De joven había creído como el fanático de una religión en el prestigio del sufrimiento y el fracaso, en la clarividencia del alcohol y en el romanticismo del adulterio. Ahora no era capaz de concebir para sí mismo una pasión más honda que la que sentía hacia su mujer y su hijo, la que notaba que los envolvía a los tres como una atmósfera más hospitalaria y cálida que el aire exterior, tan objetivamente perceptible como un campo magnético. Flujos compartidos, cromosomas mezclados en una gran célula primigenia, el óvulo recién fecundado, saliva del uno asimilada por el aparato digestivo del otro, saliva y secreciones vaginales, saliva y semen brillando algunas veces en los labios de ella, desleídos en la corriente nutritiva de su sangre, olores y sudores mezclados, impregnando la piel, el aire, las sábanas sobre las que luego se quedaban dormidos, apaciguados, mientras del otro lado de las cortinas echadas venían el chapoteo y los gritos de los niños en la piscina del hotel, y desde más lejos, si prestaban mucha atención, el ruido poderoso del mar, el viento que azotaba las copas de las palmeras.
Palmeras salvajes era el título de la novela que su mujer había venido leyendo en el tren y llevaba a la playa en un gran bolso de paja. Él solía pedirle que le contara las novelas que leía, y esos resúmenes, junto a algunas películas que también elegía ella, colmaban satisfactoriamente su apetencia de ficción. Lo real le parecía tan complejo, tan inagotable, tan laberíntico incluso en sus elementos más simples, que no veía la necesidad de distraer el tiempo y la inteligencia en cosas inventadas, a no ser que le viniesen filtradas por la narración de su mujer, o que tuviesen la elementalidad antigua de los cuentos. En el arte era sensible casi únicamente a las formas en las que se traslucía algo de la unidad armónica y la eficacia funcional de la naturaleza, y en las que había al mismo tiempo una sugestión de su desmesura ajena a la experiencia y a la observación humanas. Era sensible sobre todo a ciertas músicas y a ciertas formas y espacios interiores de la arquitectura. Las ruinas colosales de los templos griegos en el sur de Italia o de las termas de Roma le despertaban una emoción idéntica a la de los grandes bosques que había visitado en Nueva Inglaterra y en Canadá. En la forma de una columna clásica, de un gran capitel derribado, hallaba una correspondencia a la vez oculta y precisa con la majestad sagrada de un árbol, con las nervaduras y volutas, con la simetría exacta de una concha marina. Le enseñaba a su hijo la espiral de una concha diminuta de caracol y luego, en un libro de astronomía, la otra espiral idéntica de una galaxia, y lo llevaba al cuarto de baño y le pedía que se fijara en la espiral que forma el agua al caer del grifo en el agujero redondo del lavabo. Espiaba el brillo atento de la inteligencia en los ojos oscuros del niño, que tenían el mismo color y el mismo dibujo rasgado que los de su madre, y que eran idénticos a los de ella en una disposición inmediata a expresar, sin disimulos ni estados intermedios, la maravilla o la decepción, la felicidad o la melancolía.
No recuerda haberle preguntado al paciente en su primera visita si tenía hijos. Probablemente porque es de esas personas que llevan consigo un aire conyugal y paternal, cierto desgaste físico, una pesadumbre de responsabilidad en los hombros, de inquietud por la enfermedad o de un desvelo de esperarlo las noches de los viernes. Fue el aire de desgaste, de vago cansancio general, lo que le indujo a una sospecha que en rigor no habría debido albergar. Pero no hay apariencia que de un modo u otro no incluya una parte de engaño, y tampoco hay nadie de quien pueda decirse con toda seguridad que está a salvo. Por supuesto no le dijo que en los análisis de sangre que iba a prescribirle estaría incluida esa prueba. No quería alarmarlo, pero sobre todo, y si era posible, no quería ofenderlo. Por quién me toma, le diría tal vez, qué clase de vida se imagina que llevo.
Vendrá dentro de unos minutos y será preciso decirle las palabras, el nombre de la enfermedad, repetir con cuidado, con desapego clínico, el eufemismo de unas iniciales. Por supuesto que hay que repetir la prueba, pero no le oculto que incluso ahora el margen de error es limitado.
Las mismas palabras dichas tantas veces, y siempre neutras y sin embargo atroces, el pánico y la vergüenza y tantas agonías vaticinadas y seguidas con la amargura nunca mitigada de la propia impotencia: ésa es casi otra forma de contagio, una fatiga casi como la que sufren ellos, como la que les ha traído a la consulta, un vago malestar persistente e inexplicable, el despertar en los ganglios, en ciertas células muy especializadas, del huésped inadvertido, oculto durante años, obediente también a ciertas contraseñas genéticas, que por ahora nadie sabe descifrar, igual que no se descifra la consistencia última de la materia, el torbellino de partículas y de infinitesimales fuerzas magnéticas del que está hecho todo, la luz de la pantalla de mi ordenador y la de la lámpara encendida sobre el teclado, alumbrando mis manos, la dura forma mineral de la concha que acaricio ahora mismo, acordándome de un verano, de dos veranos para ser exactos, dos veranos iguales y sin embargo tan distintos como dos conchas de la misma especie que a primera vista parecen idénticas y luego, con un poco de observación, se va descubriendo que apenas tienen nada en común, salvo una semejanza abstracta que tal vez sólo está en nuestra imaginación clasificadora, en nuestro instinto de simplificar.
No te bañarás dos veces en el mismo río, ni vivirás dos veces el mismo verano, ni habrá una habitación que sea idéntica a otra, ni entrarás a la misma habitación de la que saliste hace cinco minutos, a la misma consulta en penumbra donde habías estado una sola vez, sentado frente a un médico que hablaba despacio y hacía preguntas chocantes, y asentía al escuchar con mucha atención las respuestas, acariciando una concha blanca que tiene sobre la mesa, a la izquierda del teclado del ordenador, simétrica al ratón, que roza como sigilosamente con sus largos dedos blancos y velludos mientras busca un fichero, los datos que el paciente le dio por teléfono a la enfermera cuando llamó por primera vez pidiendo una cita.
Desde la playa mirábamos, hacia el este, las casas blancas plantadas al filo de los acantilados o medio escondidas entre espesuras de jardines, detrás de altos muros de cal, con ventanales y terrazas orientados al sur, a la línea azulada de la costa de África. Nos dijeron que muy arriba, en las laderas de roca desnuda a las que no llegaba la vegetación, había una cueva con pinturas neolíticas y restos de sarcófagos fenicios. Me desperté una mañana muy temprano, cuando estaba empezando a amanecer, me puse sigilosamente la ropa y las zapatillas de deporte, procurando no despertar a mi mujer, y salí del hotel cruzando el jardín desierto, que se reflejaba en el agua malva e inmóvil de la piscina. En el restaurante, bajo una ingrata luz eléctrica, los camareros más madrugadores preparaban las bandejas del buffet, repartían por las mesas tazas y cubiertos, en un silencio de sonámbulos. Notaba con gusto el vigor de las piernas, la sólida comodidad de las zapatillas, con las que había ya caminado y corrido cientos de kilómetros. El fresco de la primera hora de la mañana me atería la piel bajo el algodón liviano de la camiseta. Empecé a correr despacio, respirando suave, pero en lugar de ir hacia la playa, como hacía todas las mañanas, corrí por el camino que ascendía por la ladera de la colina. Pronto me cansé porque la cuesta se hacía muy empinada y continué caminando. Vistas de cerca, las casas que mirábamos desde la playa eran aún más imponentes, protegidas por muros erizados de cristales rotos, por avisos de compañías de seguridad, por perros que me ladraban al pasar desde el interior de los jardines, y que algunas veces golpeaban las cabezas contra las cancelas metálicas, escarbaban los setos asomando los hocicos, oliéndome, rugiendo. Salvo los ladridos de los perros y el roce de mis pasos sobre la grava, lo único que se escuchaba era el chasquido metódico de los aspersores, regando extensiones invisibles de césped, desde las que llegaba hasta mí el olor intenso de la savia y de tierra bien estercolada y empapada.