– ¿Y éste?
– Ocho mexicanos hablando -dijo Lima.
– Ocho mexicanos durmiendo -dijo Lupe.
– Incluso ocho mexicanos contemplando una pelea de gallos invisibles -dije yo-. ¿Y éste?
– Cuatro mexicanos velando un cadáver -dijo Belano.
10 de enero
El viaje hacia El Cuatro fue accidentado. Nos pasamos casi todo el día en la carretera, primero buscando El Cuatro, que según nos habían dicho estaba unos ciento cincuenta kilómetros al norte de Hermosillo, por la carretera federal y luego, al llegar a Benjamín Hill, a la izquierda, hacia el este, por un camino de terracería en el que nos perdimos y volvimos a salir a la federal, pero esta vez unos diez kilómetros al sur de Benjamín Hill, lo que nos llevó a pensar que El Cuatro no existía, hasta que de nuevo nos metimos por la desviación de Benjamín Hill (en realidad para llegar a El Cuatro es mejor coger la primera bifurcación, la que está a diez kilómetros de Benjamín Hill) y dimos vueltas y vueltas por parajes que a veces parecían lunares y a veces exhibían pequeñas parcelas verdes, y que siempre eran desolados, y luego llegamos a un pueblo llamado Félix Gómez y allí un tipo se paró delante de nuestro coche con las piernas abiertas y los brazos en jarra y nos insultó y luego otras personas nos dijeron que para llegar a El Cuatro había que ir por allí y luego girar por allá y luego llegamos a un pueblo llamado El Oasis, que en modo alguno era como un oasis sino que más bien parecía resumir en sus fachadas todas las penalidades del desierto y luego volvimos a salir a la federal y entonces Lima dijo que los desiertos de Sonora eran una mierda y Lupe dijo que si la dejaran conducir a ella ya hacía tiempo que hubiéramos llegado, a lo que Lima respondió frenando en seco y bajándose de su asiento y diciéndole a Lupe que manejara ella. No sé qué pasó entonces, lo cierto es que todos nos bajamos del Impala y estiramos las piernas, a lo lejos veíamos la federal y algunos coches que iban hacia el norte, probablemente hacia Tijuana y los Estados Unidos, y otros hacia el sur, hacia Hermosillo o hacia Guadalajara o hacia el DF, y entonces nos pusimos a hablar del DF, nos pusimos a tomar el sol (a comparar nuestros antebrazos tostados) y a fumar y a hablar del DF y Lupe dijo que ya no echaba de menos a nadie. Cuando lo dijo pensé que era extraño, pero que yo tampoco echaba de menos a nadie, aunque me guardé de decirlo. Luego todos volvieron a subirse, menos yo, que me entretuve lanzando terrones a ninguna parte, lo más lejos que podía, y aunque sentía que me llamaban no giraba la cabeza ni hacía el menor gesto de volver con ellos, hasta que Belano dijo: García Madero, o subes o te quedas, y entonces me di la vuelta y empecé a caminar en dirección al Impala, sin querer me había alejado bastante y mientras regresaba miré el coche de Quim y pensé que estaba bastante sucio, me imaginé a Quim mirando su Impala con mis ojos o a María mirando el Impala de su padre con mis ojos y en efecto, no tenía buena pinta, el color casi había desaparecido bajo la capa de polvo del desierto.
Después volvimos a El Oasis y a Félix Gómez y por fin llegamos a El Cuatro, en el municipio de Trincheras, y allí comimos y le preguntamos al camarero y a los que estaban en la mesa de al lado si sabían dónde quedaba el rancho del ex torero Ortiz Pacheco, pero éstos no lo habían oído nombrar nunca, así que nos dedicamos a vagar por el pueblo, Lupe y yo sin abrir la boca y Belano y Lima hablando hasta por los codos, pero no de Ortiz Pacheco ni de Avellaneda ni de la poeta Cesárea Tinajero, sino de chismes del DF o de libros o de revistas latinoamericanas que habían leído poco antes de emprender este viaje errático, o de películas, en fin, hablaban de cosas que a mí se me antojaron frívolas y a Lupe posiblemente también porque los dos nos mantuvimos silenciosos, y después de mucho preguntar encontramos en el mercado (que a esa hora estaba desierto) a un tipo que tenía tres cajas de cartón llenas de pollitos y que nos supo indicar cómo llegar al rancho de Ortiz Pacheco. Así que volvimos a subirnos al Impala y emprendimos otra vez la marcha.
A mitad del camino que enlazaba El Cuatro con Trincheras debíamos desviarnos a la izquierda, por una pista que pasaba por las faldas de un cerro con forma de codorniz, pero cuando cogimos el desvío todos los cerros, todas las elevaciones, hasta el desierto nos pareció que tenía forma de codorniz, una codorniz en múltiples posiciones, por lo que vagamos por sendas que ni a camino de terracería llegaban, maltratando el coche y maltratándonos a nosotros mismos, hasta que la pista terminó en una casa, una construcción que parecía una misión del siglo XVII que surgiera de pronto de entre la polvareda, y un viejo salió a recibirnos y nos dijo que en efecto aquel era el rancho del torero Ortiz Pacheco, el rancho La Buena Vida, y que él era (pero eso lo dijo después de mirarnos fijamente durante un rato) el torero Ortiz Pacheco en persona.
Aquella noche disfrutamos de la hospitalidad del antiguo matador. Ortiz Pacheco tenía setentainueve años y una memoria que la vida en el campo, según él, en el desierto, según nosotros, había fortificado. Se acordaba perfectamente de Pepe Avellaneda (Pepín Avellaneda, el chaparro más triste que he visto en mi vida, dijo) y de la tarde en que un toro lo mató en la plaza de Agua Prieta. Él estuvo en el velorio, que se realizó en el salón del hotel y por donde pasaron a rendirle un último adiós la práctica totalidad de las fuerzas vivas de Agua Prieta, y en el entierro, que fue multitudinario, un broche negro para unas fiestas homéricas, dijo. Recordaba, por supuesto, a la mujer que iba con Avellaneda. Una mujer alta, como suelen gustarles a los chaparritos, callada, pero no por timidez o discreción, sino callada más bien como imposición, como si estuviera enferma y no pudiera hablar, una mujer de pelo negro, rasgos aindiados, delgada y fuerte. ¿Si era la amante de Avellaneda? De eso no cabía la menor duda. Su santa no, porque Avellaneda estaba casado y su mujer, a la que había abandonado hacía mucho, vivía en Los Mochis, Sinaloa, el torero, según Ortiz Pacheco, cada mes o cada dos meses (¡o cada vez que podía, chingados!) le mandaba dinero. El toreo, entonces, no era como ahora que hasta los novilleros se hacen ricos. Lo cierto es que Avellaneda por entonces vivía con esa mujer. El nombre de ella no lo recordaba, pero sabía que venía del DF y que era una mujer cultivada, una mecanógrafa o una taquígrafa. Cuando Belano nombró a Cesárea, Ortiz Pacheco dijo que sí, ése era su nombre. ¿Era una mujer interesada por los toros?, preguntó Lupe. No lo sé, dijo Ortiz Pacheco, puede que sí, puede que no, pero si alguien sigue a un torero a la larga este mundo acaba por gustarle. En cualquier caso, Ortiz Pacheco sólo había visto a Cesárea dos veces, la última en Agua Prieta, de lo que se deducía que no llevaban mucho tiempo siendo amantes. La influencia que ejerció sobre Pepín Avellaneda, sin embargo, fue notoria, según Ortiz Pacheco.
La noche antes de su muerte, por ejemplo, mientras los dos toreros bebían en un bar de Agua Prieta y poco antes de que ambos se marcharan al hotel, Avellaneda se puso a hablarle de Aztlán. Al principio Avellaneda hablaba como si le estuviera contando un secreto, como si en el fondo no tuviera ganas de hablar, pero a medida que pasaban los minutos se fue entusiasmando cada vez más. Ortiz Pacheco no tenía idea ni siquiera de qué significaba «Aztlán», una palabra que no había oído en su vida. Así que Avellaneda se lo explicó todo desde el principio, le habló de la ciudad sagrada de los primeros mexicanos, la ciudad-mito, la ciudad desconocida, la verdadera Atlántida de Platón, y cuando volvieron al hotel, medio borrachos, Ortiz Pacheco creyó que la culpa de aquellas ideas tan locas sólo podía ser de Cesárea. Durante el velorio ella estuvo sola la mayor parte del tiempo, encerrada en su habitación o en un rincón del salón principal del Excelsior habilitado como pompas fúnebres. Ninguna mujer le dio el pésame. Sólo los hombres, y en privado, pues a nadie se le escapaba que ella era sólo la querida. En el entierro no dijo una palabra, habló el tesorero de la municipalidad que además era, digamos, el poeta oficial de Agua Prieta, y el presidente de la asociación de tauromaquia, pero no ella. Tampoco, según Ortiz Pacheco, se la vio derramar ni una lágrima. Eso sí, se encargó de que el marmolista grabara unas palabras en la lápida de Avellaneda, Ortiz Pacheco no recordaba cuáles, palabras raras en todo caso, del estilo Aztlán, le parecía recordar, y que seguramente inventó ella para la ocasión. No dijo dictó sino inventó. Belano y Lima le preguntaron qué palabras eran esas. Ortiz Pacheco se puso a pensar durante un rato, pero finalmente dijo que las había olvidado.