero de esos bloques horrendos de color cemento. Te parecerá absurdo, y a mí mismo me lo parecía entonces, pero desde que llegué a Narva miraba a todas las mujeres con el corazón en vilo, como si fuera posible que me encontrara con ella, y que la reconociese después de treinta años. No buscaba a una mujer algo mayor que yo, una señora de más de sesenta años, sino a la misma pelirroja joven con la que había estado bailando aquella noche, enamorándome de ella a cada minuto que pasaba, muerto de deseo, tan excitado que me daba mareo mirarla y me avergonzaba que ella pudiera notar lo que me estaba pasando, o de que lo notara alguien más, a pesar de la tela tan recia del pantalón y la guerrera de mi uniforme alemán.

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