Ô toi que j’eusse aimé! Ô toi qui le savais!
Se queda como empantanado en un silencio trágico, en una actitud insondable de remordimiento y penitencia. Mira como a punto de decir algo, la mirada fija y húmeda, abre la boca, tomando aire para hablar, pero justo cuando empezaba a hacerlo llaman a la puerta del despacho. Entra una señora mayor, flaca, con gafas colgando de una cadenilla, la bibliotecaria y secretaria del Ateneo. Cuando ustedes quieran bajar, el maestro Andrescu dice que ya está preparado.
Desaparecen un día, muertos o no, se pierden y se van borrando del recuerdo como si nunca hubieran existido, o se van convirtiendo en otra cosa, en figuras o fantasmas de la imaginación, ajenos ya a las personas reales que fueron, a la existencia que tal vez sigan llevando. Pero a veces surgen de nuevo, saltan del pasado, llega por el teléfono una voz que no se escuchaba hace años o alguien dice con naturalidad un nombre que ya parecía del todo imaginario, el nombre de un muerto o el de un personaje de ficción. Muy lejos de Tánger, muchos años después, en otra vida, a tanta distancia temporal que los recuerdos han perdido toda su precisión, y hasta casi toda su sustancia, en un tren en el que viaja un grupo de literatos y profesores, a través de un paisaje de colinas verdes y brumas (pero también ese tiempo va quedando ya lejos, y la ocasión se desdibuja, como las caras entonces usuales de los compañeros de tren), alguien dice el nombre del señor Salama, seguido por una expresión de burla y asombro y una carcajada:
«No me digas que lo conociste tú también, al viejo Salama, años y años sin acordarme de él. Qué plasta me dio el tipo, si alguien llega a advertirme a tiempo no piso Tánger, y menos por la mierda que pagaban en aquel sitio, que estaba cayéndose. Entrañable, el judío, y muy servicial, ¿no es verdad? Pero muy pesado, no te dejaba ni a sol ni a sombra, a que no te recogía por la mañana en el hotel y te llevaba a todas partes, un poco más y hasta a mear, y todo el rato con lo mismo, con la tabarra de que nadie le hacía caso en España, y aquellas historias que contaba de cuando llegó a Tánger, ¿no fue en los años cuarenta? Parece que era de una familia de dinero, en Checoslovaquia o por ahí, y que tuvieron que pagar un dineral para que los nazis los dejaran salir. Vamos, con detalle no me acuerdo, porque hace mil años, era esa época en que ibas a todas partes, a dar todos los bolos que te pedían, y aquel pelma en el teléfono era simpático, muy florido hablando, ¿verdad? Sería un honor, aunque por desgracia los emolumentos no podrían ser muy generosos, que sin que la importancia de apoyar la cultura española en África. ¿A que hablaba así? Qué pesado, el judío, todo el día para arriba y para abajo con las muletas, ¿no había tenido un accidente de coche? Yo soy discapacitado ni minusválido, decía, soy cojo. Y ahora que me acuerdo, hablando de la cojera, ¿a ti no te contó lo del viaje en el tren a Casablanca cuando conoció a una tía? Pues ya es raro, porque parece que se lo contaba a todo el mundo, en cuanto se bebía dos copas, y empezaba siempre por lo mismo, un poema de Baudelaire, ¿tampoco te lo llegó a recitar?»
Sin que uno lo sepa, otros usurpan historias o fragmentos de su vida, episodios que uno cree guardar en la cámara sellada de su memoria, los que son contados por gente a la que uno tal vez ni siquiera conoce, gente que los escuchó y que los repite deformándolos, adaptándolos a su capricho o a su falta de atención, o a un cierto efecto de comicidad o maledicencia. En alguna parte, ahora mismo, alguien cuenta algo que tiene que ver íntimamente conmigo, algo que presenció hace años y que yo tal vez ni siquiera recuerdo, y como no lo recuerdo tiendo a suponer que no existe para nadie, que se ha borrado del mundo tan completamente como de mi memoria. Partes de ti mismo que se van quedando en otras vidas, como habitaciones en las que viviste y ahora ocupan otros, fotografías o reliquias o libros que te pertenecieron y que ahora toca y mira un desconocido, cartas que siguen existiendo cuando quien las escribió y quien las recibía Y las guardaban llevan mucho tiempo muertos. Muy lejos de ti se cuentan escenas de tu vida, y en ellas tú eres alguien no menos inventado que un personaje secundario en un libro, un transeúnte en la película o en la novela de la vida de otro.
Apenas hay detalles, y da pereza inventarlos, falsificarlos, profanar con la usurpación de un relato lo que fue parte dolorosa y real de la experiencia de alguien. Quién eres tú para contar una vida que no es tuya. En el tren, en Asturias, camino de un congreso de literatura, por distraer el tiempo lento del viaje, por la simple vanidad de contar con la adecuada ironía algo que a uno no le importa nada, y tampoco a quienes le escuchan, el escritor que ha dicho en voz alta el nombre del señor Salama, aunque no se acordaba de si era Isaac o Jacob o Jeremías o Isaías, empieza un relato que sólo dura unos minutos, y no sabe que de algún modo está culminando una afrenta, agravando una vejación.
El señor Isaac Salama sube a un tren con destino a Casablanca, adonde tiene que viajar por motivos de negocios. Cabe imaginar que tiene cuarenta, cuarenta y tantos años, que desde hace un cierto tiempo, desde la jubilación de su padre, se viene encargando de dirigir las Galerías Duna, que han caído ya en un cierto declive, como esas tiendas grandes de las capitales españolas de provincia que fueron muy modernas a finales de los cincuenta, en los primeros sesenta, y que después se quedaron como detenidas en el tiempo, inmóviles con una modernidad envejecida, poco a poco arqueológica. Cuando va a viajar en tren, el señor Isaac Salama tiene la costumbre de llegar muy pronto a la estación, ya que así puede ocupar su asiento antes que cualquier otro viajero, y evitar que lo vean moverse con torpeza y agobio sobre sus dos muletas. Las esconde bajo el asiento, o las deja bien simuladas sobre la redecilla de los equipajes, a ser posible detrás de su propia maleta, aunque también calculando los movimientos necesarios para recuperarlas sin dificultad, y dejando al alcance de las manos las cosas que necesitará durante el viaje. También procura llevar una gabardina ligera, para echársela por encima de las piernas. Es la época en que los trenes tienen todavía departamentos pequeños con los asientos enfrentados. Si alguien ocupa un asiento próximo al suyo, el señor Isaac Salama puede pasarse el viaje entero sin moverse, o esperando que el otro se baje antes que él, y sólo en caso extremo se levantará y recogerá las muletas para ir al lavabo, arriesgándose a que le vean por el pasillo, a que se aparten mirándolo con lástima o burla o incluso le ofrezcan ayuda, le sostengan una puerta o le tiendan una mano.
Es casi la hora de salida del tren y para la satisfacción del señor Salama nadie ha entrado en su departamento. Viajando en primera clase eso le ocurre con cierta frecuencia, justo cuando el tren ha empezado a moverse irrumpe una mujer, tal vez agitada por la prisa que ha debido darse para llegar en el último minuto. Se sienta frente al señor Salama, que encoge sus piernas tullidas bajo la gabardina. Él no se ha casado, apenas se ha atrevido a mirar a una mujer desde que se quedó inválido, tan avergonzado de su diferencia ultrajante como cuando de niño le obligaron a ponerse en la solapa del abrigo una estrella amarilla.
La mujer es joven, muy guapa, muy conversadora, cultivada, seguramente española. A pesar de la reticencia del señor Salama, al poco rato de empezar el viaje ya hablan como si se conocieran de siempre, sobre todo ella, que tiene el don de explicarse con claridad y fluidez, pero también el de prestar una atención golosa a lo que le cuentan, de pedir enseguida detalles sin ser entrometida. Sin darse cuenta se inclinan el uno hacia el otro, las manos puede que se rocen en algunos ademanes, las rodillas, desnudas las de la mujer, sin medias, las del señor Salama encogidas y ocultas bajo la tela de la gabardina. Conversan de perfil contra el paisaje que huye por la ventana hacia la que no se vuelve ninguno de los dos. El señor Salama siente un deseo sexual muy fuerte, pero también muy claro y estremecido de ternura, una promesa física de felicidad que le parece ver reflejada y correspondida en los ojos de la mujer.