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A mí lo que me gustaba era ir a la escuela, y que la maestra me quisiera mucho, y me habría gustado también ir a confesar y a comulgar, tan chica y ya tenía mis contradicciones ideológicas. Soñaba con colocarme en un taller de costura cuando terminara la escuela, en bordarme yo mi propio ajuar, y en hacerme muy amiga de las chicas que trabajaran conmigo. Me aficioné tanto a Madrid que imaginaba que ya me quedaba a vivir allí para siempre, y se me pegaba enseguida el acento de las otras chicas, y me gustaba subirme a los tranvías y aprender a moverme por el metro, y cuando juntábamos mi hermano y yo unos céntimos nos íbamos al gallinero de algún cine a ver las películas de Clark Gable o las del Gordo y el Flaco. Allí he dicho, al referirme a Madrid, como si no fuera en Madrid donde estoy ahora mismo, pero se me olvida muchas veces y me despierto creyendo que estoy en Moscú. Pero si digo allí es como si dijera entonces, porque Madrid era otro, otra ciudad que yo no encuentro cuando salgo a la calle, o cuando me asomo al balcón, que tampoco me asomo casi nunca, por el ruido de los coches que están pasando siempre por esa carretera, de día y de noche, no me acostumbro nunca, y mis amigas me dicen, pero mujer, pon cristales dobles, pero cómo voy yo a gastarme ese dineral con mi paga, y además, con todo lo que hemos pasado, tampoco voy a quejarme porque haya ruido de coches, peor es el ruido de los bombardeos o pasar el invierno en una guarnición a cuarenta grados bajo cero, y peor todavía es estar muerto, como tantos y tantos que yo he conocido. De qué voy a quejarme, si tengo la mejor casa en la que he vivido nunca, nunca en mi vida, y además con un poco de suerte ya no voy a moverme de ella, como no sea cuando me lleven al cementerio, y allí también tengo asegurada mi plaza, en el cementerio civil, al lado de mi madre, las dos juntas en la tumba igual que lo estuvimos siempre en la vida, salvo aquellos primeros años horribles de Rusia en los que estuve sola y no sabía si volvería a verla, o si ella y mi padre estarían muertos, o si se habrían olvidado de mí, tan ocupados con su guerra y su Revolución. No es que yo quiera acordarme, o que me esfuerce, sino que me siento aquí y las cosas empiezan a venir, como si estuviera en una sala de espera y fueran entrando los muertos, y también los vivos que están muy lejos, mi hijo que no puede venir a verme y no puede estar hablando conmigo más de cinco minutos cuando me llama por teléfono por miedo a la factura, mi nieto pequeño, que no me conoce, y yo le hago arrumacos y le canto canciones de cuna, las que nos cantaba mi madre a mi hermano y a mí y las que yo aprendí en Rusia y le cantaba a mi hijo. Me da miedo salir a la calle y como casi todo lo que necesito me lo hago subir del supermercado o me lo trae un camarada muy amable que vive cerca de aquí, pues yo casi no tengo que moverme, y así me ahorro el susto de otro atraco y el miedo a irme muy lejos y a no encontrar el camino de vuelta, que es otra cosa que a mí me ha pasado desde siempre, que me pierdo enseguida, sobre todo cuando hay mucha gente. Cuando empezó la invasión de los nazis y nos iban a evacuar de Moscú iba por la estación de la mano de mi madre y hubo un tumulto y la mano se me soltó, y me vi perdida entre tantos miles de personas, entre el ruido de los altavoces que no entendía y de los trenes que silbaban antes de la partida, y eché a correr como una loca sin ver siquiera hacia dónde porque tenía los ojos llenos de lágrimas, y chocaba con las piernas de la gente y tuve que escaparme de un guardia que me quería atrapar, que ya me había agarrado de un brazo. Iba corriendo a lo largo de un tren que ya se había puesto en marcha, y había racimos de gente colgada de los estribos, de las ventanillas, agarrándose a cualquier cosa, empujándose los unos encima de los otros, y entonces vi a mi madre que me llamaba asomada a la puerta de un vagón y corrí más fuerte hacia ella, pero el tren ya había empezado a tomar velocidad y me quedé atrás, y ya me parecía que estaba perdida para siempre, en aquella estación que era la más grande y la más llena de trenes que yo había visto nunca, entre toda aquella gente que daba vueltas en remolinos queriendo marcharse, ocupando hasta las vías. Vi otro tren que arrancaba a mi lado, y sin pensarlo salté a él, pero en ese momento alguien tiró de mí, y era mi madre, que me apretó contra ella, mi madre que también había creído que no iba a encontrarme nunca y que me habría perdido si tarda un segundo más en mirar al tren que arrancaba a su lado, camino de Vladivostok, me dijo luego, en el Pacífico, cómo me habría encontrado si llego a empezar ese viaje a través de Siberia. Pero es que yo soy muy atolondrada, me merecía los azotes que me dio mi madre aquella vez, me daba azotes en el culo y besos al mismo tiempo, cómo estarás tú de la cabeza, me decía, mira que soltarte de mi mano, cabeza de chorlito, así me llamaba siempre.

Me pierdo en Madrid más de lo que me perdía en Moscú, y no me gusta preguntarle a la gente porque se me quedan mirando raro, a lo mejor por mi acento, o porque me ven pinta de extranjera, yo lo comprendo, de rusa, aunque no vaya a creer que en Rusia me ven menos rara que aquí. Así que para evitarme disgustos no salgo, me paso el día aquí, arreglando mis cosas, tan a gusto, mi piso entero para mí y mi calefacción central que no se avería nunca, será pequeño pero es mío, tan pequeño que no sé ya dónde poner tantas cosas, pero no me decido a tirar ninguna, con lo que me gustan todas, con los recuerdos que me traen, bastantes cosas ha ido perdiendo una en la vida como para no guardar y cuidar las que le quedan. Mire esos pañitos de crochet que tejía mi madre cuando encontrábamos un poco de hilo blanco en Moscú, que no era siempre, aunque ella se arreglaba con cualquier cosa, tenía tan buena mano para la aguja que de cualquier pingajo hacía un primor. En eso tampoco salí yo a ella, y me decía, qué manos tan bonitas tienes, y qué inútiles, que parecen manos de burguesa, y era verdad, se me desollaban enseguida, con cualquier trabajo, me martirizaban los sabañones, y ahora que puedo cuidármelas un poco y me pinto las uñas me da un poco de remordimiento, porque sí que parecen manos de burguesa, sobre todo por lo torpes que son. Se me estropea cualquier cosa y no sé arreglarla, se me caen al suelo y se me rompen, se le salió uno de los botones al televisor cuando iba a encenderlo y no sabe lo que me costó buscarlo por el suelo, con el poco espacio que hay, y lo mal que me muevo yo, sobre todo después de que me tiraran al suelo al atracarme. Me pasé días buscando el botón, porque no conseguía encender la tele, y cuando volví a ponerlo se caía otra vez, así que ya ve el apaño que hice, lo pegué con un poco de esparadrapo, y si lo aprieto con cuidado aguanta y no vuelve a salirse. Cómo voy a tirar nada, si cada cosa tiene una historia tan larga, y yo me las cuento a mí misma cuando estoy sola, como si fuera la guía de un museo. Ese Lenin que hay encima del televisor es de bronce, cójalo y verá cómo pesa, y fíjese lo bien que está sacado el parecido, alguna amiga me dice, mujer, ponlo en un sitio algo menos visible, que alguien se puede molestar, y yo le digo que aquí no viene nadie a verme, y además que si viene alguien y se molesta pues lo siento, que les den, como dicen en Madrid, ¿no tienen ellos sus crucifijos y sus vírgenes y sus retratos del Papa? Pues yo tengo a mi Vladimir Ilych, encima de ese pañito que me tejió mi madre una vez para mi cumpleaños, mire que ya está poniéndose amarillo, y la de kilómetros que ha hecho, que ya lo llevaba conmigo cuando a mi marido lo destinaron a Arcanstgel, y se quedaba el pañito tan tieso del frío como si fuera de hojalata. Esas muñecas con trajecitos siberianos las trajimos de allí, y también la percha, retiro los abrigos y se la enseño bien, las pezuñas son auténticas, disecadas, de esos renos tan grandes que había. Y los cuadros pequeños, ya me había dado cuenta de que no paraba usted de mirarlos, son dibujos que hacía Alberto Sánchez, con lo que tenía a mano, hojas de papel y lápices de colores de la escuela, me acuerdo de verlo dibujando sobre la mesa de la cocina, en el apartamento donde vivíamos en Moscú, el último invierno de la guerra, si se acerca verá lo perfectos que son los detalles, y la cuadrícula del papel. Hablaba de la época de la siega en su pueblo de Toledo y según iba hablando dibujaba lo que nos contaba, y nos parecía que estábamos en España y no en Moscú, y que notábamos el calor del verano y el picor del polvo del trigo en la garganta. Mire las camisas blancas, cómo las llevan remangadas los segadores, los sombreros de paja, las hoces, las cuerdas con las que se atan los pantalones de pana, los montones de gavillas. Y el pueblo, de lejos, como decía Alberto, que se veía al doblar una curva, con el campanario de la iglesia y el nido de las cigüeñas, y esos montes azules al fondo, qué habríamos dado nosotros por verlos entonces, cuando creíamos que nunca íbamos a volver a España, y para muchos fue verdad, que nunca volvieron, como el pobre Alberto, que ya no vio nunca más su pueblo, y está enterrado en Moscú. Una amiga que entiende me dice que venda los dibujos, que pueden darme un buen dinero por ellos, y se agobia cuando ve tantas cosas como tengo, que no podrás rebullirte, me dice, deshazte de todo, borrón y cuenta nueva, tira lo que no vale nada, que es la mayor parte, y lo valioso véndelo, pero yo no quiero separarme de nada, cada cosa tiene una parte de mi vida, hasta ese cuadro que a mi amiga le da tanta rabia, a quién se le ocurre enmarcar la tapadera de una caja de galletas, pero a mí me gusta mucho, me trae muchos recuerdos, la plaza Roja con sus cúpulas de colores y ese azul que tiene el cielo algunas mañanas de verano, y me gusta que las cosas estén en relieve, tóquelas, los torreones de la muralla del Kremlin, la catedral de San Basilio, el mausoleo de Lenin. Yo tenía esa caja de galletas hace mil años, pero me gustaba tanto que no me desprendía de ella, tan exacto que se ve todo, con los colores tan vivos que tiene de verdad, y antes de venirme de Moscú le recorté la tapa y le puse el marco.

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