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Estuve hasta las siete de la mañana buscándola. Hasta que salió el sol y la gente comenzó a moverse lentamente hacia sus lugares de trabajo. Aquel día no quise ir a la zapatería. Me acosté, me tapé bien y me puse a dormir. Cuando desperté volví a las calles en busca de mi gata. No la encontré. Una noche soñé con Arturo. Los dos estábamos subidos en lo más alto de un edificio de oficinas, de esos construidos sólo con vidrio y acero, y abríamos una ventana y mirábamos hacia abajo, era de noche, yo no pensaba tirarme, pero Arturo me miraba y decía si tú te tiras yo también lo haré. Quería decirle: imbécil, pero ya no tenía fuerzas ni siquiera para insultarlo.

Un día se abrió la puerta de mi cuarto y vi entrar a mi madre y a mi hermano menor, que había sido soldado del Tsahal y que vivía casi todo el año en Israel. Me trasladaron de inmediato a un hospital de Roma y al cabo de dos días me vi volando en un avión con destino a México. Según supe después mi madre había viajado a Barcelona y entre ella y mi hermano le sacaron mi dirección romana a Daniel, que al principio se negó a dársela.

En México fui ingresada en una clínica particular, en Cuernavaca, y los médicos no tardaron en decirle a mi madre que si yo no ponía algo de mi parte el final era inevitable. Por entonces pesaba cuarenta kilos y apenas podía caminar. Después volví a tomar un avión y fui hospitalizada en una clínica de Los Ángeles. Allí conocí a un médico llamado doctor Kalb del que poco a poco me hice amiga. Pesaba treinta y cinco kilos y por las tardes veía la tele y poca cosa más. Mi madre se instaló en un hotel de Los Ángeles, en el centro, en la calle 6, y todos los días iba a verme. Al cabo de un mes subí de peso y otra vez me puse en los cuarenta kilos. Mi madre se alegró muchísimo y decidió volver al DF, a hacerse cargo de sus negocios. El tiempo en que mi madre no estuvo lo aprovechamos el doctor Kalb y yo para iniciar una amistad. Hablábamos de comida y de tranquilizantes y de otras clases de drogas. De libros no hablamos mucho porque el doctor Kalb sólo leía best-sellers. Hablamos de cine. Había visto muchas más películas que yo y le encantaba el cine de los cincuenta. Por las tardes encendía el televisor y buscaba alguna película para luego comentarla con él, pero la medicina que tomaba hacía que me durmiera a mitad de la película. Cuando se lo decía el doctor Kalb solía contarme la parte que no había visto, aunque por regla general cuando se lo decía ya había olvidado la parte que sí había visto. El recuerdo que tengo de esas películas es raro, imágenes y situaciones tamizadas por la sencilla pero a la vez entusiasta visión de mi médico. Los fines de semana solía aparecer mi madre. Llegaba los viernes por la noche y los domingos por la noche volvía al DF. Una vez me dijo que estaba pensando instalarse definitivamente en Los Ángeles. No en la ciudad misma, sino en algún buen sitio de los alrededores, como Corona del Mar o Laguna Beach. ¿Y qué pasará con la fábrica?, le pregunté. Al abuelo no le hubiera gustado que la vendieras. México se va al carajo, me dijo mi madre, tarde o temprano habrá que vender. A veces aparecía con algún amigo mío al que ella invitaba porque según los médicos, incluido el doctor Kalb, era positivo para mi salud el que viera a «viejos compinches». Un sábado apareció con Greta, una amiga de la prepa a la que no había vuelto a ver desde entonces, otro sábado apareció con un chico al que ni siquiera recordaba. Deberías ser tú la que se trajera amigos, le dije una noche, e intentar pasártelo bien. Cuando le decía estas cosas mi madre se reía, como si no diera crédito a mis palabras o bien se ponía a llorar. ¿No sales con nadie? ¿No tienes novio?, le pregunté. Admitió que se veía con un tipo en el DF, un divorciado como ella, o un viudo, no hice demasiados esfuerzos por sacar algo en claro, supongo que en el fondo no me importaba. Al cabo de cuatro meses llegué a pesar cuarenta y ocho kilos y mi madre comenzó a hacer los preparativos para mi traslado a una clínica mexicana. Un día antes de marcharme el doctor Kalb se despidió de mí. Le di mi teléfono y le rogué que alguna vez me llamara. Cuando le pedí el suyo argüyó no sé qué cambio de residencia para no dármelo. No le creí, pero tampoco se lo eché en cara.

Volvimos al DF. Esta vez me hospitalizaron en una clínica de la colonia Buenos Aires. Tenía una habitación amplia y con mucha luz, una ventana que daba a un parque y una tele con más de cien canales. Por las mañanas me instalaba en el parque y leía novelas. Por las tardes me encerraba en mi habitación y dormía. Un día vino a visitarme Daniel, que acababa de llegar de Barcelona. No se iba a quedar mucho tiempo en México y apenas supo que yo estaba hospitalizada decidió venir a verme. Le pregunté qué tal me encontraba. Dijo que bien, aunque muy delgada. Los dos nos reímos. Por entonces a mí no me dolía reírme, lo que era una buena señal. Antes de que se marchara le pregunté por Arturo. Daniel me dijo que ya no vivía en Barcelona, eso creía, en todo caso desde hacía un tiempo habían dejado de verse. Un mes después pesaba cincuenta kilos y abandoné el hospital.

Mi vida, sin embargo, cambió poco. Vivía en casa de mi madre y no salía a la calle, no porque no pudiera sino porque no quería. Mi madre me regaló su coche viejo, un Mercedes, pero la única vez que lo conduje casi choqué. Cualquier cosa me hacía llorar. Una casa vista desde lejos, los embotellamientos, la gente atrapada en el interior de sus vehículos, la lectura de la prensa diaria. Una noche recibí una llamada telefónica de Abraham desde París en donde estaba exponiendo en una muestra colectiva de jóvenes pintores mexicanos. Quiso hablar de mi estado de salud, pero yo no se lo permití. Terminó hablando de su pintura, de sus progresos, de sus éxitos. Cuando nos dijimos adiós me di cuenta que había conseguido no derramar ni una lágrima. Poco después, coincidiendo con la decisión de mi madre de irse a vivir a Los Ángeles, volví a bajar de peso. Un día, sin haber vendido la fábrica, cogimos el avión y nos instalamos en Laguna Beach. Las dos primeras semanas las pasé en mi viejo hospital de Los Ángeles, sometida a exhaustivos chequeos médicos y luego me reuní con mi madre en una casita de la calle Lincoln, en Laguna Beach. Mi madre ya había estado allí antes, pero una cosa era estar de paso y otra muy distinta la vida diaria. Durante un tiempo, muy de mañana, sacábamos el coche y salíamos a buscar algún otro lugar que nos gustara. Estuvimos en Dana Point, en San Clemente, en San Onofre, y al final terminamos en un pueblo en las estribaciones del Cleveland National Forest, llamado Silverado, como en la película, en donde alquilamos una casa con jardín y dos plantas y en donde compramos un perro policía al que mi madre llamó Hugo, como su amigo que acababa de dejar en México.

Durante dos años vivimos allí. En ese tiempo mi madre vendió la fábrica principal de mi abuelo y yo me vi sometida a periódicas y cada vez más rutinarias visitas médicas. Una vez al mes mi madre viajaba al DF. A su regreso solía traerme novelas, las novelas mexicanas que ella sabía que me gustaban, las viejas novelas de siempre o las nuevas que publicaban José Agustín o Gustavo Sainz o gente más joven que ellos. Pero un día me di cuenta que ya no podía leerlos y poco a poco los libros en español fueron quedando arrinconados. Poco después, sin anunciarlo, mi madre apareció con un amigo, un ingeniero de apellido Cabrera que trabajaba para una empresa que construía edificios en Guadalajara. El ingeniero era viudo y tenía dos hijos un poco mayores que yo que vivían en Estados Unidos, en la Costa Este. Su relación con mi madre era apacible y con visos de ser duradera. Una noche mi madre y yo nos pusimos a hablar de sexo. Le dije que mi vida sexual estaba acabada y tras una larga discusión mi madre se puso a llorar y me abrazó y dijo que yo era su niña y que jamás me dejaría. Por lo demás, casi nunca discutíamos. Nuestra vida se limitaba a leer, a ver la tele (nunca íbamos al cine) y a salidas semanales a Los Ángeles, en donde visitábamos exposiciones o íbamos a conciertos. En Silverado no teníamos amigos, salvo un matrimonio judío octogenario a quienes mi madre conoció, o al menos eso fue lo que me dijo a mí, en el supermercado y con quienes nos veíamos cada tres o cada cuatro días, sólo unos minutos, y siempre en casa de ellos. Según mi madre visitarlos era un deber, pues los viejos podían sufrir un accidente o uno de ellos podía morirse de repente y el otro no sabría qué hacer, algo que yo dudaba pues los viejos habían estado en un campo de concentración alemán durante la Segunda Guerra Mundial y la muerte no les era algo ajeno. Pero mi madre se sentía feliz ayudándolos y no quise llevarle la contraria. Este matrimonio se llamaba señores Schwartz y a nosotras ellos nos llamaban Las Mexicanas.

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