Sólo el pasado lejano permanecía siempre firme, el país extranjero y muy anterior a mi llegada del que me hablabas tanto y al que yo nunca habría podido viajar contigo, porque estaba, no en un punto accesible de los mapas, sino en una región vedada del tiempo, y las tres sílabas moriscas de su nombre no describían un lugar, sólo formulaban un conjuro que no podía resonar en mi memoria, aunque fuera la sustancia misma de la tuya: pero bastó el timbre de un teléfono a medianoche para que la prisa y la muerte y la culpa invadieran aquel reino estático, y ahora te das cuenta de que cada día, cada hora, cada minuto lo amenazan, y miras de soslayo el indicador de velocidad y el reloj del salpicadero, calculas los kilómetros que faltan, los días o las horas que le quedan de vida a tu tía, a la que no has visto en los últimos años, a la que imaginabas tan a salvo de la vejez y la muerte como en esa foto en blanco y negro de su juventud en la que está vestida de verano, del brazo de tu madre, las dos tan parecidas y sin embargo una de ellas gallarda y atractiva y la otra no, las dos riéndose, inocentes de un porvenir donde la enfermedad y la muerte no existen y en el que ni tú ni yo somos ni siquiera posibilidades.
Según progresa el viaje los nombres de la carretera invocan lugares de la infancia, y el espacio se trasmuta en tiempo, se proyecta en dos dimensiones simultáneas, el ahora mismo imperioso de llegar cuanto antes y el ayer recobrado y estático, contenido en los nombres de las señales kilométricas, en el recuerdo vivo y preciso de otros viajes.
Al mirar por la ventanilla y reconocer los paisajes que habías visto de niña tus ojos adquieren sin que te des cuenta la mirada de entonces. Es el comienzo de las vacaciones de verano, y la emoción y la impaciencia de llegar son mucho más poderosas que el cansancio de tantas horas en el coche, cada nombre al costado de la carretera y cada cifra son una promesa que se repite cada año y que sin embargo no pierde su contenido claro y absoluto de felicidad. No recuerdas la sucesión de los veranos, aunque habrías podido organizarlos según los episodios de tu niñez y tu adolescencia, concluidas de golpe un día irrespirable de julio en la habitación de un hospital, frente a la cara de cera de la mujer que acababa de morir y sin embargo ya estaba dejando de parecerse a tu madre. En tu memoria de las cosas lejanas todos los veranos se resumían en uno solo, ancho y sereno como el fluir de un gran río, y todos los viajes eran variaciones sobre una experiencia idéntica de aproximación al paraíso. Sentada delante, en los recuerdos más antiguos, en el regazo de tu madre, mirando la carretera y quedándote poco a poco dormida, mirando el perfil de tu padre que conducía y fumaba o volviéndote hacia tus hermanos, que se peleaban en los asientos de atrás y seguramente te guardaban algo de rencor porque eras la pequeña y porque ibas en brazos de tu madre, que todavía era muy joven y no estaba enferma, o aún no lo sabía o al menos no dejaba que tus hermanos y tú llegarais a saberlo. Pero quizás ya entonces, mientras te llevaba en brazos y se quedaba abstraída, estaba notando en el pecho los latidos difíciles de su corazón, estaba pensando que iba a morirse y que no te vería hacerte adulta, no llegaría a saber qué iba a ser de ti, o que ese viaje de verano al pueblo donde había nacido podía ser el último para ella. Cuando el coche saliera de la última curva, al mismo tiempo que tú descubrías el paraíso de las huertas en la vega y las casas escalonadas en la ladera, ella alzaría los ojos hacia la cima rojiza y desértica donde está el cementerio y pensaría, ahí es donde yo quiero que me entierren, con la gente que quiero y que me conoce, no en uno de esos cementerios de Madrid lleno de muertos anónimos.
Verás el nombre por fin, a la entrada del pueblo, alumbrado por los faros del coche, y notarás entonces todo el mareo y el cansancio del viaje, pero apenas un rescoldo de la felicidad antigua de llegar. Ahora es invierno y es noche cerrada, y aunque de lejos las luces te han dado la sensación de que todo permanecía intacto poco a poco vas viendo que las cosas ya no son exactamente familiares, que ahora es de cemento el suelo que recordabas empedrado, con tallos de hierba en los intersticios de los cantos redondos, que hay edificios desconocidos e invasores que desfiguran esquinas y tapan perspectivas, que está cerrada y decrépita la tienda a la que tu madre y tu tía te mandaban de niña a hacer los recados domésticos, en la que te comprabas bollos y pequeñas golosinas, refrescos de gaseosa y polos en verano. Mi prima era más gamberra que yo, y en cuanto podía le robaba a su madre unas monedas del mandil y me traía con ella a comprar helados y chocolatinas. Yo observo con mucha atención, miro las cosas que me indicas y la expresión de tu cara mientras nos acercamos por a la casa donde tía está agonizando, pero soy consciente de que no veo lo mismo que tú, los fantasmas que te han recibido nada más llegar y que ahora te escoltan o te acechan según subimos una cuesta pavimentada de cemento, por una calle con poca luz en la que hay muchas casas clausuradas.
Ya estamos llegando: la casa, al final de la cuesta, a la que llegabas jadeando de excitación, corriendo calle arriba para adelantarte a tus hermanos, empujando con tus dos manos infantiles la gran hoja de la puerta que sólo se cerraba de noche, a la hora de acostarse. Ahora también está entornada la puerta, y hay luces en todas las ventanas, luces que dan en medio de la oscuridad invernal una sugestión de noche en vela y alarma. Empujarás la puerta temiendo haber llegado tarde y por un momento te parecerá descubrir gestos de reprobación en las caras fatigadas que se vuelven para recibirte, tan envejecidas como si las hubiera devastado una misma enfermedad. Doy besos, estrecho manos, escucho nombres, intercambio palabras en voz baja, soy el desconocido al que ellos aceptan como uno de los suyos porque vengo contigo. Y al formar parte de tu vida también pertenezco a este lugar, a la fatigada pesadumbre de quienes llevan muchas noches velando a una enferma y a su luto anticipado por ella. Hay un niño de once o doce años, un hombre joven que debe de ser su padre y me estrecha la mano de bienvenida y amistad con un vigor muy cálido.
Es mi primo, el médico.
Haber venido aquí contigo me une a ti de una manera nueva, no sólo a la identidad aislada de la mujer adulta a quien conocí hace no tantos años sino a todo el tiempo de tu vida y a las caras y a los lugares de tu infancia, y también a tus muertos, para los que esta casa a la que acabamos de llegar es como un santuario: hay una foto grande de tu madre, y otra de tus abuelos maternos, remotos y solemnes como en un relieve funerario etrusco, y sobre el anticuado televisor que probablemente es el mismo en el que veías de niña los dibujos animados está la cara sonriente de tu prima en una foto en color.
Me gusta ser aquí únicamente tu sombra, quien ha venido contigo: mi marido, dices, presentándome, y yo cobro conciencia del valor de esa palabra que es mi salvoconducto en esta casa, entre esas personas que te conocieron y te dieron su afecto mucho antes de que yo te encontrara, y al ver el modo en que ellas te tratan, la familiaridad que establecen enseguida contigo a pesar del tiempo que ha pasado desde la última vez que viniste, mi amor por ti se ensancha para abarcar esa amplitud de tu experiencia, de tus vínculos de ternura y recuerdo, conexiones capilares que también me aluden y nutren a mí, me agregan ese pasado tuyo que hasta ahora no me pertenecía, a esas fotos de muertos desconocidos que estaban esperándote con la misma lealtad que los muebles rancios y las paredes encaladas de las habitaciones. Qué viejo está todo, pensarás con dolor, de nuevo con una punzada de remordimiento por haber tardado tanto, por vivir en una casa mucho más cómoda que en la que tu tía ha pasado los últimos años de vida, con un televisor que es el mismo que había cuando a ti te gustaba tumbarte en el sofá a ver dibujos animados, con un brasero eléctrico bajo las faldillas de la mesa y un radiador suplementario que no llegan del todo a disipar la sensación inmediata del frío que sube de las baldosas como rezumando de ellas, las mismas baldosas de entonces, sólo que más gastadas, alguna ya suelta, resonando bajo las pisadas de alguien: todo muy viejo, no antiguo, despojado de pronto de la belleza embustera con que lo bruñía el recuerdo, las sillas tapizadas de plástico que fueron una innovación cuando tú eras niña, el sofá marrón imitando cuero, la Inmaculada Concepción de escayola, con la cara fina y pálida y la capa azul claro. Qué será de todo a partir de mañana, después del entierro, cuando se cierre la casa en la que ya no va a vivir nadie, demasiado incómoda para ser habitada y demasiado cara de rehabilitar. Habría que tirarla entera, dice alguien a mi lado, uno de tus parientes, en ese tono en que se habla de cosas triviales para distraer el tedio de un velatorio, se quedará cerrada y se irá cayendo poco a poco, como tantas casas deshabitadas del pueblo.