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Roberto Bolaño

La Pista De Hielo

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Si he de vivir (que sea sin timón y en el delirio

MARIO SANTIAGO

Remo Morán: Lo vi por primera vez en la calle Bucareli

LO VI POR PRIMERA VEZ en la calle Bucareli, en México, es decir en la adolescencia, en la zona borrosa y vacilante que pertenecía a los poetas de hierro, una noche cargada de niebla que obligaba a los coches a circular con lentitud y que disponía a los andantes a comentar, con regocijada extrañeza, el fenómeno brumoso, tan inusual en aquellas noches mexicanas, al menos hasta donde recuerdo. Antes de que me lo presentaran, en las puertas del Café La Habana, oí su voz, profunda, como de terciopelo, lo único que no ha cambiado con el paso de los años. Dijo: es una noche a la medida de Jack. Se refería a Jack el Destripador, pero su voz sonó evocadora de tierras sin ley, donde cualquier cosa era posible. Todos éramos adolescentes, adolescentes bragados, eso sí, y poetas, y nos reíamos. El desconocido se llamaba Gaspar Heredia, Gasparín para los amigos y enemigos gratuitos. Todavía recuerdo la niebla debajo de las puertas giratorias y los albures que iban y venían. Apenas se vislumbraban los rostros y las luces, y la gente envuelta en aquella estola parecía enérgica e ignorante, fragmentada e inocente, tal como realmente éramos. Ahora estamos a miles de kilómetros del Café La Habana y la niebla, hecha a la medida de Jack el Destripador, es más espesa que entonces. ¡De la calle Bucareli, en México, al asesinato!, pensarán… El propósito de este relato es intentar persuadirlos de lo contrario…

Gaspar Heredia: Llegué a Z mediada la primavera

LLEGUÉ A Z MEDIADA la primavera, una noche de mayo, proveniente de Barcelona. Apenas me quedaba algo de dinero, pero no estaba preocupado pues en Z me esperaba un trabajo. Remo Morán, a quien no veía desde hacía muchos años pero de quien constantemente había tenido noticias, salvo aquel tiempo en que de él nada se supo, me ofreció, por mediación de una amiga común, un trabajo de temporada desde mayo hasta septiembre. Debo aclarar que yo no pedí el trabajo, que ni entonces ni antes intenté ponerme en contacto con él, y que nunca tuve intención de venir a vivir a Z. Es cierto que habíamos sido amigos pero hacía mucho tiempo de eso y yo no soy de los que piden caridad. Hasta entonces vivía en un piso compartido con otras tres personas, en el barrio chino, y las cosas no me iban tan mal como se pudiera imaginar. Mi situación legal en España, salvo los primeros meses, era, por decirlo de una forma suave, desesperada: no tengo permiso de residencia, no tengo permiso de trabajo, vivo en una especie de purgatorio indefinido a la espera de conseguir dinero suficiente para ahuecar el ala o pagar un abogado que arregle mis papeles. Por supuesto, ese día es un día utópico, al menos para los extranjeros que como yo poco o nada poseen. De todas formas no me iba mal. Durante mucho tiempo estuve haciendo trabajos eventuales, desde atender un puesto en la Rambla hasta coser con una Singer destartalada bolsos de cuero para una fábrica pirata, y así comía, iba al cine y pagaba mi habitación. Un día conocí a Mónica, una chilena que tenía una parada en la Rambla, y hablando resultó que ambos, en diferentes épocas de nuestras vidas, yo años antes, ella en Europa y de forma más regular, habíamos sido amigos de Remo Morán. Por ella supe que éste ahora vivía en Z (yo sabía que vivía en España, pero no dónde) y que era imperdonable que en mi situación actual no lo fuera a visitar o que no lo llamara por teléfono. ¡Para pedirle ayuda! Por supuesto, nada hice; la distancia entre Remo y yo me parecía insalvable y tampoco era cuestión de molestar. Así que seguí viviendo o malviviendo, depende, hasta que un día Mónica me contó que había visto a Remo Morán en un bar de Barcelona, y que tras explicarle mi situación éste había dicho que partiera inmediatamente rumbo a Z pues allí podría vivir y trabajar al menos durante la temporada de verano. ¡Morán se acordaba de mí! La verdad, debo reconocerlo, es que no tenía nada mejor y que las perspectivas, hasta ese momento, eran negras como un cubo de petróleo. La propuesta, además, me emocionó. Nada me ataba a Barcelona, acababa de salir del peor resfriado de mi vida (llegué a Z todavía con fiebre), la sola idea de vivir cinco meses seguidos junto al mar me hacía sonreír como un tonto, sólo tenía que coger el tren de la costa y marcharme. Dicho y hecho: metí en la mochila los libros y la ropa y me largué con viento fresco. Todo lo que no cupo lo regalé. Al dejar atrás la Estación de Francia pensé que nunca más volvería a vivir en Barcelona. ¡Atrás y fuera de mí! ¡Sin dolor ni amargura! A la altura de Mataró comencé a olvidar todos los rostros… Pero, claro, eso es un decir, nada se olvida…

Enric Rosquelles: Hasta hace unos años mi carácter era proverbialmente apacible

HASTA HACE UNOS AÑOS mi carácter era proverbialmente apacible; de ello dan fe mis familiares, mis compañeros, mis subordinados, cuantas personas tuvieron ocasión de tratarme un poco. Todos ellos dirán que el individuo menos indicado para verse envuelto en un crimen soy yo. Mis hábitos son ordenados y hasta severos. Fumo poco, bebo poco, casi no salgo de noche. Mi capacidad de trabajo es reconocida: puedo prolongar la jornada laboral hasta alcanzar las dieciséis horas si es necesario y mi rendimiento no decae. A los 22 años obtuve el título de psicólogo y sin falsa modestia debo subrayar que fui uno de los mejores de mi promoción. Actualmente curso estudios de Derecho, carrera que hace tiempo debería haber terminado, lo sé, pero he preferido tomármela con calma. No tengo ninguna prisa. La verdad es que muchas veces he pensado que cometí un error matriculándome en Derecho, qué falta me hacía, ¿no es verdad?, una carrera que a medida que pasaban los años se iba haciendo cada vez más y más pesada. Lo que no significa que vaya a abandonar. Yo nunca abandono. A veces soy lento y a veces soy rápido, mitad tortuga y mitad Aquiles, pero nunca abandono. Por otra parte, anotémoslo, no es fácil trabajar y estudiar al mismo tiempo, y, como ya he dicho, mi trabajo suele ser intenso y absorbente. La culpa, naturalmente, es mía. Era yo quien marcaba el ritmo. Entre paréntesis, permitidme, una pregunta: ¿qué pretendía con todo eso? No lo sé. Los hechos, por momentos, me sobrepasan. A veces pienso que cumplí el peor de los papeles. Otras veces pienso que durante casi todo aquel tiempo anduve con una venda en los ojos. Las noches que últimamente he pasado en vela no han conseguido que encuentre las respuestas. Tampoco han sido propicias las vejaciones y los insultos que según dicen recientemente he debido soportar. Lo único cierto es que comencé a asumir responsabilidades demasiado pronto. Durante un breve y feliz período de mi vida trabajé de psicólogo en un colectivo de niños inadaptados. Allí hubiera debido quedarme pero hay cosas que uno no entiende hasta que han pasado muchos años. Por otra parte creo que es normal que un joven tenga ambiciones, ansias de superación, metas. Yo, al menos, las tenía. De esta manera llegué a Z, poco después de la primera victoria socialista en las municipales. Pilar necesitaba alguien que dirigiera el Área de Servicios Personales y yo fui el escogido. Mi historial no era abultado pero reunía las condiciones necesarias para sacar adelante aquel trabajo delicado, casi experimental en tantos ayuntamientos socialistas. Por supuesto, yo también tengo carnet del partido (del que seré privado pública y ejemplarmente dentro de poco, si es que aún no lo han hecho) aunque eso no tuvo nada que ver con la decisión finalmente acordada: obtuve mi puesto después de ser observado con lupa y los primeros seis meses fueron, amén de inestables, agotadores. Por lo tanto permitidme que desde aquí levante la voz contra aquellos que ahora quieren mezclar a Pilar en este sucio asunto. No me colocó por amistad; aunque después de dos mandatos (en Z adoran a su alcaldesa, chínchense) entre nosotros nació algo que me honro en llamar de esa manera: amistad de compañeros de fatigas y de compañeros de ilusiones, y que en mi caso se hace extensiva a su dignísimo esposo, mi tocayo Enric Gibert i Vilamajó. Ya pueden los chacales disfrazados de periodistas decir lo que quieran. Si acaso hubo alguno, el único pecado de Pilar fue depositar, cada vez más, su confianza en mí. Si observamos el estado de los diversos departamentos antes de mi llegada y, digamos, dos años después, la conclusión es inmediata: yo era el motor del Ayuntamiento de Z, sus músculos y su cerebro. No importaba cuán cansado estuviera, siempre sacaba adelante mi trabajo y en no pocas ocasiones el de los demás. También concité rencores y envidias, incluso entre personas de mi propio círculo. Sé que muchos de mis subordinados secretamente me odiaban. Mi propio carácter, con el paso del tiempo, fue secándose y vaciándose de esperanzas. Confieso que nunca pensé permanecer en Z toda mi vida, un profesional siempre debe aspirar a más; en mi caso me hubiera encantado ser llamado a desempeñar un cargo similar en Barcelona o por lo menos en Gerona. Muchas veces soñé, no me da vergüenza decirlo, que el alcalde de una gran capital me ponía al frente de un arriesgado proyecto de prevención de la delincuencia o de lucha contra la droga. ¡En Z ya lo había hecho todo! ¡Algún día Pilar dejaría de ser alcaldesa y qué iba a ser de mí, ante qué clase de políticos debería arrastrarme! Miedos nocturnos que aplacaba conduciendo cada noche de regreso a casa. Cada noche solo y agotado. Dios mío, cuántas cosas tuve que hacer, cuánto que tragar y digerir a solas con mi alma. Hasta que conocí a Nuria y cayó en mis manos el proyecto del Palacio Benvingut…

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