Y entonces el tal Guillem Piña desenvolvió el paquete que llevaba en las manos y las espadas quedaron desnudas, incluso me pareció ver una luz mortecina en las hojas, ¿de acero?, ¿de bronce?, ¿de hierro?, yo no sé nada de espadas, pero sí que sé lo suficiente como para percibir que no eran de plástico, y entonces adelanté una mano y con la yema de los dedos toqué las hojas, metálicas, claro, y cuando retiré la mano volví a ver el brillo, un brillo débilísimo, que despedían como si se estuvieran despertando, al menos eso hubieran dicho los amigos de Iñaki si éste hubiera tenido el valor o la honradez de pedirles que lo acompañaran, y si éstos lo hubieran acompañado, cosa que dudo, y a mí me pareció demasiada coincidencia, o en todo caso una coincidencia demasiado densa: el sol que se ocultaba tras las montañas y el refulgir de las espadas, y sólo entonces, por fin, pude preguntar (¿a quién?, no lo sé, a Piña, más probablemente al mismo Iñaki) si aquello iba en serio, si el duelo iba a ser en serio, y advertir en voz alta, aunque no muy bien timbrada, que yo no quería problemas con la policía, eso de ningún modo. El resto es confuso. Piña dijo algo en mallorquín. Luego dio a escoger a Iñaki una de las espadas. Éste se tomó su tiempo, sopesando ambas, primero una, después otra, después ambas a la vez, como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa que jugar a los mosqueteros. Las espadas ya no brillaban. El otro, el escritor agraviado (¿pero agraviado por quién, por qué, si todavía no había salido la maldita reseña afrentosa?) esperó hasta que Iñaki hubo escogido. El cielo era gris lechoso y desde las colinas y los huertos del interior bajaba una niebla densa. Mis recuerdos son confusos. Creo haber oído gritar a Quima: aupa, Iñaki, o algo así. Después, de común acuerdo, Piña y yo nos retiramos, reculando. Una ola mansa me mojó las perneras de los pantalones. Recuerdo haber mirado mis mocasines y haber maldecido. También recuerdo la sensación de obscenidad, de ilegalidad, que me produjeron mis calcetines mojados y el ruido que éstos hacían al moverme. Piña se retiró hacia las rocas. Quima se había levantado y acercado un poco hacia los duelistas. Éstos hicieron entrechocar sus espadas. Recuerdo que me senté sobre un montículo y me saqué los zapatos y minuciosamente saqué de éstos, con un pañuelo, la arena mojada. Luego arrojé el pañuelo y me puse a mirar la línea del horizonte, cada vez más oscura, hasta que la mano de Quima se posó en mi hombro y su otra mano puso en mis manos un objeto vivo y húmedo y rispido que tardé en identificar como mi pañuelo que volvía, que me devolvían como una maldición.
Recuerdo que guardé el pañuelo en un bolsillo de la americana. Más tarde Quima diría que Iñaki manejó la espada como un experto y que en todo momento tuvo la pelea a su favor. Pero yo no aseguraría lo mismo. La pelea empezó igualada. Los mandobles de Iñaki eran más bien tímidos, se contentaba con entrechocar la espada con la espada de su adversario. Y retrocedía, siempre retrocedía, yo no sé si por miedo o porque lo estaba estudiando. Los golpes del otro, en cambio, cada vez eran más resueltos, en un momento le lanzó una estocada, la primera de toda la pelea, sujetó la espada y adelantó la pierna derecha y el brazo derecho y la punta de la espada casi tocó las costuras del pantalón de Iñaki. Fue entonces cuando éste pareció despertar del sueño absurdo en que estaba y meterse de sopetón en otro sueño en donde el peligro era cierto. A partir de ese momento sus pasos se hicieron mucho más ágiles, se movía más rápido, siempre retrocediendo, aunque no en línea recta sino en círculos, de tal manera que a veces yo lo veía de frente, otras veces de perfil y otras de espalda. ¿Qué hacían mientras tanto los otros espectadores? Quima estaba sentada en la arena, a mis espaldas, y en ocasiones daba hurras por Iñaki. Piña, en cambio, estaba de pie, bastante retirado del círculo en donde se movían los espadachines y su cara parecía la de alguien acostumbrado a este tipo de cosas y también la cara de alguien que está durmiendo.
Durante un segundo de lucidez tuve la certeza de que nos habíamos vuelto locos. Pero a ese segundo de lucidez se antepuso un supersegundo de superlucidez (si me permiten la expresión) en donde pensé que aquella escena era el resultado lógico de nuestras vidas absurdas. No era un castigo sino un pliegue que se abría de pronto para que nos viéramos en nuestra humanidad común. No era la constatación de nuestra ociosa culpabilidad sino la marca de nuestra milagrosa e inútil inocencia. Pero no es eso. No es eso. Estábamos detenidos y ellos estaban en movimiento y la arena de la playa se movía, pero no por el viento sino por lo que ellos hacían y por lo que nosotros hacíamos, es decir nada, es decir mirar, y todo junto era el pliegue, el segundo de superlucidez. Después, nada. Mi memoria siempre ha sido mediocre, la justita para ir tirando como periodista. Iñaki atacó a su antagonista, éste atacó a Iñaki, me di cuenta que podían estar así durante horas, hasta que las espadas les pesaran en las manos, saqué un cigarrillo, no tenía fuego, miré en todos los bolsillos, me levanté y me acerqué a Quima sólo para enterarme de que ésta había dejado de fumar desde hacía tiempo, un año o un siglo. Por un momento pensé en ir a pedirle fuego a Piña, pero me pareció excesivo. Me senté junto a Quima y contemplé a los duelistas. Seguían moviéndose en círculos aunque sus desplazamientos cada vez eran más lentos. También tuve la impresión de que hablaban entre sí, pero el ruido de las olas ahogaba sus voces. Le dije a Quima que todo junto me parecía una fantochada. De eso nada, me respondió. Luego añadió que le parecía muy romántico. Extraña mujer esta Quima. Mis ganas de fumar se acrecentaron. A lo lejos, Piña se había sentado, como nosotros, en la arena y de sus labios salía una estela de humo azul cobalto. No aguanté más. Me levanté y me dirigí hacia él dando un rodeo, de modo que en ningún momento pudiera estar cerca de la singladura de los duelistas. Desde una colina una mujer nos observaba. Estaba recostada sobre el capó de un coche y con las manos se hacía visera. Pensé que miraba el mar pero luego comprendí que nos miraba a nosotros, naturalmente.
Piña me ofreció su encendedor sin decir nada. Miré su cara: estaba llorando. Yo tenía ganas de hablar pero al verlo se me quitaron las ganas de golpe. Así que volví junto a Quima y volví a mirar a la mujer que estaba sola en lo alto de la colina y también miré a Iñaki y a su contrincante que ya más que cruzar las espadas lo único que hacían era moverse y estudiarse. Al dejarme caer junto a Quima mi cuerpo hizo un ruido de saco lleno de arena. Entonces vi la espada de Iñaki que se levantaba más alto de lo que aconsejaba la prudencia o las películas de mosqueteros y vi la espada de su contrincante que se estiraba hasta situar la punta de ésta a pocos milímetros del corazón de Iñaki y yo creo, aunque esto no es posible, que vi palidecer a Iñaki y oí que Quima decía Dios mío o algo parecido y vi que Piña arrojaba el cigarrillo lejos, hacia la colina, y vi que en la colina ya no había nadie, ni la mujer ni el coche, y entonces el otro retiró la punta de su espada con un movimiento brusco e Iñaki se adelantó y le descerrajó un planazo en el hombro, yo creo que en venganza por el susto que lo había hecho pasar, y Quima suspiró y yo suspiré y lancé unas volutas de humo al aire viciado de aquella playa espantosa y el viento se llevó mis volutas de inmediato, sin tiempo para nada, e Iñaki y su contrincante siguieron dale que te pego, dale que te pego, como dos niños tontos.