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¿De qué hablamos? Del maestro, por supuesto, de los días en Saint Elizabeth, de aquel curioso Fenollosa y de la poesía de la dinastía Han y de la dinastía Sui, de Liu Hsiang, de Tung Chung-shu, de Wang Pi, de Tao Chien (Tao Yuan-ming, 365-427), de la poesía de la dinastía Tang, de Han Yu (768-824), de Meng Hao-jan (689-740), de Wang Wei (699-759), de Li Po (701-762), de Tu Fu (712-770), de Po Chu-i (772-846), de la dinastía Ming, de la dinastía Ching, de Mao Tse-tung, en fin, de cosas del maestro Pound que en el fondo ninguno de nosotros conocíamos, ni siquiera el maestro, ¿no?, porque la literatura que él conocía de verdad era la europea, pero qué alarde de fuerza, qué curiosidad tan magnífica la de Pound cuando escarba en esa lengua enigmática, ¿no?, qué fe en la humanidad, ¿verdad? Y también hablamos de poetas provenzales, los de siempre, ya se sabe, Arnaut Daniel, Bertrán de Born, Guiraut de Bornelh, Jaufré Rudel, Guillerm de Berguedá, Marcabrú, Bernart de Ventadorn, Raimbaut de Vaqueiras, el Castellano de Coucy, el enorme Chrétien de Troyes, y también hablamos de los italianos del Dolce Stil Novo, los amiguetes de Dante como quien dice, Ciño da Pistoia, Guido Cavalcanti, Guido Guinizelli, Ceceo Angiolieri, Gianni Alfani, Dino Frescobaldi, pero por encima de todo hablamos del maestro, de Pound en Inglaterra, de Pound en París, de Pound en Rapallo, de Pound prisionero, de Pound en Saint Elizabeth, de Pound de vuelta en Italia, de Pound en el umbral de la muerte…

¿Y después qué pasó? Lo de siempre. Pedimos la cuenta. Insistieron en que yo no colaborara con nada de dinero, pero me negué en redondo, yo también he sido joven y sé que a esa edad, y peor aún si se trata de un poeta, el dinero no abunda, así que puse mi dinero sobre la mesa, suficiente como para pagar todas las consumiciones (éramos unos diez, el joven Belano, ocho amigos suyos, entre ellos dos muchachas preciosas cuyos nombres desgraciadamente he olvidado, y yo), pero ellos, y esto fue, tal vez, ahora que lo pienso, lo único raro de aquella noche, cogieron el dinero y me lo devolvieron y yo volví a poner el dinero sobre la mesa y ellos nuevamente me lo devolvieron y yo entonces les dije muchachos cuando voy a tomar unas copas o unas cocacolas (je je) con mis alumnos nunca permito que éstos paguen, y ésta parrafada la dije con mucho cariño (adoro a mis alumnos y ellos, presumo, me corresponden), pero ellos entonces dijeron: ni se le ocurra, maestro, sólo eso: ni se le ocurra, maestro, y en ese momento, mientras descodificaba esa frase, si se me permite, tan polisémica, observé sus rostros, siete chicos y dos chicas guapísimas, y pensé: no, ellos nunca serían mis alumnos, no sé por qué lo pensé, en realidad habían estado tan correctos, tan simpáticos, pero lo pensé.

Volví a guardar el dinero en mi cartera y uno de ellos pagó la cuenta y después salimos a la calle, hacía una noche preciosa, sin el agobio de los coches y las muchedumbres diurnas, y durante un rato caminamos en dirección a mi hotel, casi como caminar a la deriva, igual nos estábamos alejando, y a medida que avanzábamos (¿pero hacia dónde?), algunos de estos muchachos se fueron despidiendo, me estrechaban la mano y se iban (de sus compañeros se despedían de otra manera, o eso me pareció) y poco a poco el grupo se fue haciendo menos numeroso, y mientras tanto seguíamos hablando y hablábamos y hablábamos o, ahora que lo pienso, tal vez no habláramos tanto, yo rectificaría y diría que pensábamos y pensábamos, pero no lo creo, a esas horas nadie piensa demasiado, el cuerpo pide descanso. Y llegó un momento en que sólo éramos cinco caminando sin rumbo por las calles de México, puede que en el más completo silencio, en un silencio poundiano, aunque el maestro es lo más alejado del silencio, ¿verdad?, sus palabras son las palabras de la tribu que no cesan de indagar, de investigar, de referir todas las historias. Pese a que esas palabras estén circundadas por el silencio, minuto a minuto erosionadas por el silencio, ¿verdad? Y entonces yo decidí que ya era hora de dormir y paré un taxi y les dije adiós.

Lisandro Morales, calle Comercio, enfrente del Jardín Morelos, colonia Escandón, México DF, marzo de 1977. Fue el novelista ecuatoriano Vargas Pardo, un hombre que no se entera de nada y a quien tenía trabajando como corrector en mi editorial, quien me presentó al susodicho Arturo Belano. El mismo Vargas Pardo me había convencido, un año antes, de que podía ser rentable que la editorial financiara una revista en la que colaborarían las mejores plumas de México y Latinoamérica. Le hice caso y la saqué. A mí me dieron el puesto de director honorario y Vargas Pardo y un par de sus amigotes se adjudicaron a dedo el consejo de redacción.

El plan, al menos tal como me lo vendieron, era que la revista apoyaría los libros de la editorial. Ése era el principal objetivo. El segundo objetivo era hacer una buena revista de literatura que prestigiara a la editorial, tanto por sus contenidos como por sus colaboradores. Me hablaron de Julio Cortázar, de García Márquez, de Carlos Fuentes, de Vargas Llosa, de las primeras figuras de la literatura latinoamericana. Yo, siempre prudente, por no decir escéptico, les dije que me conformaba con tener a Ibargüengoitia, a Monterroso, a José Emilio Pacheco, a Monsiváis, a Elenita Poniatowska. Ellos dijeron que por supuesto, que sí, que pronto todos se iban a morir por publicar en nuestra revista. De acuerdo, que se mueran, dije yo, hagamos un buen trabajo, pero no olviden el primer objetivo. Potenciar a la editorial. Ellos dijeron que eso no era ningún problema, que la editorial estaría reflejada en cada página, o en una de cada dos páginas, y que además la revista no tardaría en producir beneficios. Y yo dije: señores, el destino queda en vuestras manos. En el primer número, como es fácil verificar, no apareció ni Cortázar, ni García Márquez, ni siquiera José Emilio Pacheco, pero contamos con un ensayo de Monsiváis y eso, de alguna manera, salvaba a la revista; el resto de las colaboraciones eran de Vargas Pardo, un ensayo de un novelista argentino exiliado en México amigo de Vargas Pardo, dos adelantos de sendas novelas que próximamente publicaríamos en la editorial, un cuento de un compatriota olvidado de Vargas Pardo, y poesía, demasiada poesía. En el apartado de las reseñas, al menos, no tuve nada que objetar, la atención recaía mayoritariamente sobre nuestras novedades, en términos por demás elogiosos.

Recuerdo que hablé con Vargas Pardo después de leer la revista y se lo dije: me parece que hay demasiada poesía y la poesía no vende. No olvido su respuesta: cómo que no vende, don Lisandro, me dijo, fíjese en Octavio Paz y en su revista. Bueno, Vargas, le dije yo, pero Octavio es Octavio, hay lujos que los demás no nos podemos permitir. No le dije, ciertamente, que la revista de Octavio yo no la leía desde hacía siglos, ni rectifiqué el adjetivo «lujo» con que había ornado no el quehacer poético sino su trabajosa publicación, pues en el fondo yo no creo que sea un lujo publicar poesía sino una soberana estupidez. La cosa no fue a más, de todas maneras, y Vargas Pardo pudo sacar el segundo y el tercer número, y luego el cuarto y el quinto. A veces me llegaban voces de que nuestra revista se estaba tornando demasiado agresiva. Yo creo que la culpa de todo la tenía Vargas Pardo, que la utilizaba como arma arrojadiza en contra de quienes lo habían despreciado cuando llegó a México, como el vehículo idóneo para ajustar algunas cuentas pendientes (¡qué rencorosos y vanidosos son algunos escritores!), y la verdad sea dicha, no me preocupaba mayormente. Es bueno que una revista genere polémica, eso quiere decir que se vende, y a mí me parecía un milagro que una revista con tanta poesía se vendiera. A veces me preguntaba por qué al cabrón de Vargas Pardo le interesaba tanto la poesía. Él, me consta, no era poeta sino narrador. ¿De dónde, pues, le venía su interés por la lírica?

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