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De esta manera, hallándome en uno de estos establecimientos, ocurrió lo que ahora se me figura como la parte central de mi historia. O al menos como la única parte que conserva intacta la felicidad y el misterio de toda mi triste y vana historia. Mortalium nemo est felix, dice Plinio. Y también: felicitas cui praecipua fuerit homini, non est humani iudici. Pero debo ir al grano. Estaba en un camping, ya lo he dicho, por la zona de Castroverde, en la provincia de Lugo, en un lugar montañoso y pletórico en boscajes y matorrales de toda especie. Y leía y tomaba notas y acaudalaba conocimientos. Otium sine litteris mors est et homini vivi sepultura. Aunque puede que yo exagerara. En una palabra (y seamos sinceros): me aburría de muerte.

Una tarde, mientras paseaba por una zona que para un paleontólogo debía de ser sin duda interesante, ocurrió la desgracia que a continuación voy a referir. Vi bajar del monte a un grupo de campistas. No se necesitaba demasiado entendimiento para, tras ver sus caras conmocionadas, comprender que había ocurrido algo malo. Los detuve con un ademán e hice que me dieran el parte. Resultó que el nieto de uno de ellos se había caído por un pozo o sima o grieta del monte. Mi experiencia de abogado criminalista me dijo que había que actuar de inmediato, facta, non verba, así que mientras la mitad de la partida seguía su camino al camping, yo y el resto trepamos por la abrupta colina y llegamos a donde, según ellos, había ocurrido la desgracia.

La grieta era profunda e insondable. Uno de los campistas dijo que su nombre era Boca del Diablo. Otro aseguró que los lugareños afirmaban que allí, en efecto, moraba el demonio o una de sus figuraciones terrenales. Pregunté el nombre del niño desaparecido y uno de los campistas respondió: Elifaz. La situación era extraña de por sí, pero tras la respuesta se tornó francamente amenazadora, pues no todos los días una grieta se traga a niño de tan singular nombre. ¿Conque Elifaz?, dije o susurré. Ése es su nombre, dijo el que había hablado. Los demás, oficinistas y funcionarios incultos de Lugo, me miraron y no dijeron nada. Soy un hombre de pensamiento y reflexión, pero también soy un hombre de acción. Non progredi est regredi, recordé. Me aproximé, pues, al brocal de la grieta y voceé el nombre del niño. Un eco siniestro fue toda la respuesta que obtuve. Un grito, mi grito, que las profundidades de la tierra me devolvieron convertido en su reverso sangriento. Un escalofrío me recorrió el espinazo, pero para disimular creo que me reí, dije a mis compañeros que sin duda aquello era profundo, sugerí la posibilidad de que, atando todos nuestros cinturones, confeccionáramos una rudimentaria cuerda para que uno de nosotros, el más delgado, por supuesto, bajara y explorara los primeros metros de la sima. Conferenciamos. Fumamos. Nadie secundó mi propuesta. Al cabo de un rato, aparecieron los que habían seguido hasta el camping con los primeros refuerzos y los implementos necesarios para el descenso. Homo fervidus et diligens ad omnia est paratus, pensé.

Atamos a un muchachón de Castroverde todo lo bien que pudimos y mientras cinco hombres hechos y derechos sostenían la cuerda, el mozo, provisto de una linterna, comenzó a bajar. Pronto desapareció de nuestra vista. Desde arriba, nosotros le gritábamos ¿qué ves? y desde la profundidad nos llegaba, cada vez más débil, su respuesta: ¡nada! Patientia vincit omnia, advertí y volvimos a insistir. Por no ver, no veíamos ni siquiera la luz de la linterna aunque esporádicamente las paredes de la cueva más próximas a la superficie se iluminaban con un breve chorro de luz, como si el muchachón enfocara por sobre su cabeza para calcular cuántos metros llevaba descendidos. Fue entonces, mientras comentábamos lo de la luz, que oímos un aullido sobrehumano y todos nos asomamos al pozo. ¿Qué ha pasado?, gritamos. El aullido volvió a repetirse. ¿Qué ha pasado? ¿Qué has visto? ¿Lo has encontrado? Nadie, desde el fondo, nos respondió. Unas mujeres se pusieron a rezar. No supe si escandalizarme o profundizar en el fenómeno. Stultorum plena sunt omnia, señaló Cicerón. Un pariente de nuestro explorador pidió que lo izáramos. Los cinco que sujetaban la cuerda fueron incapaces de hacerlo y tuvimos que ayudarlos. El grito que provenía del fondo se repitió varias veces. Finalmente, tras denodados esfuerzos, logramos traerlo a la superficie.

El muchacho estaba vivo y exceptuando algunas magulladuras en los brazos y los vaqueros destrozados no parecía herido. Para mayor tranquilidad, las mujeres le tocaron las piernas. No tenía ningún hueso roto. ¿Qué viste?, le preguntó su pariente. El muchacho no quiso contestar y se llevó las manos a la cara. En ese momento hubiera debido imponer mi autoridad e intervenir, pero mi situación de espectador me mantenía, cómo decirlo, hechizado ante el teatro de sombras y de gestos inútiles. Otros repitieron, con ligeras variantes, la pregunta. Recordé tal vez en voz alta que occasiones namque hominem fragilem non faciunt, sed qualis sit ostendunt. El muchachón, sin duda, era un carácter débil. Le dieron a beber un sorbo de coñac. No opuso resistencia y bebió como si en ello le fuera la vida. ¿Qué viste?, repitió el grupo. Entonces el muchacho habló y sólo lo escuchó su pariente, el cual volvió a hacerle la misma pregunta, como si no diera crédito a lo que sus oídos habían escuchado. El mozo respondió: vi al diablo.

A partir de ese momento la confusión y la anarquía se apoderaron del grupo de rescate. Quot capita, tot sententiae, unos dijeron que desde el camping se había telefoneado a la Guardia Civil y que lo mejor que se podía hacer era esperar. Otros preguntaron por el niño, si el muchachón lo había visto en algún momento del descenso o si lo había escuchado y la respuesta fue negativa. Los más se dedicaron a inquerir sobre la naturaleza del demonio, si lo había visto de cuerpo entero, si sólo su rostro, cómo era, de qué color, etcétera. Rumores fuge, me dije y contemplé el paisaje. Entonces, con otro grupo procedente del camping, apareció el vigilante y el grueso de las mujeres, entre las cuales estaba la madre del desaparecido, quien tardó en enterarse del suceso, anunció a quien quiso escucharla, pues había estado mirando un concurso en la tele. ¿Quién está abajo?, preguntó el vigilante. En silencio le fue indicado el muchachón que aún reposaba en la hierba. La madre, inerme, se acercó en ese instante a la boca de la cueva y gritó el nombre de su hijo. Nadie le respondió. Volvió a gritar. Entonces la cueva aulló y fue como si le respondiera.

Algunos palidecieron. La mayoría se alejó del pozo, temerosos de que una mano de niebla fuera a salir de repente para llevárselos hacia las profundidades. No faltó quien dijera que allí vivía un lobo. O un perro salvaje. A todo esto ya había anochecido y las linternas de cámping gas y las linternas de pila competían en una danza macabra cuyo centro magnético era la herida abierta del monte. La gente lloraba o hablaba en gallego, lengua que mi desarraigo me ha hecho olvidar, señalando con trémulos ademanes la boca de la sima. Aquí no se podía decir cáelo tegitur qui non habet urnam. La Guardia Civil no aparecía. Se imponía, pues, una decisión, aunque el desconcierto era total. Entonces vi al vigilante del camping que se ataba la cuerda en la cintura y comprendí que se disponía al descenso. Lo confieso: su actitud me pareció encomiable y me acerqué a felicitarlo. Xosé Lendoiro, abogado y poeta, le dije mientras estrechaba efusivamente una de sus manos. Él me miró y sonrió como si nos conociéramos de antes. Luego, entre la expectación general, procedió a bajar por aquel pozo infame.

Si he de ser sincero, yo y muchos de los que allí nos congregábamos nos temimos lo peor. El vigilante del camping descendió hasta que se acabó la cuerda. Llegado a este punto todos pensamos que volvería a subir y por un instante, me parece, él tironeó desde abajo y nosotros tironeamos desde arriba y la búsqueda se estancó en una serie innoble de confusiones y gritos. Intenté poner paz, addito salis grano. Si no hubiera tenido la experiencia de los juzgados, aquella brava gente me hubiera echado de cabeza al pozo. Al final, sin embargo, me impuse. Con no poco esfuerzo, conseguimos comunicarnos con el vigilante y descifrar sus gritos. Pedía que soltáramos la cuerda. Así lo hicimos. A más de uno se le heló el corazón al ver desaparecer dentro de la sima el trozo de cuerda que aún sobresalía, como la cola de un ratón en las fauces de una serpiente. Nos dijimos que el vigilante, sin duda, debía de saber lo que hacía.

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