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Xóchitl García, calle Montes, cerca del Monumento a la Revolución, México DF, enero de 1986. Lo curioso fue cuando quise publicar. Durante mucho tiempo escribí y corregí y volví a escribir y tiré muchos poemas a la basura, pero llegó un día en que traté de publicar y empecé a mandar mis poemas a revistas y suplementos culturales. María me lo advirtió. No te van a contestar, dijo, ni siquiera van a leer tus textos, deberías ir personalmente y pedirles una respuesta cara a cara. Así lo hice. En ulgunos sitios no me recibieron. Pero en otros sí me recibieron y pude hablar con los secretarios de redacción o con los encargados de la sección literaria. Me preguntaron cosas de mi vida, qué leía, que había publicado hasta la fecha, en qué talleres había estado, que estudios universitarios tenía. Fui una inocente: les conté mis tratos con los real visceralistas. La mayoría de la gente con la que hablé no tenía ni idea de quiénes eran los real visceralistas, pero la mención del grupo despertaba su interés. ¿Los real visceralistas? ¿Y ésos quiénes fueron? Entonces yo les explicaba, más o menos, la corta historia del realismo visceral y ellos sonreían, algunos anotaban algo, un nombre, pedían más explicaciones y luego me daban las gracias y me decían que ya me llamarían o que me pasara dentro de quince días y me darían una respuesta. Otros, los menos, recordaban a Ulises Lima y Arturo Belano, vagamente, no sabían, por ejemplo, que Ulises estaba vivo y que Belano ya no vivía en el DF, pero los habían conocido, recordaban sus intervenciones en recitales públicos en donde Ulises y Arturo acostumbraban a meterse con los poetas, recordaban sus opiniones en contra de todo, recordaban su amistad con Efraín Huerta, me miraban como si yo fuera una extraterrestre, decían ¿así que tú fuiste real visceralista, eh?, y después me decían que lo sentían, pero que no podían publicar ni uno solo de mis poemas. Según María, a quien acudía cada vez más desanimada, eso era lo normal, la literatura mexicana, probablemente todas las literaturas latinoamericanas, eran así, una secta rígida en donde el perdón era costoso de conseguir. Pero yo no quiero que me perdonen nada, le decía. Ya lo sé, decía ella, pero si quieres publicar más vale que no menciones nunca más a los real visceralistas.

De todas maneras, no me rendí. Ya estaba harta de trabajar en el Gigante y creía que mi poesía se merecía, si no un poco de respeto, sí un poco de atención. Con el paso de los días descubrí otras revistas, no aquellas en donde a mí me hubiera gustado publicar, sino otras, las revistas inevitables que surgen en una ciudad de dieciséis millones de habitantes. Sus directores o jefes de redacción eran hombres y mujeres terribles, seres que si te los quedabas mirando mucho rato te dabas cuenta que habían surgido de las cloacas, una mezcla de funcionarios desterrados y de asesinos arrepentidos. Éstos, sin embargo, no habían oído hablar nunca del realismo visceral y no les interesaba en lo más mínimo que les contaras la historia. Su visión de la literatura moría (y probablemente nacía) con Vasconcelos, aunque también era posible adivinar la admiración que sentían por Mariano Azuela, Yáñez, Martín Luis Guzmán, autores que probablemente sólo conocían de forma vicaria. Una de estas revistas se llamaba Tamal, y su director era un tal Fernando López Tapia. Allí, en la sección de cultura, dos páginas, publiqué mi primer poema y López Tapia, personalmente, me entregó el cheque al que me había hecho acreedora. Esa noche, después de cobrar, María, Franz y yo lo celebramos yendo al cine y luego comiendo afuera, en un restaurante del centro. Yo estaba cansada de las comidas corridas y me quise dar un lujo. A partir de entónces dejé de escribir poemas, al menos en la cantidad de antes, y me puse a escribir crónicas, crónicas sobre la Ciudad de México, artículos sobre jardines que ya pocos sabían de su existencia, gacetillas sobre casas coloniales, reportajes sobre determinadas líneas del metro, y empecé a publicar todo o casi todo lo que escribía. Fernando López Tapia me hacía un hueco en cualquier parte de la revista y los sábados, en vez de ir con Franz a Chapultepec, me lo llevaba a la redacción y mientras él jugaba con una máquina de escribir yo ayudaba a los pocos trabajadores fijos de Tamal a preparar el próximo número, pues en esto siempre hubo problemas, costaba mucho sacar la revista a tiempo.

Aprendí a diagramar, a corregir, a veces hasta era yo la que seleccionaba las fotos. Y además a Franz todo el mundo lo quería. Por supuesto, con lo que ganaba en la revista no podía dejar mi trabajo en Gigante, pero incluso así era bonito para mí, pues mientras trabajaba en el supermercado, sobre todo cuando el trabajo era particularmente pesado, los viernes por la tarde, por ejemplo, o los lunes por la mañana, que se hacían infinitos, yo desconectaba y me ponía a pensar en mi próximo artículo, en la crónica que tenía pensada sobre los vendedores ambulantes de Coyoacán, por ejemplo, o sobre los tragafuegos de la Villa o sobre cualquier cosa, y el tiempo se me iba volando. Fernando López Tapia un día me propuso que escribiera semblanzas de políticos de segunda o tercera fila, amigos suyos, supongo, o amigos de amigos, pero yo me negué. No puedo escribir más que de cosas en las que me sienta involucrada, le dije, y él me contestó: ¿qué tienen las casas de la colonia 10 de Mayo para que te involucres con ellas? Y yo no supe qué contestarle, pero me mantuve firme en mi propósito inicial. Una noche Fernando López Tapia me invitó a cenar. Le pedí a María que le echara un ojo a Franz y salimos a un restaurante de la Roma Sur. La verdad es que yo me esperaba algo mejor, más sofisticado, pero durante la cena me divertí mucho, aunque casi no comí. Esa noche hice el amor con el director de Tamal. Hacía mucho que no me acostaba con ningún hombre y la experiencia no resultó muy placentera. Lo volvimos a hacer una semana después. Y luego la semana siguiente. A veces era francamente demoledor pasarse toda la noche sin dormir y luego ir a trabajar por la mañana, muy temprano, y pasarse horas etiquetando productos como una sonámbula. Pero yo tenía ganas de vivir y sabía en lo más profundo de mí que tenía que hacerlo.

Una noche Fernando López Tapia apareció por la calle Montes. Dijo que quería conocer el lugar donde vivía. Le presenté a María, que al principio se mostró bastante fría, como si ella fuera una princesa y el pobre Fernando un campesino analfabeto. Por suerte, creo que él ni notó las indirectas que ella le lanzaba. En general, se portó de una forma encantadora. Eso me gustó. Al cabo de un rato María subió a su casa y yo me quedé sola con Franz y con Fernando. Entonces él me dijo que había ido porque tenía ganas de verme y luego me dijo que ya me había visto pero que quería seguir viéndome. Es una tontería, pero a mí me gustó que me lo dijera. Luego subí a buscar a María y nos fuimos los cuatro a cenar a un restaurante. Nos reímos un montón esa noche. Una semana después llevé a Tamal unos poemas de María y se los publicaron. Si tu amiga escribe, me dijo Fernando López Tapia, dile que tiene las páginas de nuestra revista a su disposición. El problema era, como no tardé en darme cuenta, que María, pese a sus estudios universitarios y todo eso, apenas si sabía escribir en prosa, digo, una prosa sin pretensiones poéticas, bien puntuada, gramaticalmente correcta. Así que durante varios días ella estuvo tratando de escribir un artículo sobre danza, pero por más esfuerzos que ponía y por más que yo la ayudaba, resultó incapaz de hacerlo. Al final lo que le salió fue un poema muy bueno que tituló «La danza en México» y que después de dármelo a leer archivó junto con sus otros poemas y olvidó. María era potente como poeta, definitivamente mejor que yo, por poner un ejemplo, pero no sabía escribir en prosa. Fue una pena, pero ahí mismo se acabó la posibilidad de que colaborara de forma asidua con Tamal, aunque no creo que a ella le importara gran cosa, como que le hacía ascos a la revista, como si la revista no estuviera a su altura, en fin, así es María y así la quiero yo.

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