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Una semana después Ulises se marchó de Tel-Aviv. Al despedirlo Claudia derramó unas lágrimas y luego se encerró en el baño durante un buen rato. Una noche, no habían pasado tres días, nos llamó por teléfono desde el kibbutz Walter Scholem. Un primo de Daniel, mexicano como nosotros, vivía allí y los del kibbutz lo habían acogido. Nos dijo que estaba trabajando en una fabrica de aceite. Qué tal te lo pasas, le preguntó Claudia. No muy bien, dijo Ulises, el trabajo es aburrido. Poco después el primo de Daniel nos llamó por teléfono y nos dijo que Ulises había sido expulsado. ¿Por qué? Pues porque no trabajaba. Casi hemos tenido un incendio por culpa suya, dijo el primo de Daniel. ¿Y en dónde está ahora?, preguntó Daniel, pero su primo no tenía ni idea, de hecho por eso nos llamaba, para saber dónde estaba y poder cobrarle una deuda de cien dólares que había contraído con el economato. Durante algunos días estuvimos cada noche aguardando su llegada, pero Ulises no apareció. Lo que sí llegó fue una carta de Jerusalén. Juro por mis padres o por lo que sea que era absolutamente ininteligible. El sólo hecho de que nos llegara confirma, sin asomo de duda, las excelencias del servicio postal israelí. Estaba dirigida a Claudia, pero el número de nuestro departamento no era el correcto y el nombre de la calle exhibía tres faltas ortográficas, todo un récord. Eso, fuera del sobre. En el interior las cosas empeoraban. La carta, ya he dicho, era imposible de leer, aunque estaba escrita en español o al menos a esa conclusión llegamos Daniel y yo. Pero igual hubiera podido estar escrita en arameo. Sobre esto, sobre el arameo, recuerdo algo curioso. Claudia, que tras mirar la carta no mostró la más mínima curiosidad por saber qué decía, aquella noche, mientras Daniel y yo intentábamos descifrarla nos contó una historia que le había contado Ulises hacía mucho tiempo, cuando ambos estaban en el DF. Según Ulises, decía Claudia, aquella parábola de Jesucristo tan famosa, la de los ricos, el camello y el ojo de la aguja, podía ser fruto de una errata. En griego, dijo Claudia que dijo Ulises (¿pero desde cuándo Ulises sabía griego?) existía la palabra káundos, camello, pero la n (eta) se leía casi como i, y la palabra káuidos, cable, maroma, cuerda gruesa, en donde la i (iota) se lee i. Lo que lo llevaba a preguntarse si, como Mateo y Lucas se basaron en el texto de Marcos, el origen del posible error o gazapo no estaría en éste o en un copista inmediatamente posterior a éste. Lo único que se podía objetar, repetía Claudia que había dicho Ulises, era que Lucas, buen conocedor del griego, hubiera subsanado la errata. Ahora bien, Lucas conocía el griego, pero no el mundo judío y pudo suponer que el «camello» que entra o no entra en el ojo de la aguja era un proverbio de origen hebreo o arameo. Lo curioso, según Ulises, es que había otro posible origen del error: según el herr profesor Pinchas Lapide (vaya nombrecito, dijo Claudia), de la Universidad de Frankfurt, experto en hebreo y arameo, en el arameo de Galilea había proverbios que usaban el sustantivo gamta, maroma de barco, y si una de sus letras consonantes se escribe defectuosamente, como ocurre a menudo en manuscritos hebreos y arameos, es muy fácil leer gamal, camello, sobre todo teniendo en cuenta que en la escritura del arameo y hebreo antiguos no se usan vocales y éstas tienen que ser «intuidas». Lo que nos llevaba, decía Claudia que había dicho Ulises, a una parábola menos poética y más realista. Es más fácil que una maroma de barco o que una cuerda gruesa entre por el ojo de una aguja que el que un rico vaya al reino de los cielos. ¿Y cuál parábola era la que él prefería?, preguntó Daniel. Los dos sabíamos la respuesta pero esperamos a que Claudia la dijera. La de la errata, por supuesto.

Una semana más tarde nos llegó una postal desde Hebrón. Y luego otra desde las orillas del Mar Muerto. Y luego una tercera desde Elat en donde nos decía que había conseguido un trabajo de camarero en un hotel. Después, y durante mucho tiempo, no supimos nada más. En mi fuero interno yo sabía que la chamba de camarero no le iba a durar demasiado y también sabía que hacer turismo en Israel, de forma indefinida y sin un dólar en el bolsillo, podía resultar a veces peligroso, pero no se lo decía a los demás, aunque supongo que Daniel y Claudia también lo sabían. A veces, durante las cenas, hablábamos de él. ¿Qué tal le irá en Elat?, decía Claudia. ¡Qué suerte estar en Elat!, decía Daniel. Podríamos ir a visitarlo el próximo fin de semana, decía yo. Acto seguido tácitamente cambiábamos de tema. Por entonces yo estaba leyendo el Tractatus lógico-philosophicus, de Wittgenstein, y todo lo que veía o hacía sólo servía para hacerme patente mi vulnerabilidad. Recuerdo que me enfermé y pasé unos días en cama y que Claudia, siempre tan perspicaz, me quitó el Tractatus y lo escondió en la habitación de Daniel y en su lugar me dio una de las novelas que ella solía leer, La rosa ilimitada, de un francés llamado J. M. G. Arcimboldi.

Una noche, mientras cenábamos, me puse a pensar en Ulises y casi sin darme cuenta derramé unas lágrimas. ¿Qué te pasa?, dijo Claudia. Contesté que si Ulises se enfermaba no iba a tener a nadie que lo cuidara, como ella y Daniel me estaban cuidando a mí. Después les di las gracias y me derrumbé. Ulises es fuerte como un… jabalí, dijo Claudia y Daniel se rió. La observación de Claudia, su símil, me hicieron daño y le pregunté si estaba insensibilizada contra todo. Claudia no me respondió y se puso a prepararme un té con miel. ¡Hemos condenado a Ulises al Desierto!, exclamé. Oí, mientras Daniel me decía que no exagerara, la cuchara, que los dedos de Claudia sostenían, golpeando y removiéndose en el interior del vaso, desplazando el líquido y la capa de miel y entonces ya no pude más y le rogué, le supliqué que me mirara cuando le hablaba, porque estaba hablando con ella y no con Daniel, porque quería que fuera ella la que me diera una explicación o un consuelo y no Daniel. Y entonces Claudia se volvió, puso el té delante de mí, se sentó en su sitio de siempre y dijo qué quieres que te diga, me parece que estás desvariando, tanta filosofía te está afectando el entendimiento. Y entonces Daniel dijo algo así como huy, sí, mano, en los últimos quince días te has zampado al Wittgenstein, al Bergson, al Keyserling (que francamente no sé cómo lo soportas), al Pico de la Mirándola, al Louis Claude ese (se refería a Louis Claude de Saint-Martin, autor de El hombre de voluntad), al loco racista de Otto Weininger y no quiero saber a cuántos más. Y mi novela ni la has tocado, remató Claudia. En ese momento cometí un error y le pregunté cómo podía ser tan insensible. Cuando Claudia me miró comprendí que la había cagado, pero ya era demasiado tarde. Toda la habitación tembló cuando Claudia se puso a hablar. Dijo que nunca más le volviera a decir eso. Dijo que la próxima vez que lo dijera nuestra relación habría terminado. Dijo que no era una muestra de insensibilidad el no preocuparse en exceso por las aventuras de Ulises Lima. Dijo que su hermano mayor había muerto en Argentina, posiblemente torturado por la policía o por el ejército y que eso sí era serio. Dijo que su hermano mayor había luchado en las filas del ERP y que había creído en la Revolución Americana y eso era muy serio. Dijo que si ella o su familia hubieran estado en la Argentina para cuando se desató la represión posiblemente ahora estarían muertos. Dijo todo eso y luego se puso a llorar. Ya somos dos, dije yo. No nos abrazamos, como hubiera querido, pero nos estrechamos la mano por debajo de la mesa y luego Daniel sugirió que saliéramos a dar una vuelta, pero Claudia le dijo que yo todavía estaba enfermo, tonto, que mejor nos tomáramos otro té y luego todos a la cama.

Un mes después apareció Ulises Lima. Lo acompañaba un tipo gigantesco, de casi dos metros, vestido con toda clase de harapos, un austríaco al que había conocido en Beersheba. Los alojamos a los dos, en la sala, durante tres días. El austríaco dormía en el suelo y Ulises en el sofá. El tipo se llamaba Heimito, nunca supimos su apellido y apenas decía una palabra. Con Ulises hablaban en inglés, pero sólo lo justo, nosotros nunca habíamos conocido a nadie que se llamara así, aunque Claudia dijo que había un escritor, austríaco también, pero no estaba segura, llamado Heimito von Doderer. A primera vista el Heimito de Ulises parecía subnormal o fronterizo. Pero lo cierto es que se llevaban bastante bien entre ellos.

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