Enric Rosquelles: Lamentablemente después de cenar nos fuimos a una discoteca
LAMENTABLEMENTE, DESPUÉS DE CENAR nos fuimos a una discoteca, por imposición de Pilar que de pronto sintió deseos de bailar con su marido, algo que no había sucedido desde hacía mucho y que a todos les pareció fantástico. Menos a mí. Debí coger a Nuria y desaparecer en el acto, pero pensé que ella se merecía una noche de esparcimiento. Por supuesto, mi fallo fue no prever que alguien sacaría el tema del patinaje. La presencia de Nuria lo hacía inevitable y así fue, el momento tan temido llegó mientras contemplábamos desde una mesa cómo la gente hacía el payaso en la pista de baile, sin atrevernos, todavía, a imitarlos. El Concejal de Cultura, o su mujer, qué más da, abrió el fuego preguntando si había "alguna competición a la vista". La respuesta, llena de inocencia, fue afirmativa. Inicialmente los comentarios se limitaron a declaraciones y consejos acerca del pabellón de Z: que quedara bien alto, sobre todo; pero luego, a falta de algo mejor, supongo, se tocó el tema de la dureza y delicadeza del patinaje (una mariposa de acero, dijo a gritos el Concejal de Turismo, muy satisfecho de la metáfora) y allí Nuria no tuvo más remedio que darles la razón y con toda su candorosa energía (pobre Nuria) asegurarles que entrenaba cinco horas diarias como mínimo. ¿En Barcelona?, preguntó mi tocayo Enric Gibert. No, en Z, dijo Nuria con la rotundidad de una losa al cerrarse sobre una sepultura. Mi sepultura. Menos mal que soy un hombre de reflejos rápidos y de inmediato la saqué a bailar. Al alejarnos hacia la pista miré hacia atrás y vi que Pilar me contemplaba fijamente. Los demás reían y hablaban, pero Pilar, que puede a veces ser descuidada y negligente, pero que no tiene un pelo de tonta, no me quitaba de encima unos ojos oscuros y taladradores. Por mí, jamás hubiera regresado a aquella mesa. Estaba sudando, y no precisamente por el baile, algo que nunca se me ha dado bien pero en cuyos misterios me sumergí sin reservas, tal vez para escapar, aunque fuera momentáneamente, de la catástrofe que ya intuía, tal vez para disfrutar la cercanía de Nuria por última vez. La verdad, mal no lo hice. Todos mis antiguos temores se desvanecieron en el tráfago de la pista de baile y creo que estoy en disposición de dar la clave. Es esta: para bailar bien hay que olvidarse del propio cuerpo. Simplemente no existe. Mi cuerpo, con algunos kilos de más y ajeno a la estética al uso, se cimbreaba, botaba, levantaba una pierna, luego otra, luego una pierna y un brazo, luego saltaba o daba media vuelta, y todo sin que yo tuviera nada que ver, al contrario, mi yo verdadero se encontraba en ese momento agazapado detrás de mis globos oculares, basculando la situación, sumando los pro y los contra, intentando en un ejercicio telepático leer los pensamientos de Pilar (reconozco que estaba un poco nervioso), midiendo el alcance de las presumibles preguntas y confeccionando las mejores respuestas. Cuando volvimos a la mesa estaba literalmente empapado en transpiración. Las esposas de ambos concejales se creyeron en el deber de hacer comentarios picantes acerca de mi desconocida afición a bailar que resumieron expresando qué calladito te lo tenías. Acepté agradecido los elogios y las burlas pues me proporcionaban unos segundos adicionales. Pilar, por el contrario, no se mostraba nada locuaz; su marido, poco antes, se había levantado en dirección al lavabo de caballeros y aún no había regresado. Impulsados por mi ejemplo los concejales y sus mujeres se dirigieron a la pista y en la mesa, en la horrible semi penumbra de nuestra mesa, sólo quedamos Pilar, Nuria y yo. Recuerdo que tocaban una música lenta, ¿un bolero?, y que todos aquellos que un momento antes saltaban entre las luces dejaron caer los hombros, repentinamente lánguidos, y se echaron los unos en brazos de los otros. En medio de mi desesperación di gracias al cielo de que ya no estuviéramos bailando pues me habría sabido mal que Nuria reposara su cabeza en mi hombro o en mi pecho (como hacían ahora todas las chicas, incluidas las mujeres de los concejales) apestosos de sudor. Es parte de mi carácter, siempre he intentado dar una buena imagen de mí. Sé que ahora alguno dirá que en cierta ocasión me olían los calcetines o la boca. Mentira. En mi aseo personal he sido y seré una persona puntillosa, incluso maniática, y esto ha sido así desde que era adolescente. Pero a lo que iba: allí estábamos los tres, con la vista puesta en los bailarines como un buen pretexto para no mirarnos a nosotros mismos, y el marido de la alcaldesa sin aparecer. Exagerando, se podría decir que escuchaba la respiración de Pilar, agitadísima, como la mía, pero no es cierto, la música ambiental, como la de todas las discotecas, estaba demasiado fuerte. Cuando me decidí a mirarla, el rostro de Pilar me asustó: era como si su carne, sus facciones, estuvieran siendo chupadas por su calavera, una especie de agujero negro facial en el que sólo sobrevivía un rastro de determinación en la mirada y en las arrugas de la frente. En fin, me di cuenta de que iba a tener problemas. Nuria, estoy dispuesto a jurarlo donde sea, no tenía idea de lo que ocurría. Su semblante, su hermoso y perfecto rostro, sólo mostraba la convulsión producida por la tanda de bailes que acababa de marcarse y nada más. De entre las sombras la figura alta y noble de Enric Gibert reapareció. Sácala a bailar, ordenó Pilar a su marido, sin duda una estratagema para quedarnos solos. Nuria no puso ningún reparo y desde mi silla los vi, primero Nuria, después mi excesivamente ágil tocayo, acercarse a la pista y entrelazar sus brazos. Una bola de calor se instaló en mi estómago. No era el momento para sentir celos y sin embargo los sentí. Mi imaginación se desbocó: veía a Nuria y al marido de la alcaldesa desnudos, acariciándose, veía a todo el mundo haciendo el amor, como si tras un ataque nuclear ya nunca más pudieran abandonar la discoteca y nada refrenara las pasiones y los bajos instintos, todos convertidos en animales calientes, menos Pilar y yo, los únicos fríos, los únicos serenos en medio de la orgía. De pronto, con un sobresalto, me di cuenta de que Pilar estaba hablándome. Presté atención. ¿Dónde está la pista de hielo?, dijo. Intenté vanamente cambiar de tema, incluso mencioné su futuro empleo como diputada y los trastornos que le acarrearía, pero nada, Pilar siguió inquiriendo por la ubicación de la pista de hielo, como si eso importara algo. Qué más da, dije, en algún sitio tiene que entrenarse, ¿no? Ahí Pilar escupió un par de tacos, secos y de grueso calibre, y por un segundo sentí en mi oreja sus labios que expelían raudales de calor a través de la capa de pintura. ¿Dónde, carajo? En el Palacio Benvingut, creí que ya lo sabías, dije. Por debajo de la mesa el tacón del zapato de Pilar se clavó en mi empeine. Debo haber puesto cara de sufrimiento porque Pilar volvió a gritarme al oído otra variedad de groserías. No te pases, susurré. Por suerte en ese momento regresaron los demás. Todos se dieron cuenta, el rostro de Pilar no dejaba lugar a dudas de que algo turbaba la paz mental de nuestra alcaldesa, pero nadie quiso afrontar el hecho, al contrario, parecían más alegres que al principio, sobre todo el marido de la alcaldesa, que no paraba de hacer bromas con y para Nuria, mientras los concejales y sus mujeres estaban a punto de coger una borrachera de campeonato. Sólo de recordar aquellos minutos vuelvo a sudar y a sentirme aplastado. Por descontado, traté de mantener la cabeza erguida y seguir la corriente de alguna de las conversaciones que se desarrollaban en nuestra mesa (Enric, Nuria y la mujer del Concejal de Cultura por un lado, yel Concejal de Cultura, el Concejal de Turismo y su mujer, por el otro) pero me fue imposible entender nada: todo era un caos de risas, de vasos semi vacíos y confundidos, y de onomatopeyas indignas siquiera de ser oídas. Pilar, que aparentemente participaba en la charla del grupo de los concejales, de pronto se levantó, firme y dura como un árbol, y más que con palabras, aunque supongo que algo dijo, con un gesto, me ordenó que fuéramos a bailar. Para mi fortuna la serie de bailes lentos aún continuaba. Y digo para mi fortuna, primero porque estaba verdaderamente cansado, y segundo porque no importaba el tipo de música, de todas maneras Pilar me iba a tener cogido entre sus brazos para que pudiéramos hablar. La verdad, incluso en ese momento, mi admiración y cariño por ella permanecieron incólumes. Dignas de encomio eran su entereza, su capacidad de no doblegarse y su obstinación, virtudes pilarescas al cien por cien. De todos modos, pese a la estima (mutua, estoy seguro), aquel fue el baile más atroz de mi vida. Pilar, con una sonrisa ladeada que no le conocía, me llevaba para donde le daba la real gana y pese a que de tanto en tanto me envaraba y era difícil moverme, finalmente hacía lo que ella quería. No sé si Nuria nos vio o no nos vio, nunca tuve valor para preguntárselo; el espectáculo, ay, debió ser lamentable. En concreto, el interrogatorio de Pilar se centraba en un solo punto: quiénes más conocían la existencia de la pista de hielo. No cuándo la había construido, ni para qué, ni con qué fondos, sino quiénes estaban en el secreto de su existencia. Le aseguré que todos los que habían visto la pista (muy pocos, en realidad) sólo tenían una idea parcial de lo que significaba en su conjunto mi proyecto. Luego le dije que pensaba lanzar la idea en el pleno de septiembre u octubre, una vez acabada la temporada de verano. La pista podía abrirse al público en diciembre, coincidiendo con las navidades, los niños a mitad de precio e inauguración a bombo y platillo. En fin, señalé una gama variadísima de salidas y justificaciones, pero nada consiguió calmarla. Mucho más tarde, cuando todos nos despedimos, Pilar se acercó a darme un beso en la mejilla, como el beso de Judas a Cristo, pensé entonces, y susurró: estás a punto de hundirme, hijo de puta. De todas maneras, me pareció que estaba un poco más tranquila…