Se quedó unos largos segundos inmóvil contra el muro en el que ya daba el sol, con los ojos cerrados, sin atreverse a abrirlos, a mirar el vacío. Luego volvió sobre sus pasos, y según se alejaba del precipicio escuchó de nuevo los ladridos de los perros, que parecían haberse callado en el instante en que él había estado a punto de matarse. Daba ahora la vuelta a la casa en sentido contrario, siempre rozando el muro áspero de cal, avanzando en el espacio angosto entre la pared y la jara.
Llegó a una explanada delante de la puerta principal de la casa y una mujer rubia y corpulenta vino hacia él corriendo, llorando a gritos y diciéndole algo en una lengua que no entendía, y que en cualquier caso no llegaba a distinguir por culpa de los ladridos de los perros. Antes de ver el letrero en la placa metálica recordó que ya había estado otra vez en ese mismo lugar. Berghof.
Pensó al principio, todavía aturdido, que la mujer le reñía por haber invadido su propiedad. Pero no tenía aspecto de dueña de la casa, sino de criada, y las dos manos con que le sacudió con violencia mientras le gritaba algo eran manos grandes y rojas de trabajo doméstico, como de fregona o cocinera de otra época. Chillaba, tiraba de él hacia el portalón metálico entreabierto, detrás del cual ladraban los perros. Con una naturalidad parecida a la de los sueños aceptaba que la mujer había sabido que era médico y le pedía ayuda para asistir a un enfermo.
Pero no soy un médico. Pero no puede saber que soy un médico, no puede haber estado esperando mi llegada. Desde el momento en que entra en la casa, arrastrado por la mano poderosa de la mujer, imagina que cuenta lo que está sucediéndole, que se lo cuenta a su mujer, esta mañana, cuando vuelva al hotel, sentado en la cama junto a ella, llevándole una historia como le ofrecerla el desayuno, súbita y rara, recién ocurrida, si vieras lo que me ha pasado, lo que he visto.
Cruza guiado por la mujer un patio de muros blancos y pavimento de mármol y arcos en los que se agitan cortinas de gasa y tras los cuales se ve el mar y la costa de África, esos arcos que hemos visto tantas veces desde la playa, preguntándonos quien tendría el privilegio de vivir allí. Hay una fuente de mármol en el centro del patio, pero el rumor del agua y el de nuestros pasos queda borrado por los ladridos que no se detienen, que se vuelven más fieros según yo voy adentrándome en la casa y la mujer llora a gritos y se frota las manos contra la pechera abultada, y se va volviendo más vieja según la veo más de cerca y me acostumbro a ella: los ojos azules, el pelo tan claro, de un rubio muy débil, la nariz chata y la cara redonda y colorada la hacían parecer joven, pero ahora me voy dando cuenta de que tendrá más de sesenta años, también de que está vagamente vestida de asistenta o de ama de llaves. Se vuelve hacia mí con los ojos llenos de lágrimas y me pide por señas que vaya más aprisa. El lugar tiene un aire de pastiche andaluz concienzudo y germánico, con rejas coloniales en todas las ventanas y puertas de cuarterones oscuros. Pero lo veo todo muy rápido, borroso por el aturdimiento, y cuando entramos en un salón donde hay algo en el suelo que la mujer me señala con aspavientos de pavor y de súplica, llorando con la boca abierta y las lágrimas cayéndole por las mejillas ajadas y redondas, mis pupilas acostumbradas a la luz solar tardan en adaptarse a la penumbra y al principio no distingo nada, no veo nadie.
Es el gemido lo primero que escucho, aunque no con claridad, por culpa de los gritos de la mujer y los ladridos de los perros, que deben de estar encerrados muy cerca, porque oigo sus arañazos y los golpes de sus hocicos contra una superficie metálica. Un gemido y la respiración sibilante de unos pulmones de enfermo, eso escucho antes de ver el bulto que hay tirado en el suelo, un hombre viejísimo envuelto en una bata de seda, muy pálido, de una palidez opaca y amarilla en la cara, en contraste con el rojo tan fuerte del interior de su boca abierta y de su lengua que se agita en busca de aire, estirándose como un deforme animal marino que pugna por escapar de una grieta en la que ha sido apresado. Se aprieta la garganta con las dos manos, y cuando me inclino hacia él aferra con una de ellas la pechera de mi camiseta, los ojos clarísimos tan abiertos como la boca, tan claros que apenas tienen un matiz de gris o de azul. Me atrae hacia él con una fuerza fanática, como agarrándome para no ahogarse, como queriendo decirme algo. Estoy tan cerca de su cara que veo sus lagrimales rojos y las venas diminutas de sus globos oculares y sus dientes largos y amarillos, y me llega un aliento con olor a sumidero. Bitte, dice, pero más que una palabra es un estertor, y la mujer que llora y jadea a mi lado repite lo mismo, me sacude con sus manazas rojas, urgiéndome a que haga algo, pero el hombre me tiene apresado contra él y no puedo desprenderme para auscultarle el pecho o para intentar un ejercicio de reanimación. Junto a él hay en el suelo de madera oscura y bruñida un charco que me ha parecido de orines, pero es té: también hay una taza rota y una cucharilla.
Este hombre se ahoga, le digo a la mujer separando absurdamente las palabras, por si puede entenderme, y le señalo un teléfono, hay que llamar a una ambulancia. Pero lo que yo quiero es irme cuanto antes, escaparme de allí, volver a la habitación del hotel antes de que mi mujer se despierte. Logro incorporarme, y cuando el hombre me suelta se le apacigua algo la respiración, aunque ahora casi tiene los ojos en blanco.
Sobre la mesilla en la que está el teléfono hay una pequeña bandera roja, con una esvástica en el centro, en el interior de un círculo blanco. Desde que entré en este lugar sólo ahora, mientras espero a que respondan el teléfono de Urgencias, miro a mi alrededor. En una pared hay un gran retrato al óleo de Hitler, rodeado por dos cortinajes rojos que resultan ser dos banderas con esvásticas. En el interior iluminado de una vitrina hay una guerrera negra con las insignias de las SS en las solapas, y con un desgarrón manchado de oscuro en un costado. En una fotografía pomposamente enmarcada Adolf Hitler está imponiendo una condecoración a un joven oficial de las SS. En otra vitrina hay una Cruz de Hierro, y junto a ella un pergamino manuscrito en caracteres góticos y con una esvástica impresa en el sello de lacre.
Lo veo todo en un segundo pero no puedo discernir la cantidad abrumadora de objetos que me rodean, que llenan la habitación, aunque es inmensa, los bustos, las fotos, las armas de fuego, los proyectiles puntiagudos y bruñidos, las banderas, los adornos, las insignias, los pisapapeles, los calendarios, las lámparas, no hay nada que no sea nazi, que no conmemore y celebre el III Reich. Lo que yo percibo como confusa proliferación tiene un orden perfecto y catalogado de museo. Y mientras tanto ese hombre sigue jadeando en el suelo, llamándome con la voz tan ronca que apenas brota la oquedad cavernosa del pecho, Bitte, mirándome aterrado con sus ojos incoloros y enrojecidos los lagrimales y en las comisuras internas de los párpados cuando cuelgo el teléfono y vuelvo a inclinarme sobre él. Tranquilícese, le digo, aunque estoy seguro de que haya aprendido español en todos los años que lleva refugiado en esta costa, he llamado a Urgencias, ya viene de camino una ambulancia. Se le derrama saliva por un lado de la boca y su respiración infecta el aire de un olor a cañería. Palpa mi pecho, mi cara, como si estuviera ciego, me pide algo, me ordena algo en alemán. Ahora respira un poco más acompasadamente, pero los ojos siguen en blanco y los párpados entrecerrados. Le busco el pulso en la muñeca, hueso y piel y un haz de tortuosas venas azules, y se me clavan sus uñas en el dorso de la mano.
Cuando regrese al hotel le enseñará a su mujer las señales que le han dejado, como una prueba de que es verdad lo que le ha sucedido, lo que estará contándole con tanto alivio, todavía con un rastro de asco. Quiere irse pero no puede, aunque no sabe si es su deber de médico lo que lo retiene en ese lugar, o alguna forma de maleficio del que no es capaz de librarse, como de las uñas del hombre tal vez moribundo que se le clavan en la mano. Ahora es como si llevara mucho tiempo en la casa, y le angustia la sensación de encierro, la lentitud de los minutos. Su mujer ya se habrá despertado, estará preguntándose por qué no ha vuelto aún. No empezará a preocuparse, se alarmará de golpe, con ese sentido de fragilidad y protección que tiene hacia él, temerá que le haya ocurrido algo, se irritará con él por esa manía suya de las carreras y las caminatas al amanecer. En lo que nos parecemos más los dos es en el miedo a que de golpe se nos rompa todo, se nos deshaga la vida. Tiene que librarse de la mano del viejo y que llamar al hotel para tranquilizarla, pero no sabe el número y siente como un obstáculo formidable la tarea de averiguarlo.