Volvimos este verano, cuenta, contaría si tuviera a quién: me había pasado dos años recordando esas vacaciones, un poco a la manera de mi hijo, que todo lo encontraba memorable, con esa capacidad estupenda de entusiasmo indiscriminado de algunos niños. Pasamos en aquel lugar sólo diez días, y apenas hicimos otra cosa que bañarnos y tomar el sol, leer tumbados en la playa o junto a la piscina del hotel, salir de vez en cuando en un coche alquilado a cenar o a dar una vuelta por el pueblo. Yo me levantaba temprano, corría sin agobio unos kilómetros por la arena dura de la orilla, recién bajada la marea, la arena lisa y brillante con la primera claridad del sol. Me gustaba volver al hotel y despertar a mi mujer y a mi hijo, y desayunar con ellos junto a un ventanal del restaurante que daba a las palmeras del jardín. En cada cosa que hacíamos había una perfección insuperable, y yo era consciente de ella en el momento mismo en el que la vivía, no me hizo falta el tamiz del recuerdo para embellecerla. Había una concordia entre nosotros tres que se correspondía con la hermosura exterior del mundo, con la luna llena y el viento de poniente la primera noche que bajamos a la playa y nos abrazábamos los tres para defendernos de la humedad tan fría, con la pureza de la forma de una concha o el sabor y el aroma de un pescado asado sobre brasas que tomábamos en una terraza junto al mar. Cada uno de nosotros era intensamente él mismo y justamente esa singularidad era la que lo vinculaba a los otros dos, a cada uno de una manera única y distinta, siendo el mismo amor el que nos envolvía a los tres. Mi mujer y yo, mi hijo y yo, mi mujer y mi hijo, mi hijo mirándonos cuando nos hacíamos una caricia y mi mujer mirándonos, al niño y a mí cuando caminábamos con las cabezas bajas por la playa, buscando conchas y cangrejos, yo mirando al niño cuando echaba arena sobre los pies de su madre, entre los dedos con las uñas pintadas de rojo, sobre el empeine y los talones.
Tonos apastelados, con la instantaneidad frágil de las polaroids, en las que todo parece suceder un poco al azar, sin premeditación y casi sin encuadre, con el desahogo de la vida diaria.
Vuelven, dos veranos más tarde, al mismo hotel, en los mismos días de julio, con atardeceres que se prolongan en una dorada lentitud hasta la hora de la cena: todo es igual, y sin embargo él se descubre espiándose a sí mismo en busca de algún fallo en la repetición gozosa de sus emociones de entonces, intranquilo, aunque de una forma insidiosa, desalentado sin motivo, irritado por contratiempos a los que sabe que no debería dar ninguna importancia, la habitación que este año no da al mar, sino a un patio con palmeras y a las ventanas de otras habitaciones, el viento de levante que apenas los deja ir a la playa los primeros días, provocando el disgusto de su hijo, que se encierra hoscamente en su cuarto y pasa horas mirando la televisión. Ya tiene trece años y una sombra de bigote le oscurece el labio superior. Sin que nos diéramos cuenta ha perdido la voz de niño, sin que lo advirtiéramos casi le estaba cambiando, y esa voz única ya ha desaparecido del mundo, ya no vamos a escucharla nunca más. Sólo han pasado dos veranos, pero hemos tardado tanto en volver que ya no era posible el regreso: dos años en nuestras vidas de adultos no son nada, pero en la suya son el salto de una existencia a otra, el tiempo de una transformación no menos radical que la de una larva en una mariposa. Sus ojos grandes, guiñados en la risa, con el mismo gesto de su madre, ya no miran como antes, o al menos no siempre. Lo miras a los ojos y parece que no está, o que no puedes encontrarte con él, quieres buscarlo y se ha ido, y aunque esa distancia sólo ocurra de tarde en tarde, bien como en fogonazos de extrañeza o alarma y su padre debe contenerse para no sentir una decepción de adolescente despechado, una forma de amargura que no creía que se le hubiera conservado tan intacta desde que tenía la edad en la que está entrando su hijo.
Quizás no ha perdido nada aún, pero ahora descubre lo que hace dos veranos desconocía, el miedo a perder, el pánico a la posibilidad de que su hijo se le vuelva un desconocido, como los hijos de tantos padres que conoce, hombres de su misma edad y de su clase y su profesión entre los cuales, sin embargo no hay ninguno al que pueda llamar verdaderamente su amigo, con la plenitud sagrada de esa palabra. Pero es que el chico ya tiene a sus amigos en Madrid y los echa de menos, le dice su madre, sonriendo con una benevolencia que él envidia, con una serenidad de la que él depende para rendirse del todo al abatimiento. No te das cuenta de que ya no es del todo un niño, que va a cumplir catorce años. Habría que ver cómo eras cuando tenías su edad.
Se vigila, se espía, con el mismo cuidado con que examina la cara de un paciente o palpa su abdomen o estudia su respiración en el estetoscopio, buscando síntomas de esa enfermedad a la que se sabe vulnerable, la insidiosa decepción, la opacidad de las sensaciones que otras veces se dilatan en resonancias irisadas, como el tedio ante una música de la que antes se disfrutaba mucho, y que ahora se sigue prestando atención, hacia la que se finge entusiasmo, casi logrando engañarse a uno mismo, aunque se sabe, en un fondo inconfesable, que lo que más se desea en este mundo es que esa música termine, como volver a una ciudad y no sentirse ya arrebatado por ella, y no sobornarse a uno mismo para hacerse creer que el tibio agrado de ahora es idéntico a la exaltación de entonces.
Una noche, mientras espera a que su mujer termine de arreglarse para la cena, mientras ella le habla desde el cuarto de baño, peinándose ante el espejo, probándose un nuevo lápiz de labios, ve que una mujer rubia está echada sobre la cama en una habitación del otro lado del patio. Hay demasiada distancia como para que pueda distinguir sus rasgos, precisar si es joven o si es atractiva, o sólo una figura abstracta de mujer en la que cristaliza algún espejismo antiguo de su imaginación, la extranjera rubia y descalza en el estribo de un tren, una noche remota de principios de verano. Gesticula, hace algo con las manos, le habla a alguien a quien él no ve. La silueta de un hombre aparece en la ventana. El hombre se inclina hacia la mujer rubia, ocurre algo lento y borroso, y él aproxima la cara al cristal queriendo ver más claro, bruscamente excitado, percibiendo el movimiento rítmico y silencioso de los dos cuerpos tras la ventana del otro lado del patio, con la boca seca, como un adolescente sofocado de ignorancia y deseo.
Sólo dura un instante. Da la espalda al cristal cuando su mujer sale del cuarto de baño y teme irracionalmente ser sorprendido, descubierto por ella, o ponerse rojo y que ella le pregunte el motivo y ponerse más rojo aún. Prueba el remordimiento, pero esta vez no la decepción, y las dos figuras en la otra ventana se deshacen como fragmentos de un sueño en la claridad del despertar. Su mujer se ha puesto un vestido negro, muy ceñido, unas sandalias negras de tacón, se ha sombreado los ojos, se ha pintado los labios de un rojo nuevo y más suave, que concuerda con la tonalidad ya bronceada de su piel, y le sonríe ofreciéndose a su escrutinio masculino, solicitando su aprobación. Ahora el espía íntimo y turbio se rinde, el inspector secreto no encuentra ninguna fisura en la calidad de su propia emoción, no distingue la estridencia de una nota falsa, de una sensación parcialmente fingida, forzada: su deleite en mirar a su mujer es el mismo de hace dos veranos, o de hace doce años, no ha sufrido desgaste alguno por el paso del tiempo, no se ha contaminado de costumbre ni de acomodación. Mira sus piernas morenas y desnudas y queda tan embargado de deseo como la primera vez que estuvo con ella en la habitación de otro hotel, y la está mirando con todo el deseo y el entusiasmo que le han despertado siempre las mujeres, desde antes de que tuviera plena conciencia sexual, cuando a los doce años salía del colegio y se quedaba hechizado mirando a las chicas con las primeras minifaldas, o cuando una tía suya joven y guapa se inclinaba sobre él para ponerle la comida y él veía muy cerca la carne blanca y trémula de los pechos en el escote, perfumada, en penumbra, la delicada carne de mujer que ahora huele y roza y mira abrazándose a ella, queriendo bajarle la cremallera del vestido, subir por los muslos con la caricia urgente de las dos manos, ahora, en este mismo momento.