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¿Qué tenemos ahora? ¿Un barco?, dije yo. Exacto, Amadeo, un barco. Y el título, Sión, en realidad esconde la palabra Navegación. Y eso es todo, Amadeo, sencillísimo, no hay más misterio, dijeron los muchachos y yo hubiera querido decirles que me sacaban un peso de encima, eso hubiera querido decirles, o que Sión podía esconder Simón, una afirmación en caló lanzada desde el pasado, pero lo único que hice fue decir ah, caray, y buscar la botella de tequila y servirme una copa, otra más. Eso era todo lo que quedaba de Cesárea, pensé, un barco en un mar en calma, un barco en un mar movido y un barco en una tormenta. Por un momento mi cabeza, les aseguro, era como un mar embravecido y no oí lo que los muchachos decían, aunque capté algunas frases, algunas palabras sueltas, las predecibles, supongo: la barca de Quetzalcoatl, la fiebre nocturna de un niño o una niña, el encefalograma del capitán Achab o el encefalograma de la ballena, la superficie del mar que para los tiburones es la boca del vasto infierno, el barco sin vela que también puede ser un ataúd, la paradoja del rectángulo, el rectángulo-conciencia, el rectángulo imposible de Einstein (en un universo donde los rectángulos son impensables), una página de Alfonso Reyes, la desolación de la poesía. Y entonces, después de beber mi tequila, llené mi copa otra vez y llené la de ellos y les dije que brindáramos por Cesárea y vi sus ojos, qué contentos estaban los pinches muchachos, y los tres brindamos mientras nuestro barquito era zarandeado por la galerna.

Edith Oster, sentada en un banco de la Alameda, México DF, mayo de 1990. En México, en el DF, lo vi sólo una vez, en la entrada de la galería de arte María Morillo, en la Zona Rosa , a las once de la mañana. Yo había salido a la acera a fumarme un cigarrillo y él pasaba por allí y me saludó. Cruzó la calle y me dijo hola, soy Arturo Belano, Claudia me habló de ti. Ya sé quién eres, le dije. Yo entonces tenía diecisiete años y me gustaba leer poesía, pero de él no había leído nada. Ni siquiera entró en la galería. No tenía buen aspecto, parecía que se había pasado toda la noche despierto, pero era guapo. Quiero decir, en ese momento me pareció guapo, sin embargo no me gustó. No era mi tipo. ¿Por qué ha venido a saludarme?, pensé. ¿Por qué ha cruzado la calle y se ha detenido en la puerta de la galería?, pensé. En el interior no había nadie y lo invité a pasar, pero dijo que estaba bien ahí afuera. Los dos estábamos al sol, de pie, yo con un cigarrillo en la mano y él a menos de un metro, como envuelto en una nube de polvo, mirándome. No sé de qué hablamos. Creo que me invitó a tomar un café en el restaurante de al lado y yo le dije que no podía dejar sola la galería. Me preguntó si me gustaba mi trabajo. Es provisional, le dije, la semana que viene lo dejo. Además, pagan muy mal. ¿Vendes muchos cuadros?, dijo. Hasta ahora ninguno, le contesté, y luego nos dijimos adiós y se marchó. No creo que yo le gustara, pese a que después me dijo que desde el primer momento yo le había gustado. En esa época yo estaba gorda o creía que estaba gorda y mis nervios empezaban a salirse de madre. Lloraba por las noches y tenía una voluntad de hierro. También tenía dos vidas o una vida que parecía dos vidas. Por una parte era estudiante de Filosofía y realizaba trabajos ocasionales como aquel de la galería María Morillo, por otra parte militaba en un partido trotskista que subsistía en una clandestinidad que oscuramente sabía propicia para mis intereses, aunque yo no sabía con claridad cuáles eran mis intereses. Una tarde en que repartíamos propaganda a los coches detenidos en un embotellamiento me encontré de golpe con el Chrysler de mi madre. La pobre casi se murió de la impresión. Y yo me puse tan nerviosa que le extendí la hoja ciclostilada y le dije léela y le di la espalda, aunque mientras me alejaba alcancé a oír que me decía ya hablaremos en casa. En casa siempre hablábamos. Diálogos interminables que acababan con recomendaciones médicas, cinematográficas, literarias, económicas, políticas.

Pasaron varios años hasta que volví a ver a Arturo Belano. La primera vez fue en 1976, la segunda fue en ¿1979?, ¿1980? Las fechas no son mi fuerte. Fue en Barcelona, eso no hay quien lo olvide, me había ido a vivir allí con mi compañero, con mi novio, con mi amigo, con mi prometido el pintor Abraham Manzur. Antes había vivido en Italia, en Londres, en Tel-Aviv. Un día Abraham me llamó por teléfono desde el DF y me dijo que me quería, que se iba a vivir a Barcelona y que quería que yo viviera con él. Yo entonces estaba en Roma y no estaba bien. Le dije que sí. Nos dimos una cita romántica en el aeropuerto de París y desde allí viajaríamos en tren hasta Barcelona. Abraham tenía una beca o algo parecido, probablemente sus padres decidieron que no le vendría mal una temporada en Europa y lo subvencionaron. No estoy segura de nada. El rostro de Abraham se me pierde en medio de una nube de vapor cada vez más grande. A Abraham las cosas le iban bien, en realidad siempre le habían ido bien. Tenía exactamente mi misma edad, habíamos nacido el mismo mes del mismo año, pero mientras yo iba de un lado para otro sin saber qué hacer, él tenía las cosas claras y una gran capacidad de trabajo, la energía picassiana, decía, y aunque a veces no se sintiera a gusto, se enfermara y sufriera, siempre era capaz de pintar cinco horas seguidas, ocho horas seguidas cada día, sábado y domingo incluidos. Con él hice el amor por primera vez. Ambos teníamos dieciséis años. Luego nuestra relación tue fluctuante, rompimos varias veces, él nunca secundó mi militancia política, no quiero decir que fuera de derechas sino que no le interesaba la militancia, probablemente no tenía tiempo para eso, yo tuve otros amantes, él empezó a salir con una muchacha llamada Nora Castro Bilenfeld y cuando parecía que se pondrían a vivir juntos se separaron, yo estuve ingresada un par de veces en un hospital, mi cuerpo cambió. Así que tomé un tren a París y estuve esperando a Abraham en el aeropuerto. Al cabo de diez horas me di cuenta de que no iba a venir y salí del aeropuerto llorando, aunque sólo más tarde tuve plena conciencia de haber estado llorando. Aquella noche me metí en un hotel barato de Montparnasse y estuve pensando durante horas en lo que hasta entonces había sido mi vida y cuando mi cuerpo ya no pudo más dejé de pensar y me tiré en la cama, mirando el techo, y luego cerré los ojos y traté de dormir, pero no pude dormir, y así estuve varios días, sin poder dormir, encerrada en el hotel, saliendo sólo por las mañanas, casi sin probar comida, casi sin lavarme, estreñida, con fuertes dolores de cabeza, en una palabra sin ganas de vivir.

Hasta que me quedé dormida. Entonces soñé que viajaba a Barcelona y que el viaje, de una manera misteriosa y enérgica, era como recomenzar mi vida desde cero. Cuando desperté pagué la cuenta y tomé el primer tren con destino a España. Los primeros días viví en una pensión de la Rambla Capuchinos. Fui feliz. Me compré un canario, dos macetas con geranios y varios libros. Pero necesitaba dinero y tuve que llamar a mi madre. Cuando hablé con ella supe que Abraham me había estado buscando como un loco por todo París y que mi familia me daba ya por desaparecida. Mi madre me preguntó si me había vuelto loca. Todavía no, le dije y me reí, no sé por qué, me pareció divertido, mi respuesta me pareció divertida, no el que mi madre me preguntara si me había vuelto loca. Luego le expliqué mi larga espera en el aeropuerto y el plantón de Abraham. Nadie te ha dejado plantada, hijita, dijo mi madre, lo que pasa es que confundiste las fechas. Me pareció extraño que mi madre dijera eso. Sonaba a la versión pública de Abraham Manzur. Dime dónde estás que Abraham ahorita te irá a buscar, dijo mi madre. Le di mi dirección, le dije que me enviara un giro y colgué.

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