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Esa noche, abrigándose mucho, se atrevió a bajar a la plaza de Santa María. Dieron las campanadas de las doce, pero en la ventana del torreón del convento no se encendió ninguna luz, y él decidió, con idéntica decepción y alivio, que lo prudente era volver a casa y meterse en la cama, y ponerse en serio a cumplir las promesas que había hecho en los días negros de la enfermedad, de la cual estaba seguro que se había salvado gracias a la doble eficacia milagrosa de las oraciones y la penicilina. Cuando ya se marchaba volvió un momento la cabeza y la luz se había encendido en la torre, y pudo ver desde abajo la silueta tentadora y algo fantasmal de sor María del Gólgota. Pero no fue su voluntad ni su propósito de enmienda los que triunfaron sobre la poderosa persuasión del pecado: fue un escalofrío que le sacudió el cuerpo entero, y un principio de dolor renovado en el pecho, que le devolvieron el miedo a la pulmonía, el desagrado de tener que desnudarse y luego vestirse en un sitio helado y muy incómodo, en el que no había manera de taparse del todo. Y luego las urgencias de aquella mujer, su voz como una devanadera murmurándole desvaríos al oído mientras a él le entraba el sueño y lo único que quería era irse, y las tablas duras del jergón se le clavaban en la espalda, y se imaginaba su cama mullida y caliente, para él solo, la seguridad de su casa…

Venció la tentación esa noche y unas cuantas más, pero según iba recuperándose de la debilidad con que había vuelto del hospital se le despertaron de nuevo los antiguos instintos, apaciguados un tiempo no por la penitencia, sino por la flojera física, y otra noche se vio, contra su voluntad, rondando la plaza de Santa María, tan excitado que le costaba trabajo caminar con naturalidad, emborricado, como él decía brutalmente, usando una de esas palabras sabrosas de nuestra tierra que ya están casi perdidas, nuestro rico acervo popular. Iba desatado esa noche, como un mihura, como un macho cabrío, dispuesto a todo, a comérmela viva y a no volver luego nunca más. La luz se encendió en el torreón, y con la sangre hirviendo y el corazón desbocado él fue hacia la puertecilla y la empujó con menos cuidado que otras veces, pero estaba cerrada, y le costó contenerse para no golpear con los puños. Se apartó del edificio, volvió al lugar desde donde podía ver la ventana del torreón. La luz se encendió de nuevo en ella, pero ahora que estaba más cerca vio o creyó ver que sor María del Gólgota le sonreía y se levantaba el sayal, y le mostraba con desafío y sarcasmo sus tetas desnudas, haciéndole una seña, indicándole tal vez que volviera a empujar la puerta.

La empujó otra vez, pero seguía cerrada, y ya no estuvo abierta para él nunca más, ni vio la luz encendida en la torre ninguna de las noches que estuvo rondando por la plaza.

– ¿Y ya no supo nada más de ella, ni volvió a verla?

Uno siempre quiere que las historias terminen, bien o mal, que tengan un final tan claro como su principio, una apariencia de sentido y de simetría. Pero en la realidad muy pocas cosas se cierran del todo, a no ser por el azar o por la muerte, y otras no llegan a suceder, o se interrumpen cuando estaban empezando, y no queda nada de ellas, ni en la memoria distraída o desleal de quien las ha vivido. Pasan los años, y nuestro amigo llega a esa edad con la que nosotros lo conocimos, cada vez tiene más carteles de toros y de Semana Santa en su portal diminuto, y cuando le falta espacio pega unos encima de otros. Asciende a presidente de su cofradía, lo nombran asesor oficial para las corridas de toros, lo entrevistan en el periódico de la provincia como una gloria de nuestra menuda vida local y él pega el recorte en uno de los cristales de su puerta, de modo que puedan verlo quienes pasan por la calle. El recorte va poniéndose amarillo, algunas tiendas de la vecindad empiezan a cerrar, incluso la barbería de al lado, y el negocio de remendar zapatos parece que va teniendo tan poco porvenir como el de cortar el pelo, porque la gente tira los zapatos usados y se compra otros nuevos en zapaterías modernas que se han abierto en otras zonas más populosas de la ciudad. Pero él tiene sus ahorros, se ha ido asegurando la vejez tan cautelosamente como la satisfacción regular de sus necesidades sexuales, y ha decidido además que le conviene casarse, porque está llegando a una edad en la que un hombre ya no es lo que era, si bien todavía conserva el porte necesario para atraer a una esposa madura y servicial que será la que le cuide cuando de verdad empiece a perder sus facultades, momento en el cual, si ha tenido la imprudencia de no casarse antes, no le quedará más salida que la decrepitud solitaria o el asilo. El tipo de mujer que le interesa, el perfil, para ser exactos, lo tiene también muy claro: viuda, con una paga aceptable, con alguna propiedad, un piso libre de cargas, por ejemplo, y sin hijos. Consideró un tiempo como candidata a la subtenienta de Intendencia, viuda ya del subteniente, y con pensión sólida y vivienda en propiedad, pero la encontró demasiado vieja para sus propósitos, no por razones carnales, sino porque lo que tampoco le convenía era cargar con alguien que duplicara los inconvenientes de la edad en vez de remediarlos. Inopinadamente, una mañana, en la cola de la Caja de Ahorros, adonde había ido a poner al día su preciada cartilla, conoció a una mujer perfecta, que sobrepasaba de lejos sus expectativas más audaces: una maestra, soltera, de buen ver, con el pelo teñido y la pechera opulenta, aunque también con una tranquilizadora discreción de modales, con una paga espléndida y una sustanciosa acumulación de trienios, con un piso en el centro de Madrid, herencia de familia, y una plaza en propiedad en una escuela de Móstoles. Se casaron en seis meses, y sin esperar a la venta del local donde había estado la zapatería, a principios de septiembre se marcharon a la capital, a tiempo de que la nueva esposa empezara el curso en la escuela. El 27 de septiembre, desde luego, en vísperas de nuestra feria, él ya estaba de vuelta, porque tenía que asistir a las corridas de San Miguel y San Francisco en su calidad de asesor técnico de la presidencia. Un posible comprador se había interesado por el portal de la zapatería. Se citó con él para enseñársela una de aquellas mañanas frescas de principios de otoño, y le dio cierta congoja caminar por la calle Real, tan desierta a esa hora a la que en otros tiempos bullía de gente, y abrir su antigua puerta de cristales, después de subir la persiana metálica que había permanecido cerrada muchos meses, en el suelo había papeles viejos, y un puñado de cartas que antes de marcharse ni siquiera se había molestado en revisar, imaginando con desgana que no serían más que anuncios de ofertas que no le interesaban. Las repasó ahora, sin embargo, quitándoles el polvo, haciendo tiempo mientras llegaba el dudoso comprador. Entre ellas había una postal en colores muy fuertes, en la que se veía la estatua de la Libertad, la bandera americana, el perfil de los rascacielos de Nueva York. En el reverso, no venía el nombre ni la firma de quien la enviaba, y aparte de su dirección sólo encontró unas palabras escritas con una letra cuidada y relamida, más bien cursi, como la que enseñaban antes en los colegios de monjas.

Recuerdos de América.

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