Nació en una familia muy pobre, en un suburbio proletario de Berlín, en 1889. Su padre era un tabernero borracho y brutal que se voló la cabeza limpiando su escopeta de caza. A los dieciséis años era obrero en una fábrica de calzado y participaba en las actividades educativas de los sindicatos. Había poseído desde siempre y en un grado de genialidad el talento práctico de organizar cosas y una energía que en lugar de agotarse en el debate y el trabajo parecía que se alimentaba de ellos. Para no servir en el ejército participando en una guerra que sus principios internacionalistas le hacían repudiar escapó a Suiza, y en los círculos de refugiados de Berna conoció a Trotsky, a quien le llamó enseguida la atención su inteligencia, su pasión revolucionaria, su capacidad organizativa. Trotsky se lo presentó a Lenin: muy pronto Münzenberg formó parte del círculo de sus más leales. En algún libro se dice que era uno de los bolcheviques que viajaron con Lenin en el vagón sellado camino de Rusia en las vísperas de la Revolución de octubre. Amigo mío, contaba que le dijo Lenin, usted morirá siendo de izquierdas.
Pero Münzenberg no se pareció nunca del todo a sus camaradas comunistas. Siempre hubo algo raro o excesivo en él, aun en los tiempos de su más firme ortodoxia. Le gustaba la buena vida, y habiendo nacido y vivido en la pobreza tenía una espléndida vocación por los grandes hoteles, los trajes caros y los automóviles de lujo. Estaba hecho de la misma materia que los grandes plutócratas americanos surgidos de la nada, enérgicos patronos de ferrocarriles o de minas de carbón o de hierro enriquecidos gracias a la clarividencia y al pillaje, pero sobre todo a una forma irresistible de inteligencia práctica aliada a una voluntad sin reposo ni misericordia. Quienes le conocieron dicen de él que si hubiera decidido servir al capitalismo y no al comunismo habría llegado a ser un W. R. Hearst, un Morgan, un Frick, uno de esos patronos colosales a los que no sacia ninguna posesión por desaforada que sea y jamás pierden la rudeza de sus orígenes, jamás se apaciguan ni con la edad ni con el poder ni con la posesión, y siguen siendo patanes joviales en medio del lujo y trabajadores sin sosiego a pesar de su insondable riqueza.
En los primeros años de la Revolución Soviética, cuando Lenin, alucinado en las estancias del Kremlin, intoxicado por su propio fanatismo, rodeado de teléfonos y de lacayos, todavía imaginaba que Europa entera iba a incendiarse de un momento a otro de sublevaciones proletarias, Münzenberg comprendió antes que nadie que la revolución mundial no llegaría enseguida, si es que llegaba alguna vez, y que el comunismo sólo podría difundirse en Occidente de una manera oblicua y gradual, no con la propaganda chillona, ruda y monótona que complacía a los soviéticos, sino a través de causas en apariencia desinteresadas y apolíticas, gracias a la complicidad en gran parte involuntaria de algunos intelectuales de mucho prestigio, celebridades independientes y de buena voluntad que firmaran manifiestos a favor de la Paz, de la Cultura, de la concordia entre los pueblos.
Willi Münzenberg inventó el halago político a los intelectuales acomodados, la manipulación adecuada de su egolatría, de su poco interés por el mundo real. Con cierto desdén se refería a ellos llamándoles el club de los inocentes. Buscaba a gente templada, con inclinaciones humanitarias, con cierta solidez burguesa, a ser posible con un resplandor de dinero y de cosmopolitismo: André Gide, H.G. Wells, Romain Rolland, Heminway, Albert Einstein. A esa clase de intelectuales Lenin los habría fusilado de inmediato, o los habría enviado a un sótano de la Lubianka o a Siberia. Münzenberg descubrió lo inmensamente útiles que podían ser para volver atractivo un sistema que a él, en el fondo incorruptible de su inteligencia, debía de parecerle aterrador en su incompetencia y su crueldad, incluso en los años en que aún lo consideraba legítimo.
Se fue convirtiendo poco a poco en el empresario del Komintern, su embajador secreto en la Europa burguesa, que le gustaba tanto, y a cuya destrucción había consagrado su vida. Fundaba compañías y periódicos que le sirvieran de tapadera para manejar los fondos de propaganda que venían de Rusia, pero tenía tanto talento verdadero de hombre de negocios que cada una de aquellas empresas prosperaba multiplicando las inversiones clandestinas en ríos de dinero, con los que entonces financiaba nuevos proyectos de conspiración revolucionaria y negocios fulminantes y audaces que dejaban de ser tapaderas o simulacros para convertirse en hazañas verdaderas del capitalismo.
Era un dirigente de la Tercera Internacional, pero se movía por Berlín y luego por Paris en un gran automóvil Lincoln, acompañado siempre por su mujer rubia y envuelta en pieles, aún más romo y compacto por comparación con ella, aunque dice Koestler que nada más verlos juntos se adivinaba en ellos una complicidad perfecta, una ternura inquebrantable. Inventó las grandes causas nobles a las que nadie con buena voluntad podía dejar de adherirse. La medida de su triunfo es sólo equivalente a la de su anonimato: nadie sabe que las movilizaciones internacionales de solidaridad y los congresos internacionales de escritores y artistas en defensa de la paz o de la cultura se le ocurrieron por primera vez a Willi Münzenberg. Por experiencia propia sabía que bolcheviques ásperos y reales como Stalin o como el mismo Lenin podían tener muy poco atractivo público en Occidente: atraer a la causa de la Unión Soviética a un premio Nobel de Literatura o a una actriz de Hollywood era un golpe formidable de relaciones públicas, término que podría haber inventado también él. Descubrió que el radicalismo imaginario y la simpatía hacia revoluciones muy lejanas era un atractivo irresistible para intelectuales de una cierta posición social.
Su primer éxito de organización y propaganda masiva fue la campaña mundial de envío de alimentos a las regiones de Rusia asoladas por las grandes hambres de 1921. El Socorro Internacional de los Trabajadores, dirigido por él, logró que docenas de barcos cargados de alimentos llegaran a Rusia y que se creara en todo el mundo una corriente poderosa de simpatía humanitaria hacia el sufrimiento y el heroísmo del pueblo soviético. La desganada caridad de otros tiempos se trasmutaba en vigorosa solidaridad política, y el benefactor podía sentirse confortablemente a un paso de la militancia activa. Münzenberg ideó sellos, insignias, folletos de propaganda con fotografías de la vida en la URSS, cromos en colores, pisapapeles con bustos de Marx y de Lenin, postales de obreros y soldados, cualquier cosa que se pudiera vender a bajo precio y que permitiera sentir al comprador que sus pocas monedas eran un gesto solidario, no una limosna, una forma práctica y confortable de acción revolucionaria.
En 1925 fue Münzenberg quien ideó y dirigió, a través de comités innumerables, de publicaciones, de marchas, de imágenes en los noticiarios de cine, la gran oleada de solidaridad con Sacco, y Vanzetti. Sus publicaciones comerciales le proporcionaban el dinero para costear su propaganda política, y también multiplicaban la resonancia pública de las campañas que emprendía. En los años terribles de la inflación en Alemania, en el terremoto de Japón de 1923, en la huelga general de Inglaterra de 1926, el Socorro Internacional de los Trabajadores sostenía las cajas de resistencia y organizaba comedores populares, escuelas y albergues para niños huérfanos. Fue la necesidad de imprimir y difundir masivamente panfletos políticos la que despertó en Willi Münzenberg su interés por imprentas y editoriales. En 1926 poseía en Alemania dos diarios de circulación masiva, un semanario ilustrado que tiraba un millón de ejemplares y era, dice Koestler, la contrapartida comunista a Life, y una serie de publicaciones que incluía revistas técnicas para fotógrafos y para aficionados a la radio o al cine. En Japón, su organización controlaba directa o indirectamente diecinueve diarios y revistas. En la Unión Soviética producía las películas de Eisenstein y Pudovkin, y en Alemania organizaba la distribución del cine soviético y financiaba los espectáculos de vanguardia de Erwin Piscator y de Bertolt Brecht. Cinematecas, clubs de lectura o de deporte, sociedades de excursionismo, grupos de activistas a favor de la paz, se convertían a lo largo del mundo en sucursales fuera de sospecha del gran Club de los Inocentes.