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Remo Morán: Los policías eran jóvenes y tenían rostros no muy despiertos

LOS POLICÍAS ERAN JÓVENES y tenían rostros no muy despiertos, aunque durante el trayecto uno de ellos dijo ser licenciado en Economía. El otro era mecánico aficionado, un loco del motociclismo; cada vez que podía se escapaba para participar en las carreras de motos que se hacían en Cataluña y Valencia. Los dos estaban casados y tenían hijos. Cuando llegaron a la oficina de Lola no se mostraron tan parlanchines, aunque después de escuchar mi historia y escribir cuatro garabatos en una libretita no precisamente limpia, se miraron como si pensaran que aquel podía ser su día. Decidieron partir de inmediato en dirección al Palacio Benvingut. Para tal efecto solicitaron, un poco nerviosos, mi compañía. Lola no quiso que fuera solo (vaya uno a saber qué se le pasó por la mente) e impuso su presencia en el grupo; ella era, al fin y al cabo, la única capaz de identificar el cadáver. Después de que Lola buscara la ficha de la víctima en un archivo rebosante de papeles, los cuatro partimos hacia el lugar del crimen en el coche patrulla, cosa que luego lamentaría, pues iba a tener que volver a la oficina para recoger mi propio coche y no andaba sobrado de tiempo ni de ganas. En el Palacio Benvingut nada había cambiado, aunque tal vez se hubiera acentuado la estampa de desolación, de otoño prematuro que envolvía la casa y los alrededores. El cadáver seguía allí, pero el reguero de sangre no parecía tan siniestro, ni la sangre tan roja. Lola se internó unos pocos pasos dentro de la pista y la reconoció sin dificultad: Carmen González Medrano, transeúnte. Más tarde aparecieron el jefe de policía, que felicitó públicamente a sus hombres, una especie de forense seguido de tres muchachos de la Cruz Roja, y una chica de unos treinta años que dijo ser la juez comarcal. Esta y Lola se conocían y tuvieron un pequeño altercado acerca de la ficha de la mendiga. La juez quería quedarse con la ficha, a lo que Lola se negó en redondo. Al verlas discutir, las dos jóvenes y enérgicas, pensé que esa era la España que avanzaba a grandes zancadas hacia el futuro. Al lado de ellas, no sé si nostálgicos o dóciles o pacientes, la vieja y yo éramos como dos flechas, una rápida y otra lentísima, disparadas hacia el pasado. Finalmente, por mediación del forense, llegaron a un acuerdo: Lola se quedaría con la ficha y enviaría una fotocopia a la juez. Por mi parte, tuve que repetir la historia un par de veces y cuando ya pudimos irnos no hubo quien nos llevara. Volvimos a Z caminando. Lola estaba un poco pálida aunque muy bonita. Al principio me repitió lo poco que sabía de la muerta, pero terminamos hablando de su reciente viaje a Grecia y de cómo se había portado el niño. Por la tarde, después de varios intentos frustrados de comunicarme con Nuria, decidí acudir a su casa otra vez e informarme sobre su paradero. Abrió la puerta su madre y no me invitó a pasar. Tenía los ojos enrojecidos, no estaba para charlas. Nuria se había marchado a Barcelona. No sabía cuando iba a regresar. En el hotel Alex me esperaba con una noticia bomba: la policía había detenido a Enric Rosquelles como presunto autor del crimen. Tuve que volver a contar la historia que ya había repetido cientos de veces aquella mañana y poco después subí a la habitación, a pensar. Pero lo que hice fue quedarme dormido, sentado en un sofá, y soñar que un grupo de mujeres-pájaro secongregaba afuera, junto al balcón, observándome a través de los cristales mientras sus alas batían silenciosamente el aire caliente y húmedo. Poco a poco las iba reconociendo, allí estaban Lola y Nuria y otras mujeres de Z, aunque los rostros eran borrosos y tal vez me equivocara. En medio, como si fuera la reina del cortejo, aleteaba la mendiga. Sus ojos eran los únicos que me miraban de verdad. Un golpe de viento abrió las ventanas y sentí su voz, justo cuando el grupo de mujeres-pájaro se elevaba a contrapelo de las nubes que cubrían el pueblo. Aun así, la voz de la muerta hacía temblar los cristales de mi balcón. Estaba cantando. La letra de su canto consistía en una única palabra repetida: véngame, véngame, véngame. Querido colega, véngame, véngame, véngame. A punto de despertar me escuché prometerle que eso haría, pero que primero debía encontrar a su asesino. Por la noche, después de ducharme, salí a dar una vuelta rumbo al Stella Maris. Fuera de la recepción, Gasparín, el Carajillo y un cliente en camiseta estaban sentados tomando el fresco. Me quedé un rato con ellos. Luego dije a Gasparín y al Carajillo que me siguieran. Cuando estuvimos solos en los pasajes interiores del camping le pregunté a Gasparín dónde estaba la chica. Dijo que durmiendo, en su tienda de campaña. ¿Sabes dónde la encontramos?, pregunté al Carajillo. Me lo imagino, dijo. Pues olvídalo, dije, o aguántalo hasta que las cosas estén más claras. Por mí no hay ningún inconveniente, dijo el Carajillo, el problema puede surgir cuando la policía la coja. No la van a coger, dije, y si la cogen no nos va a complicar a nosotros en el asunto. ¿La chica es de fiar, no? Gasparín no contestó. Repetí la pregunta. Depende, dijo Gasparín, para algunos es de fiar y para otros no. ¿Para mí, por ejemplo, es de fiar? Sí, dijo Gasparín, creo que sí. También para el Carajillo. ¿Y para ti es de fiar? No lo sé, dijo Gasparín, más bien lo que estoy averiguando es si yo soy de fiar para ella. Acordamos que lo mejor era que él y la chica se mantuvieran alejados de todo el asunto. La policía puede llegar a ti por ella, dije, aunque tal como van las cosas no lo creo. Gasparín estaba ilegal en España y su novia sólo Dios sabía quién era. Cuando volvimos a la recepción el tipo de la camiseta aún estaba allí y se puso a preguntarme detalles sobre los sucesos del Palacio Benvingut. Por él supe que la noticia había salido en TV 3 y que el escándalo iba a traer cola…

Gaspar Heredia: Caridad se adaptó bastante bien a la vida del camping

CARIDAD SE ADAPTÓ bastante bien a la vida del camping, aunque al principio no era fácil notarlo pues casi no hablaba y yo casi no le hacía preguntas. Más que compartir una tienda nos la turnábamos: a la hora en que me iba a dormir ella se despertaba y a la hora en que yo me despertaba ella recién empezaba a tener algo de sueño. Sólo hacíamos una comida juntos, la de la mañana, que para mí era la cena y para ella el desayuno, y que consistía en queso, yogur, frutas, jamón dulce, pan integral, en fin, una dieta pensada para devolverle los colores y que Caridad tomaba a regañadientes. A veces nos encontrábamos en el bar del camping, por pura casualidad, y solíamos beber una cerveza juntos. Hablábamos poco. Pese a ello no tardé en descubrir que su voz era la voz más inquietante que jamás había escuchado. Entrar a gatas en la canadiense y encontrar su olor entre el revoltijo de ropas me producía un placer intenso. Más agradable aun era despertar y encontrarla a unos pasos de la tienda, sentada en el suelo, leyendo un libro alumbrada por una lámpara de camping-gas. Su mala salud, de la que me había hablado la cantante, sólo se manifestaba en frecuentes hemorragias nasales, que Caridad achacaba al sol sin darle mayor importancia. Lo peor era que a veces no se daba cuenta hasta que la sangre comenzaba a gotearle por el mentón, y su rostro, pintado de tal manera, asustaba a quien no estuviera avisado. Cuando esto ocurría, una vez cada 48 horas, se ponía un pañuelo mojado sobre el tabique nasal y se tumbaba de espaldas en la tierra, junto a la tienda, a esperar que pasara. Eran ocasiones que aprovechaba para hablar con ella. Con mucho tacto. Empezaba por el tiempo y acababa con su salud. Por descontado, cada vez que insinué que fuéramos a ver a un médico obtuve rotundas negativas por respuesta. Caridad, lo comprendí más tarde, odiaba los hospitales tanto como las escuelas, los cuarteles de policía y los asilos de ancianos. Nunca la vi sangrar de la boca, ni escupir sangre, por lo que supuse que a este respecto Carmen se había equivocado o había exagerado los males de su amiga animada por el interés que veía en mí. Si tenía padres, hermanos, una familia, es algo que nunca supe. Su pasado era algo guardado en el más estricto silencio, lo que de por sí resultaba curioso en una persona que todavía no cumplía los veinte años. Un día el chico de la moto y ella se encontraron en el bar del camping. Los vi de lejos y preferí no acercarme pero tampoco alejarme demasiado. Conversaron -el chico habló y Caridad de tanto en tanto movió los labios- durante unos diez minutos. Parecían dos baterías recargadas. Luego se separaron, como naves espaciales con singladuras divergentes, y el vacío que quedó temblando en la barra amenazó con tragarse al resto de los parroquianos. Otro día, mientras bebíamos una cerveza, el chico apareció junto a nosotros y se puso a hablar. Lo hacía en castellano pero usando términos que sólo él y Caridad, al parecer, entendían. Antes de marcharse me dedicó una sonrisa que podía significar cualquier cosa. La próxima vez apareció por la recepción, montado en su moto, y dijo que quería hablar conmigo. En realidad sólo deseaba mostrar su agradecimiento por lo que había hecho por Caridad. Está más loca que una cabra, dijo, pero es buena persona. Era de noche y la moto hacía un ruido considerable. Le dije que apagara el motor y la empujara hasta su tienda, y eso hizo. Durante muchos días Caridad y yo no salimos del camping más que para comprar provisiones. No es que lo planeáramos así sino que simplemente, cada uno por motivos diferentes, no teníamos ganas de salir. En lo que a mí concierne esta situación hubiera podido durar siempre, pero el chico de la moto comenzó a venir todas las tardes, ya sin tapujos, directamente a nuestra tienda. Medio dormido lo escuchaba llegar y al poco rato se ponía a hablar con Caridad que a esas horas, si no estaba en el bar, se quedaba sentada afuera, con un libro entre las manos y sin hacer nada, pensando. Una tarde el muchacho llegó con su moto y tras unos minutos de charla a media voz ambos se marcharon. Pensé que no la volvería a ver. Cuando regresaron, a las tres o cuatro de la mañana, yo estaba sentado junto a la barrera metálica, en la entrada del camping, y Caridad me saludó con un gesto de cabeza. Dos días después el chico se marchó del camping y Caridad siguió conmigo. Por aquellas fechas, según el Carajillo, el pueblo andaba revolucionado y nervioso; la estafa del Palacio Benvingut estaba teniendo una resonancia mayor que el crimen del Palacio Benvingut, pero yo no sabía nada; no compraba periódicos, no escuchaba la radio y sólo ocasionalmente veía la televisión en la recepción del camping. Remo vino a verme un par de veces. Intentamos, con la mejor voluntad, hablar de lo que fuera, pero nada nos salió bien. El espectáculo fue lamentable. Ni siquiera nos mirábamos a los ojos. Sólo cuando se puso a recordar machaconamente a México (yo me limité a escuchar) la cosa fue un poco más fluida. Fluida, pero triste. Menos mal que no llegamos al extremo de leernos poemas recientes. Tal vez se debiera, por lo demás, a que no existían poemas recientes. Una noche vi al gordo en la tele: escoltado por dos policías salía de un coche y se perdía tras la puerta de un juzgado. No intentó taparse el rostro con la americana o con las manos esposadas; por el contrario, miraba a la cámara con curiosidad y distancia, como si el negocio no fuera con él y los asesinos y estafadores estuvieran en el otro lado, lejos del alcance del objetivo. Una tarde, mientras dormía, Caridad entró en la tienda, se desnudó e hicimos el amor, más o menos de la misma manera, como si el asunto no fuera con nosotros y los amantes de verdad estuvieran muertos y enterrados. Pero era la primera vez y fue bonito y a partir de entonces empezamos a hablar un poco más, no mucho, pero un poco más sí…

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