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¡Corazón inocente! En aquel momento me hubiera encantado decirle que Belano jamás formó parte del equipo de reseñistas, algo que resultaba evidente con sólo revisar los últimos diez números de la revista. Pero no le dije nada. El gigante la abrazó y la perdonó. La vida siguió su curso. Urget diem nox et dies noctem. Julien Sorel había muerto.

Por aquella época, meses después de que Arturo Belano hubiera salido por completo de nuestras vidas, en un sueño volví a escuchar el aullido que una vez salió de la boca del pozo en el camping de Castroverde. In se semper armatus Furor, como decía Séneca. Desperté temblando. Eran las cuatro de la mañana, lo recuerdo, y en vez de volver a la cama me dediqué a buscar en mi biblioteca el cuento de Pío Baroja, La sima, sin saber muy bien para qué. Lo leí dos veces, hasta que amaneció, la primera lentamente, entorpecido aún por las brumas del sueño, la segunda a gran velocidad y volviendo sobre ciertos párrafos que me parecían altamente reveladores y que no terminaba de comprender. Con lágrimas en los ojos intenté leerlo por tercera vez, pero el sueño venció al gigante y me quedé dormido en el sillón de la biblioteca.

Cuando desperté, a las nueve de la mañana, me dolían todos los huesos y había empequeñecido por lo menos treinta centímetros. Me di una ducha, cogí el libro de don Pío y me marché a la oficina. Allí, nil sine magno vita labore dedit mortalibus, tras despachar unos pocos asuntos urgentes, di órdenes de que no se me molestara y me sumergí de nuevo en las inclemencias de La sima. Cuando terminé cerré los ojos y pensé en el temor de los hombres. ¿Por qué nadie bajó a rescatar al niño?, me dije. ¿Por qué su propio abuelo tuvo miedo?, me dije. ¿Por qué, si lo dieron por muerto, nadie bajó a buscar su cuerpecito, cojones?, me dije. Después cerré el libro y estuve dando vueltas por mi oficina como un león enjaulado, hasta que ya no pude más, me tiré en el sofá, me encogí todo lo que pude y dejé que fluyeran mis lágrimas de abogado, mis lágrimas de poeta y mis lágrimas de gigante, todas juntas, revueltas en un magma ardiente que lejos de aliviarme me empujaban hacia la boca del pozo, hacia la grieta abierta, grieta que pese a las lágrimas (que velaban los objetos de mi oficina) veía con una claridad cada vez mayor y que identificaba, no sé por qué pues no estaba en mi ánimo, con una boca desdentada, con una boca dentada, con una sonrisa pétrea, con un sexo de joven abierto, con un ojo que observaba desde el fondo de la tierra, ojo inocente (de algún modo oscuro) pues yo sabía que el ojo creía que mientras observaba no era observado, situación bastante absurda pues era inevitable que mientras él observaba los gigantes o ex gigantes como yo lo observaran a él. No sé cuánto tiempo estuve así. Después me levanté, entré al lavabo a lavarme la cara y le dije a mi secretaria que cancelara todos mis asuntos para aquel día.

Las semanas siguientes las viví como en un sueño. Todo lo hacía bien, como era mi costumbre, pero ya no estaba dentro de mi piel sino afuera, facies tua computat annos, mirándome y compadeciéndome, autocriticándome acerbamente, burlándome de mi protocolo ridículo, de unos modales y de unas frases huecas que sabía no me iban a conducir a ninguna parte.

No tardé en comprender lo vanas que habían sido todas mis ambiciones, tanto aquellas que rodaban por el laberinto de oro de las leyes, como aquellas que eché a rodar por el precipicio del precipicio de la literatura. Interdum lacrimae pondera vocis habent. Supe lo que Arturo Belano supo desde el primer día que me vio: que yo era un pésimo poeta.

En el amor, por lo menos, todavía funcionaba, es decir todavía se me levantaba, pero mis apetencias cayeron en picado: no me gustaba verme follar, no me gustaba verme moviéndome sobre el cuerpo inerme de la mujer con la que entonces salía (¡pobre desgraciada inocente!) y que no tardé en perder. Poco a poco empecé a preferir a las desconocidas, chicas que recogía en las barras de los bares y de las discotecas abiertas toda la noche y que, al menos inicialmente, podía confundir con la exhibición impúdica de mi antiguo poder de gigante. Algunas, lamento decirlo, podían haber sido mis hijas. Esta constatación, en no pocas ocasiones, la realicé in situ, lo que me llenaba de turbación y ganas de salir al jardín aullando y dando saltos, algo que no hice por respeto a los vecinos. En cualquier caso, amor odit inertes, me acostaba con mujeres y las hacía felices (los regalos que antes prodigaba con los jóvenes poetas comencé a darlos a las jóvenes descarriadas) y la felicidad de ellas retrasaba la hora de mi infelicidad, que era la hora de quedarme dormido y soñar, o soñar que soñaba, con los gritos que escapaban de la boca de la grieta, en una Galicia que toda ella era como el hocico de una fiera salvaje, una boca verde, gigantesca, que se abría hasta una desmesura dolorosa bajo un cielo en llamas, de mundo quemado, calcinado por la Tercera Guerra Mundial que nunca ocurrió, que al menos nunca ocurrió mientras yo estuve vivo, y a veces el lobo era mutilado en Galicia, pero otras veces su martirio estaba enmarcado por paisajes del País Vasco, de Asturias, de Aragón, ¡hasta de Andalucía!, y yo en el sueño, lo recuerdo, solía refugiarme en Barcelona, una ciudad civilizada, pero incluso en Barcelona el lobo aullaba y se desquijaraba y el cielo se rasgaba y todo era irremediable.

¿Quién era el que lo torturaba?

Esta pregunta me la repetí más de una vez.

¿Quién hacía aullar al lobo cada noche o cada mañana, cuando caía exhausto en mi cama o en sillones desconocidos?

Insperata accidunt magis saepe quam quae spes, me dije.

Pensé que era el gigante.

Durante un tiempo procuré dormir sin dormir. Cerrar sólo un ojo. Meterme por los callejones del sueño. Pero sólo llegaba, y tras muchos esfuerzos, hasta la abertura de la sima, nemo in sese tentat descendere, y allí me detenía y escuchaba: mis ronquidos de durmiente inquieto, los ruidos lejanos que el viento traía desde la calle, el rumor sordo que venía del pasado, las palabras carentes de sentido de los campistas atemorizados, el ruido de pisadas de los que daban vueltas alrededor de la sima sin saber qué hacer, las voces que anunciaban la llegada de refuerzos procedentes del camping, el llanto de una madre (¡que a veces era mi propia madre!), las palabras ininteligibles de mi hija, el ruido de las rocas que se desprendían como hojas de guillotinas minúsculas cuando el vigilante bajaba a buscar al niño.

Un día decidí buscar a Belano. Lo hice por mi propio bien, por mi propia salud. La década de los ochenta, que tan nefasta había sido para su continente, parecía habérselo tragado sin dejar ni rastro. De vez en cuando aparecían por la redacción de mi revista poetas que por edad o por nacionalidad podían conocerlo, saber en dónde vivía, qué hacía, pero la verdad es que conforme pasaba el tiempo su nombre se iba borrando. Nihil est annis velocius. Cuando lo comenté con mi hija, obtuve una dirección en el Ampurdán y una mirada de reproche. La dirección correspondía a una casa en la que hacía mucho no vivía nadie. Una noche particularmente desesperada incluso llamé por teléfono al camping de Castroverde. Había cerrado.

Al cabo de un tiempo creí que me acostumbraría a vivir con el gigante desquiciado y con los aullidos que noche tras noche salían de la sima. Busqué la paz, y si no la paz la distracción, en la vida social (que tenía, por culpa de las chicas descarriadas, un tanto abandonada), en la expansión de mi revista, en alguna distinción oficial que la Generalitat por mi condición de emigrante gallego siempre me había mezquineado. Ingrata patria, ne ossa quidem mea habes. Busqué la paz en el trato con los poetas y en el reconocimiento de mis pares. No la encontré. Más bien encontré desolación y resistencia. Encontré mujeres de yeso que pretendían que se las tratara con guante de seda (¡y todas habían rebasado la barrera de los cincuenta!), encontré funcionarios salidos del camping de Castroverde que me miraban como lo que eran, gallegos asustados ante lo irremediable y que sólo me provocaban más ganas de llorar, encontré nuevas revistas que salían a la palestra y cuya existencia ponía a la mía en un jaque permanente. Busqué la paz y no la encontré.

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