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Un mes después mi madre contrajo matrimonio con el ingeniero. La boda fue en Laguna Beach y asistieron los hijos del ingeniero, uno de mis hermanos y los amigos que mi madre había hecho en California. Vivieron un tiempo en Silverado y luego mi madre vendió la tienda de Laguna Beach y se fueron a vivir a Guadalajara. Yo durante un tiempo no quise moverme de Silverado. Ahora, sin mi madre, la casa parecía mucho más grande y tranquila y fresca que antes. La casa de la señora Schwartz siguió vacía durante un tiempo. Por las tardes cogía el Nissan y me iba a un bar del pueblo y tomaba café o un whisky y releía algunas novelas viejas cuyo argumento había olvidado. En el bar conocí a un tipo que trabajaba en el Parque Forestal e hicimos el amor. Se llamaba Perry y sabía algunas palabras de español. Una noche Perry dijo que mi sexo tenía un olor especial. No contesté y él creyó que me había ofendido. ¿Te he ofendido?, dijo, si te he ofendido perdona. Pero yo estaba pensando en otras cosas, en otros rostros (si es que es posible pensar en un rostro) y no me había ofendido. La mayor parte del tiempo, sin embargo, estaba sola. Cada mes recibía en el banco un cheque de mi madre y los días se me iban en arreglar la casa, barrer, fregar, ir al supermercado, cocinar, lavar los platos, cuidar el jardín. No llamaba a nadie por teléfono y sólo recibía las llamadas de mi madre y, una vez a la semana, las llamadas de mi padre o de algún hermano. Cuando tenía ganas, por las tardes, iba a un bar y cuando no tenía ganas me quedaba en casa leyendo, junto a la ventana, de tal modo que si levantaba la vista podía ver la casa vacía de los Schwartz. Una tarde un coche se detuvo delante y bajó un tipo con americana y corbata. El hombre tenía llaves. Entró y al cabo de diez minutos volvió a salir. No parecía un pariente de los Schwartz. Pocos días después dos mujeres y un hombre volvieron a visitar la casa. Al marcharse una de las mujeres colocó un letrero con el anuncio de que aquella casa estaba a la venta. Después transcurrieron muchos días antes de que alguien fuera a visitarla, pero un mediodía, mientras estaba ocupada en el jardín, escuché los gritos de unos niños y vi a una pareja de treintañeros que entraban en la casa precedidos por una de las mujeres que había estado antes allí. Supe en el acto que se quedarían con la casa y pensé, allí mismo, en el jardín, sin sacarme los guantes, de pie, como una estatua de sal, que a mí también me había llegado la hora de marcharme. Aquella noche escuché a Debussy y pensé en México y luego, no sé por qué, pensé en mi gata Zía y terminé llamando por teléfono a mi madre y diciéndole que me consiguiera un trabajo en el DF, cualquier cosa, que no tardaría en marcharme. Al cabo de una semana mi madre y su flamante marido aparecieron por Silverado y dos días después, un domingo por la noche, volé hacia el DF. Mi primer trabajo fue en una galería de arte de la Zona Rosa. No pagaban mucho, pero el trabajo tampoco era agotador. Después empecé a trabajar en un departamento del Fondo de Cultura Económica, en la sección de Filosofía en Lengua Inglesa, y mi vida laboral se terminó de asentar.

Felipe Müller, sentado en un banco de la plaza Martorell, Barcelona, octubre de 1991. Estoy casi seguro que esta historia me la contó Arturo Belano porque él era el único de entre nosotros que leía con gusto libros de ciencia ficción. Es, según me dijo, un cuento de Theodore Sturgeon, aunque puede que sea de otro autor o tal vez del mismo Arturo, para mí el nombre de Theodore Sturgeon no significa nada.

La historia, una historia de amor, trata sobre una muchacha inmensamente rica y muy inteligente que un buen día se enamora de su jardinero o del hijo de su jardinero o de un joven vagabundo que por azar va a dar con sus huesos a alguna de sus propiedades y se convierte en su jardinero. La muchacha, que además de rica e inteligente es voluntariosa y algo caprichosa, a la primera oportunidad que tiene se lleva al muchacho a la cama y sin saber muy bien cómo ha sido, se enamora locamente de él. El vagabundo, que no es ni de lejos tan inteligente como ella y que carece de estudios, pero que en compensación tiene una pureza angelical, también se enamora de ella, no sin que surjan, como es natural, algunas complicaciones. En la primera fase del romance viven en la lujosa mansión de ella, en donde ambos se dedican a mirar libros de arte, a comer manjares exquisitos, a ver viejas películas y mayormente a hacer el amor durante todo el día. Después residen durante un tiempo en la casa del jardinero de la mansión y después en un barco (puede que en uno de los pontones que navegan por los ríos de Francia, como en la película de Jean Vigo) y después vagan ambos por la vasta geografía de los Estados Unidos montados en sendas Harleys, que era uno de los sueños postergados del vagabundo.

Los negocios de la muchacha, mientras ésta vive su amor, siguen multiplicándose y como el dinero llama al dinero cada día que pasa su fortuna es mayor. Por supuesto, el vagabundo, que no se entera de gran cosa, tiene la suficiente decencia como para convencerla de que dedique parte de su fortuna en obras sociales o de beneficencia (cosa que por otra parte la muchacha siempre ha hecho, por medio de abogados y una red de fundaciones variopintas, pero no se lo dice para que así él crea que lo por iniciativa suya) y luego se olvida de todo, porque en el fondo el vagabundo apenas tiene una idea aproximada del volumen de dinero que se mueve como una sombra tras su amada. En fin, durante un tiempo, meses, tal vez un año o dos, la muchacha millonaria y su amante son indeciblemente felices. Pero un día (o un atardecer), el vagabundo cae enfermo y aunque vienen a verlo los mejores médicos del mundo, nada se puede hacer, su organismo está resentido por una infancia desdichada, una adolescencia llena de privaciones, una vida agitada que el poco tiempo pasado en compañía de la muchacha apenas ha conseguido paliar o endulzar. Pese a los esfuerzos de la ciencia un cáncer terminal acaba con su vida.

Durante unos días la muchacha parece enloquecer. Viaja por todo el planeta, tiene amantes, se sumerge en historias negras. Pero acaba volviendo a casa y al poco tiempo, cuando parece más consumida que nunca, decide emprender un proyecto que de alguna manera ya había empezado a germinar en su mente poco antes de la muerte del vagabundo. Un equipo de científicos se instala en su mansión. En un tiempo récord ésta se transforma doblemente, en la parte interior en un laboratorio avanzado y en la exterior -jardines y casa del jardinero- en una réplica del Edén. Para protegerse de la mirada de los extraños un muro altísimo se levanta alrededor de la propiedad. Entonces empiezan los trabajos. Al poco tiempo los científicos implantan en el óvulo de una puta, que será generosamente retribuida, un clon del vagabundo. Nueve meses después la puta tiene un niño, lo entrega a la muchacha y desaparece.

Durante cinco años la muchacha y un ejército de especialistas cuidan al niño. Pasado este tiempo los científicos implantan en el óvulo de la muchacha un clon de ella misma. Nueve meses después la muchacha tiene una niña. El laboratorio de la mansión se desmonta, los científicos desaparecen y en su lugar llegan los educadores, los artistas-tutores que vigilarán desde una cierta distancia el crecimiento de ambos niños según un plan previamente trazado por la muchacha. Cuando todo está en marcha ésta desaparece y vuelve a viajar, vuelve a las fiestas de la alta sociedad, se mete de cabeza en aventuras riesgosas, tiene amantes, su nombre brilla como el de una estrella. Pero cada cierto tiempo y rodeada del mayor secreto, regresa a su mansión y observa, sin que éstos la vean, el crecimiento de los niños. El clon del vagabundo es una réplica exacta de aquél, la misma pureza, la misma inocencia de la que ella se enamoró. Sólo que ahora tiene todas sus necesidades cubiertas y su infancia es un plácido discurrir de juegos y maestros que lo instruyen en todo lo necesario. El clon de la niña es una réplica exacta de ella misma y los educadores repiten una y otra vez los mismos aciertos y errores, los mismos gestos del pasado.

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