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Pero tenía aquella pega principal que él notó la primera noche y que luego no hizo más que agravarse, y era cuánto hablaba después de la faena, según le gustaba a él decir en su lenguaje taurino. Antes no: desde que él entraba en la celda hasta que los dos se habían corrido la mujer era una sombra silenciosa y movediza a la que sólo se le escuchaba respirar, jadear, quejarse, pero en cuanto se apaciguaba se quedaba adherida contra él, comouna lapa o un cepo que lo apresara entre sus muslos, y empezaba a hablarle al oído, sacudiéndolo con ira si advertía que estaba empezando a dormirse, el roce de sus labios y el susurro incesante de su voz, que seguía escuchando aunque ya no estuviera con ella, cuando volvía embozado a su casa después de las dos de la madrugada o cuando se despertaba por culpa de un mal sueño de desgracia o escándalo, cuando estaba solo en su portal de zapatero y se olvidaba de escuchar las canciones de la radio, porque la voz sonaba de nuevo en su oído, zumbaba como un insecto o como el rumor de la sangre o el latido del corazón, se convertía en otras voces, a las que él poco a poco se fue acostumbrando, las voces de su vida remota y de su familia fantasma, el padre queriendo que su hija se hiciera doctora en Ciencias Físicas o ingeniera de Caminos y la madre rezando rosarios, la tía enlutada y venenosa que los recogió a ella y a su hermano en la comisaría de una estación fronteriza, cuando se escapaban a Francia escondidos en un vagón de mercancías, porque habían planeado unirse a la resistencia contra los alemanes o ponerse al servicio del gobierno de la República en el exilio. Como Santa Teresa y su hermano, cuando se escaparon de su casa para ir a tierras de moros a convertir infieles o hacerse mártires, con la diferencia de que nosotros ya no teníamos casa, porque a mi padre lo fusilaron los nacionales en cuanto entraron en el pueblo, al final de la guerra, y a mi madre le raparon la cabezayle tatuaron una hoz y un martillo en el cráneo, y la pasearon con otras rojas o mujeres de rojos por el centro del pueblo y la obligaban a ir con ellas al amanecer a fregar el suelo de la iglesia, de rodillas sobre las losas heladas. Todo por el odio que le tenían a mi padre, que era el hombre más bueno y más pacífico y de orden del mundo, y ni en verano dejaba de llevar su traje con chaleco, su cuello duro y su corbata de lazo. Por salir a la calle con esa ropa habían estado ya a punto de fusilarlo unos milicianos al principio de la guerra, y con su traje, su chaleco, su cuello duro y su pajarita, se lo llevaron al paredón de fusilamiento los facciosos tres años después, y él le dijo a mi hermano, menos mal que por lo menos no van a matarme los míos.

El padre fusilado, la madre loca, el viaje furtivo durante días y noches hasta la frontera en un tren de mercancías, su hermano y ella durmiendo sobre paja con olor a estiércol y haciendo planes lunáticos para unirse a la resistencia contra Hitler y Franco, las laderas cubiertas de almendros y manzanos florecidos y las callejuelas en cuesta de aquel pueblo donde los dos pasaron en perfecta felicidad los años de la guerra, mientras su madre rezaba y su padre administraba una escuela para niños desplazados y seguía paseándose con el traje, la corbata, el sombrero y los botines de un republicano de orden, a pesar del susto que le habían dado al principio unos milicianos libertarios, y que ya no volvió a repetirse, al menos hasta que llegaron los otros, lo sacaron a patadas y culatazos de la casa con patio y emparrado y pozo de agua fresca donde habían vivido los cuatro casi como la familia de Robinsones suizos de aquel libro que a ella y a su hermano les gustaba tanto. No perdáis los nervios, ya veréis que no me pasará nada, que no es más que una equivocación, le decía ella al oído con la voz de su padre, pero ya no volvieron a verlo vivo, o sólo lo vio su hermano, cuando fue a llevarle un poco de comida y tabaco a la cuadra en la que lo tenían encerrado, y lo que más le impresionó no fue entrar en aquel corralón lleno de condenados a muerte, sino ver a su padre sin afeitar y sin el cuello postizo de su camisa, con el traje arrugado y muy sucio, como no lo había visto nunca.

Pero no era su padre, sino su hermano, el héroe de todas sus narraciones, su camarada de los juegos infantiles y las aventuras por las laderas blancas de manzanos y almendros, el cómplice de sus lecturas y el instigador de sus propósitos de fugas y de alistamientos en revoluciones sociales, en ejércitos partisanos, en células clandestinas de resistencia antifascista, en viajes de exploración a la Tierra del Fuego o a la Patagonia o al desierto de Gobi o el centro de África. A ella la habían atrapado, la habían encerrado en un convento y forzado a hacerse monja bajo amenazas oscuras y terribles que nunca llegaba claramente a explicar, tan minuciosa como era, pero al menos su hermano había logrado escaparse, y alguna vez, en el curso de todos aquellos años, le había llegado por tortuosos conductos alguna carta suya. Vive en América, no sé si en el norte o en el sur, pero en América, se mueve tanto y tiene tantos negocios que no pasa mucho tiempo seguido en ninguna parte, y lo mismo está en Chicago que en Nueva York o Buenos Aires, pero siempre anda queriendo saber de mí y por culpa de las brujas que me tienen secuestrada sus cartas no me llegan ni yo puedo enviarle a él ninguna mía, pedirle ayuda para que venga a salvarme.

Ayúdame tú, le decía al oído, rozándole la oreja con sus labios y su aliento agitado, ayúdame a escaparme de aquí y nos iremos los dos juntos a América en busca de mi hermano. Qué te retiene a ti aquí, si un hombre es libre de irse a donde le dicte su santa voluntad, no como una mujer, que está siempre presa, aunque no esté encerrada en un convento. Aquí no tienes nada y no vas a llegar nunca a nada, toda la vida arreglando zapatos viejos en ese portalucho, oliendo el sudor viejo que la gente se deja en los zapatos, tan joven y tan fuerte como eres, con esas manos tan grandes y ese brío que tienes en el cuerpo, nada se te pondría por delante si te fueses de aquí, a América, donde se van los hombres que tienen coraje para comerse el mundo, como se fue mi hermano, y donde las mujeres no viven encerradas ni llevan siempre luto ni se matan pariendo hijos y trabajando en el campo y fregando de rodillas los suelos y lavando la ropa en invierno en pilones de agua fría con esos trozos de jabón de manteca que desuellan las manos. Yo aquí no soy nada, no sería nadie si me escapara sola, adonde va a ir una mujer escapada de un convento que no tiene papeles, ni ningún hombre que la defienda o que la represente, ni padre, ni marido ni hermano, no como en América, donde una mujer es tanto como un hombre, si no más muchas veces. Allí las mujeres fuman en público, igual que los hombres, llevan pantalones, van en auto a las oficinas, se divorcian cuando les da la gana, conducen a toda velocidad por las carreteras, que son muy anchas y siempre van en línea recta, no como aquí, y los autos no son negros y viejos, sino muy grandes y de colores, y las cocinas son luminosas y brillantes y están llenas de aparatos automáticos, de manera que le das a un botón y el suelo se friega, y hay una máquina que quita el polvo y otra que lava la ropa y la deja hasta planchada y doblada, y las neveras no necesitan barras de hielo, y todas las casas tienen garaje y jardín, y muchas de ellas piscina. En las piscinas las mujeres toman el sol con bañadores de dos piezas y beben refrescos tumbadas en hamacas mientras los aparatos automáticos hacen todo el trabajo de la casa. Beben refrescos y fuman, sin que nadie piense que son putas, y se pintan las uñas no sólo de las manos, sino también las de los pies, y si tienen alguna queja del marido se divorcian de él, y encima él tiene que pagarles un sueldo todos los meses hasta que encuentran a otro marido, y se casan sin tener que hacer cursillos de cristiandad ni papeleos ni petición y sin que les haga falta una dote, se casan de un día para otro, y se divorcian lo mismo, y si se aburren de la vida en un sitio se montan en su gran cochazo de colores y se van a otra ciudad, en el otro lado del país, se van a California o a la Patagonia o a Las Vegas o la Tierra de Fuego, mira qué nombres más bonitos, si nada más decirlos ya parece que se llenan los pulmones de aire, o se van a Chicago o a Nueva York, y viven en rascacielos de cuarenta o cincuenta pisos, no en casucas aplastadas como las de aquí, en apartamentos que no necesitan ventanas porque tienen todas las paredes de cristal, y en los que nunca hace calor ni frío, pues en cuanto la temperatura sube o baja un poco más de la cuenta se ponen en marcha unos aparatos que llaman de climatización.

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