Lo siguiente que recuerdo es que todos salimos de la casa y nos pusimos a caminar por las calles de Planézes buscando la luna. Mirábamos el cielo: grandes nubes negras la ocultaban. Pero el viento empujaba las nubes hacia el este y la luna reaparecía (nosotros entonces gritábamos) y después volvía a ocultarse. En un momento pensé que parecíamos fantasmas. Le dije al vigilante: volvamos a la casa, quiero dormir, estoy cansada, pero él no me hizo caso.
El vigilante hablaba de un desaparecido y se reía y hacía bromas que nadie entendía. Cuando dejamos atrás las últimas casas del pueblo pensé que ya era hora de volver, que si no volvía al día siguiente iba a ser incapaz de levantarme. Me acerqué al vigilante y le di un beso. Un beso de buenas noches.
Al volver a casa todas las luces estaban apagadas y el silencio era total. Me acerqué a una ventana y la abrí. No se escuchaba nada. Después subí a mi habitación, me desnudé y me metí en la cama.
Cuando desperté el vigilante dormía a mi lado. Le dije adiós y me fui a trabajar con los demás. Él no me respondió, estaba como muerto. En la habitación flotaba un olor a vómito. Volvimos a mediodía y el vigilante ya se había marchado. Sobre mi cama encontré una nota, en donde se disculpaba por su actitud de la noche anterior y en donde decía que fuera a visitarlo a Barcelona cuando quisiera, que me estaría esperando.
Aquella misma mañana Hugh me contó lo que había ocurrido la noche anterior. Según Hugh, cuando me marché el vigilante se volvió loco. Estaban cerca del río y el vigilante decía que alguien lo llamaba, una voz, al otro lado del río. Y por más que Hugh le decía que no había nadie, que lo único que se oía, y además muy débilmente, era el ruido del agua, el vigilante seguía insistiendo en que una persona estaba abajo, al otro lado del río, esperándolo. Yo creí que bromeaba, dijo Hugh, pero en cuanto me descuidé echó a correr colina abajo, en la más completa oscuridad, hacia lo que él creía que era el río, atravesando matorrales y zarzas, completamente ciego. Según Hugh, en aquel momento, del grupo inicial sólo quedaban él y los dos españoles que habíamos invitado a nuestra fiesta. Y cuando el vigilante se perdió corriendo colina abajo, los tres salieron tras él, pero mucho más despacio pues la oscuridad era tan grande y la pendiente tan pronunciada que un traspiés hubiera podido significar una caída y huesos rotos, así que el vigilante no tardó en desaparecer de su vista.
Según Hugh, él pensó que la intención del vigilante era zambullirse en el río. Pero lo más probable, dijo Hugh, era que se zambullera en una piedra, que en esa parte abundaban, o que tropezara contra el tronco caído de un árbol, o que terminara incrustado en algunos matorrales. Cuando llegaron abajo encontraron al vigilante sentado en la hierba, esperándolos. Y aquí viene lo más extraño, dijo Hugh, al acercarme por detrás él se dio la vuelta a gran velocidad y en menos de un segundo yo estaba en el suelo, el vigilante encima de mí y sus manos me apretaban la garganta. Según Hugh, todo fue tan rápido que ni tiempo tuvo para sentir miedo, pero lo cierto es que el vigilante lo estaba estrangulando y los dos españoles se habían alejado y no podían verlo ni escucharlo y además a él, con las manos del vigilante alrededor del cuello (unas manos tan diferentes a las que entonces teníamos Hugh y yo, llenas de cortes) no le salía ni un solo sonido de la garganta, no era capaz ni siquiera de gritar socorro, se había quedado mudo.
Me hubiera podido matar, dijo Hugh, pero el vigilante de pronto se dio cuenta de lo que estaba haciendo y lo soltó, le pidió perdón, Hugh pudo verle la cara (había salido la luna otra vez) y se dio cuenta que la tenía, son palabras de Hugh, bañada en lágrimas. Y aquí viene lo más sorprendente del relato de Hugh, pues cuando el vigilante lo soltó y le pidió perdón él también se puso a llorar, según dice porque de pronto recordó a la chica que lo había dejado, la escocesa, de pronto se puso a pensar que nadie lo estaba esperando en Inglaterra (a excepción de sus padres), de pronto comprendió algo que no fue capaz de explicarme o que me explicó de mala manera.
Después llegaron los españoles, estaban fumando un porro y les preguntaron por qué lloraban y ellos, Hugh y el vigilante, se pusieron a reír y los españoles, qué chicos tan sanos y tan sabios, dijo Hugh, comprendieron todo sin que ellos dijeran nada y les pasaron el porro y luego los cuatro volvieron juntos.
¿Y ahora cómo te sientes?, le pregunté a Hugh. Me siento muy bien, dijo Hugh, con ganas de que la vendimia acabe y regresemos a casa. ¿Y qué piensas del vigilante?, le pregunté. No lo sé, dijo Hugh, es asunto tuyo, eres tú la que tiene que pensar en eso.
Cuando terminó el trabajo, una semana después, volví con Hugh a Inglaterra. Mi idea original era viajar al sur otra vez, a Barcelona, pero cuando acabó la vendimia estaba demasiado cansada, demasiada enferma y decidí que lo mejor era ir a Londres a casa de mis padres y tal vez hacerle una visita al médico.
Pasé dos semanas en casa de mis padres, dos semanas vacías, sin ver a ningún amigo. El médico dijo que estaba «físicamente exhausta», me recetó vitaminas y me envió al oculista. El oculista dijo que necesitaba gafas. Poco después me marché al 25 de Cowley Road, Oxford, y le escribí varias cartas al vigilante. Le expliqué todo, cómo me sentía, lo que había dicho el médico, que ahora usaba gafas, que apenas consiguiera dinero pensaba viajar a Barcelona para verlo, que lo quería. Debí de mandar seis o siete cartas en un lapso relativamente corto. No recibí respuesta. Después las clases recomenzaron, conocí a otra persona y dejé de pensar en él.
Alain Lebert, bar Chez Raoul, Port Vendres, Francia, diciembre de 1978. Por aquellos días yo vivía como en el maquis. Tenía mi cueva y leía el Liberation en el bar de Raoul. No estaba solo. Había otros como yo y casi nunca nos aburríamos. Por las noches hablábamos de política y jugábamos al billar. O recordábamos la temporada turística que hacía poco había terminado. Recordábamos las estupideces de los otros, los agujeros de los otros y nos partíamos de la risa en la terraza del bar de Raoul, mirando los veleros o las estrellas, unas estrellas clarísimas que anunciaban la llegada de los meses malos, los meses del trabajo duro y del frío. Después, borrachos, nos largábamos cada uno por su lado, o de dos en dos. Yo: a mi cueva, en las afueras, por la parte de los roqueríos de El Borrado, no tengo ni idea de por qué le llaman así ni me he molestado en preguntarlo, últimamente me noto una tendencia preocupante a aceptar las cosas tal como son. Como iba diciendo: volvía cada noche a mi cueva, solo, caminando como si estuviera ya dormido, y cuando llegaba encendía una vela, no fuera a ser que me hubiera equivocado, en El Borrado hay más de diez cuevas, la mitad de ellas ocupadas, pero nunca me equivoqué. Después me metía en mi saco de dormir El Canadiense Impetuoso Extraprotector y me ponía a pensar en la vida, en las cosas que ocurren a un palmo de tus narices y que a veces comprendes y otras veces, la mayoría, no comprendes, y entonces ese pensamiento me llevaba a otro y ese otro a otro más y después, sin darme cuenta, ya estaba dormido y volando o reptando, qué más da.
Por las mañanas El Borrado parecía una ciudad dormitorio. Sobre todo en verano. Todas las cuevas estaban ocupadas, algunas por más de cuatro personas, y a eso de las diez todo el mundo empezaba a salir, a decir buenos días, Juliette, buenos días Pierrot, y si tú te quedabas dentro de tu cueva, envueltito en tu saco, podías escucharlos ponderar el mar, la luz del mar, y luego un ruido como de perolas, como si alguno estuviera hirviendo agua en una cocina de camping gas, e incluso podías escuchar el ruido de los encendedores que daban fuego y de la arrugada cajetilla de Gauloises que corría de mano en mano, y podías escuchar los ah-ah y los oh-oh y también los u-la-lá, y por supuesto nunca faltaba el imbécil que hablaba del tiempo. Aunque por encima de todo lo que de verdad escuchabas era el ruido del mar, el ruido de las olas que rompían contra el roquerío de El Borrado. Después, a medida que se fue acabando el verano, las cuevas se vaciaron y sólo quedamos cinco y luego cuatro y luego sólo tres, el Pirata, Mahmud y yo. Y ya para entonces el Pirata y yo habíamos conseguido trabajo en el Isobel y el patrón nos dijo que podíamos coger nuestro petate y de plano instalarnos en el camarote de los tripulantes, proposición que fue bien recibida pero que no quisimos llevar a la práctica de inmediato, pues en las cuevas teníamos intimidad y además un espacio propio mientras que abajo del barco era como dormir en un sarcófago y el Pirata y yo nos habíamos acostumbrado a la comodidad de la vida al aire libre.