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Gaspar Heredia: La cantante de ópera jamás estuvo alojada

LA CANTANTE DE ÓPERA jamás estuvo alojada legalmente en el camping, ni su nombre inscrito en el registro de recepción, ni en su vida pagó una peseta por dormir allí o en cualquier otro lugar. Esto no lo sabían las mujeres de la limpieza, ni los recepcionistas; sólo el Carajillo y yo. Su nombre era Carmen y desde el comienzo de la primavera hasta mediado el otoño pasaba sus días en Z, durmiendo en donde buenamente pudiera y la dejaran, bajo los pilotes de los puestos de helado de la playa o en las casetas de basura de algunos edificios. El Carajillo la conocía bien y parecía quererla, aunque cuando lo interrogaba acerca de ella sus respuestas solían ser ambiguas; debían tener la misma edad y eso, a veces, importa. El sustento se lo ganaba cantando en las terrazas y por las calles del casco antiguo. De su variado repertorio decía que era el único recuerdo que guardaba de los años gloriosos. Su triunfo absoluto se llamaba Ñapóles y databa de una época fastuosa y terrible sobre la que jamás entraba en detalles, pero lo mismo cantaba a Mozart que a José Alfredo Jiménez. La gente la premiaba dándole monedas de cien pesetas. Más que una amistad la relación entre Carmen y la muchacha se asemejaba a un peculiarísimo juramento. A veces parecían madre e hija, o abuela y nieta, a veces dos estatuas puestas por casualidad la una junto a la otra. La muchacha respondía al nombre de Caridad y era la que todas las noches pasaba a la vieja de contrabando bajo la mirada distraída del Carajillo. Ambas compartían una canadiense cerca de las canchas de petanca y tenían por costumbre acostarse tarde y levantarse tarde. No resultaba difícil reconocer desde lejos la parcela de las dos mujeres; la basura, o mejor dicho una serie inclasificable de objetos usados e inútiles, no del todo desechados, se amontonaban formando conos de 30 centímetros de altura a lo largo del perímetro de la tienda, como almenas de una fortaleza miserable. Francamente era milagroso que no llovieran a diario las quejas. Tal vez los vecinos de Caridad eran turistas de paso o ya estaban hartos de hacerse mala sangre sin ningún resultado. En recepción la lista de morosos la encabezaba ella (debía dos meses) y según el peruano pronto le pedirían que abandonara el camping. ¿Y no sería mejor ofrecerle un trabajo? Los recepcionistas lo habían pensado, pero la decisión debía tomarla Bobadilla y éste, al parecer, le tenía miedo a la muchacha. Según el peruano no era infrecuente ver a Caridad armada con un cuchillo. Me negué a creerlo aunque sobre mi incredulidad se impuso una imagen llena de sugerencias: Caridad vagaba por el pueblo (que yo apenas conocía, pues casi no salía del camping) con un cuchillo de cocina debajo de la camiseta, los ojos borrosos contemplando algo que nadie podía atisbar. El cuchillo tenía una historia, según supe después. Caridad llegó al Stella Maris en compañía de un amigo, antes del comienzo de la temporada. Los primeros días se dedicaron a buscar trabajo. En aquel mes llovió como nunca, cuenta el Carajillo (yo estaba en Barcelona y recuerdo vagamente el sonido de la lluvia sobre la ventana de mi cuarto), y ya entonces Caridad empezó a toser y a adquirir su semblante de enferma. No tenían dinero y se alimentaban básicamente de yogures y frutas. A veces se emborrachaban con cerveza y se pasaban todo el día metidos en la tienda, quejándose y arrullándose. Pronto encontraron trabajo en un bar del Paseo Marítimo, los dos en la cocina, fregando platos, pero a los quince días Caridad regresó al camping a media jornada y no volvió a trabajar. Poco después se iniciaron las peleas. Una noche hubo una persecución hasta las cañas, el Carajillo escuchó ruidos desde la recepción y bordeando la piscina fue a ver qué ocurría. Encontró a Caridad llena de rasguños, tumbada en el suelo, inmóvil, casi sin respirar. No estaba muerta, como pensó el Carajillo; tenía los ojos abiertos y miraba la hierba y la tierra arenosa; tardó en darse cuenta que alguien quería ayudarla. Otras veces los gritos provenían de la tienda y quien los escuchaba no podía decir a ciencia cierta si eran de dolor o de felicidad. El muchacho era pálido y siempre iba vestido con camisas de manga larga. Tenía una moto, que era el vehículo con el que habían llegado al camping, pero ya instalados allí raramente la usaron. A Caridad le gustaba caminar, caminar sin rumbo o quedarse absolutamente inmóvil; él tal vez prefería ahorrar el dinero del combustible. Ninguno de los dos pasaba de los veinte y tenían aspecto de desesperados terminales. Una noche ella apareció en la terraza con un cuchillo, sola, y a la mañana siguiente su amigo se marchó del Stella Maris para no volver. Al menos ésa era la versión más difundida, la que había escuchado Bobadilla cuando venía por las tardes a bendecir la marcha del negocio. Caridad pasaba poco tiempo en el camping. Una noche el Carajillo la vio llegar con Carmen y no dijo nada. A la noche siguiente les puso una sola condición para hacer la vista gorda: que la vieja no cantara. En la amistad de las dos mujeres se aliaban a partes iguales el azar y la necesidad: Carmen pagaba los cafés con leche, Caridad ponía la canadiense y un sitio para dormir; durante el resto del día se hacían compañía y derivaban de un rincón de Z a otro. La vieja se desgañitaba cantando, Caridad contemplaba la gente, los parasoles, las mesas cubiertas de refrescos. Ambas odiaban la playa y el sol. En una ocasión la vieja, que era la única que hablaba, me confesó que se bañaban de noche, en los roqueríos, completamente desnudas. ¡La luna es buena para la piel, guapete! De madrugada, mientras escuchaba los ronquidos del Carajillo, imaginaba a Caridad arrodillada en la arena, desnuda, atenta a una tos que parecía surgir del mismo mar. Nunca conseguí que me sonriera, aunque hice todo lo posible. Antes de entrar a trabajar compraba cervezas, bocadillos y patatas fritas en el supermercado de la zona, para poder invitarlas por las noches, en la terraza. Una vez las esperé con un cartón de helado y tres cucharitas de plástico. El helado estaba casi derretido pero igual nos lo tomamos. La vieja agradecía estos detalles pellizcándome el brazo o poniéndome apodos. Para Caridad era como ver una película proyectada en el cielo. Con el paso de los días, el verano aportó una ración completa de turistas sobre Z y cada vez tuve menos tiempo para estar con ellas. Pareció como si con la llegada de la gente se alejaran, caminando hacia atrás, fuera del mundo. Una noche supe que Bobadilla y el peruano las habían puesto en la calle. El Carajillo salió del incidente con una regañina y allí acabó todo. La canadiense estaba ahora en el almacén, en prenda hasta que cancelaran la deuda. Aquella misma noche entré en el almacén sin que nadie me viera y busqué con mi linterna hasta encontrar la tienda, mal puesta en un rincón. Me senté junto a ella y metí los dedos entre los pliegues de la tela. Dentro del almacén olía a gasolina. Pensé que nunca más las vería…

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