Esa rata, Otto Ratz, le dio el beso de judas. Otto Ratz tramó su muerte, aunque no fuera él quien apretó el nudo de la cuerda hasta estrangularlo.
Había una mujer, muchos años más tarde, una anciana de noventa años, delante de un magnetofón, en la penumbra de un apartamento de Munich. La edad ha deshecho los rasgos altivos de su cara, pero no su porte imperioso ni el brillo de sus Ojos, del mismo modo que el tiempo no ha apaciguado su desprecio por el lejano traidor, que también está muerto, que también fue expulsado y condenado, ejecutado con una cuerda al cuello, en 1952, en una celda de Praga. Tampoco hubo piedad para los verdugos. Otto Katz, dice la anciana, pronunciando ese apellido como si lo escupiera entre sus viejos labios apretados, en los que hay una mancha fuerte y confusa de carmín.
También sigo por los libros el rastro de esa mujer, busco su cara en las fotografías, indago entre los laberintos de Internet queriendo hallar el libro que escribió en los años cuarenta para vindicar la memoria de su marido y denunciar y avergonzar a los que según ella urdieron su muerte. Veo escenas, imágenes no convocadas por la voluntad ni basadas en ningún recuerdo, dotadas de precisiones sonámbulas en las que yo no siento que mi imaginación intervenga: las cortinas echadas en el apartamento de Munich, en octubre de 1989, la cinta girando con un siseo tenue en el pequeño rnagnetofón que hay delante de ella, y en la que va a quedar preservada su voz, que yo no he escuchado nunca, que me ha llegado a través de las palabras silenciosas de un libro descubierto por azar, leído sin descanso en una noche de insomnio.
He intuido, a lo largo de dos o tres años, la tentación y la posibilidad de una novela, he imaginado situaciones y lugares, como fotografías sueltas o como esos fotogramas de películas que ponían antes, armados en grandes carteleras, a las entradas de los cines. En cada uno de ellos había una sugestión muy fuerte de algo, pero desconocíamos el argumento y los fotogramas nunca eran consecutivos, y eso hacía que las imágenes fragmentarias fueran más poderosas, libres del peso y de las convenciones vulgares de una trama, reducidas a fogonazos, a revelaciones en presente, sin antes ni después. Cuando no tenía dinero para entrar al cine me pasaba las horas muertas mirando uno tras otro los fotogramas sueltos de la película, y no me hacía falta suponer o inventar una historia que los unificara a todos y los hiciera encajar como un rompecabezas. Cada uno cobraba una valiosa cualidad de misterio, se yuxtaponía sin orden a los otros, se iluminaban entre sí en conexiones plurales e instantáneas, que yo podía deshacer o modificar a mi antojo, y en las que ninguna imagen anulaba a las otras o alcanzaba una primacía segura sobre ellas, o perdía en beneficio del conjunto su singularidad irreductible.
El crujido del parquet en nuestra casa nueva o un mal sueño de enfermedad o desgracia me despertaban de golpe y era Willi Münzenberg despertándose en mitad de la noche en su casa de París o en la habitación helada de un hotel de Moscú y temiendo que ya se estuvieran acercando sus ejecutores, preguntándose cuánto tiempo falta todavía para que un disparo o una cuchillada cancelaran la gran simulación y el espejismo y el delirio de su existencia pública y la larga ternura de su vida conyugal con Babette, que dormía a su lado, se abrazaba a él en sueños como te abrazas tú a mí, con una firme determinación de sonámbula.
El tren de cercanías se detiene en una pequeña estación de la Sierra de Madrid: la llovizna, las laderas con árboles y niebla, el poderoso verde de la vegetación mojada -jara, pinos, arizónicas-, los tejados puntiagudos de pizarra, dan la sensación de haber llegado mucho más lejos, a un lugar recóndito de montaña, donde tal vez haya sanatorios o residencias para enfermos necesitados de reposo y de aire limpio y frío. El tren es rápido, moderno, pero el edificio de la estación es de piedra desnuda y los alféizares de las ventanas de ladrillo rojo, y el letrero con el nombre del pueblo está inscrito sobre azulejos amarillos. En el andén no hay nadie, nadie más ha bajado del tren. El olor a bosque, a madera y tierra empapadas, inundan enseguida los pulmones, y el aire quieto y la llovizna rozan la cara con una cualidad instantánea de apaciguamiento. El tren se aleja y yo echo a andar por un camino de tierra, con mi bolsa de viaje en la mano, hacia una zona de quintas en las que empiezan a encenderse algunas luces. En 1937, temiendo por su vida, tan agitado y agotado que a veces sentía en el pecho un dolor muy agudo, la proximidad de un ataque al corazón, Willi Münzenberg se refugió durante unos meses en una clínica de reposo, en un lugar llamado La vallée des Loups, el valle de los Lobos. El nombre del médico que la dirigía también parece el indicio o la promesa de algo: el doctor Le Sapoureux. Pero Münzenberg es tan inhábil para el reposo físico como para el sosiego de la inteligencia, y nada más llegar a la clínica se pasa las noches en vela escribiendo un libro. Al bajar solo al andén en la pequeña estación de la Sierra yo he sido Willi Münzenberg buscando de noche el camino hacia el sanatorio.
Hemos llegado en una tarde de invierno a un hotel del norte, en Vitoria. Nos han dado una habitación del último piso, y al abrir la ventana he visto abajo un parque nevado, con glorietas y estatuas, con un kiosco de música, y al fondo, sobre los tejados blancos, un cielo gris en el que se difuminaba una llanura: Münzenberg y Babette han logrado salir de Rusia y después de una noche entera en un tren se alojan en un hotel cercano a la estación de una ciudad báltica, todavía agotados por la falta de sueño y el miedo que tuvieron al aproximarse a la frontera, temiendo que en el último instante los guardias soviéticos que inspeccionaban sus pasaportes les ordenaran bajarse del tren.
Camino por Madrid o Paris y el paso de un convoy del metro hace temblar el pavimento bajo mis pisadas: Münzenberg siente que el mundo está temblando bajo sus pies con el anuncio de un cataclismo y que nadie más que él parece percibir la cercanía y la magnitud del desastre, nadie en terrazas de los cafés ni en el resplandor nocturno de los bulevares, mientras el suelo está empezando a vibrar bajo los golpes de las botas y el peso de las orugas de los carros de combate, bajo las bombas que caen en Madrid, en Barcelona, en Guernica sin que nadie en Europa quiera escucharlas, mientras Hitler que prepara sus ejércitos y consulta sus mapas y Stalin concibe el gran teatro público de los procesos de Moscú y los infiernos secretos de los interrogatorios y las ejecuciones.
Asisto a una representación de La flauta mágica, y sin ningún motivo, en medio del arrebato y la alegría de la música, el hombre sentado junto a una mujer rubia es Münzenberg, y la huida del héroe extraviado en bosques y perseguido por dragones y conspiradores sin rostro es también su huida: quizás ha entrado clandestinamente en Alemania aunque no le gusta la ópera va a esa función de la flauta mágica en un teatro de Berlín poblado de uniformes negros y grises para establecer contacto con alguien. Pero no es verosímil esa escena: tal vez, Münzenberg habría podido entrar en Alemania de incógnito, pero en la ópera de Berlín Babette G habría sido reconocida de inmediato, la burguesa roja, la escandalosa y arrogante desertora de su casta social, de la gran patria aria.
Pero da pereza o desgana inventar, rebajarme a una falsificación inevitablemente zurcida de literatura. Los hechos de la realidad dibujan tramas inesperadas a las que no puede atreverse la ficción. Babette Gross tenía una hermana llamada Margarete, tan románticamente intoxicada como ella de radicalismo político en los primeros tiempos alucinados y convulsos de la República de Weimar. Margarete, igual que su hermana, se casó con un revolucionario profesional, Heinz Neumann, dirigente del Partido Comunista Alemán. En los primeros días de febrero de 1933, recién nombrado Hitler canciller del Reich, Willi Münzenberg y Babette huyen de Alemania en el gran Lincoln negro y se refugian en París; Neumann y Margarete escapan a Rusia. Él cae en desgracia y es detenido y ejecutado de un tiro en la nuca; a su mujer la envían a un campo en el norte helado de Siberia.