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Gaspar Heredia: Desde lejos observé a Carmen y al Recluta en la orilla del mar

DESDE LEJOS OBSERVÉ a Carmen y al Recluta en la orilla del mar, moviendo los brazos, avanzando y retrocediendo, haciendo fintas que estaban más emparentadas con la escritura egipcia que con el enfado, mientras los bañistas, ajenos a su pelea, emprendían el regreso a los hoteles y ellos de golpe quedaban solos, envueltos en una cortina de gotas de agua. Luego, abruptamente, Carmen se alejó de la orilla y no tardó en internarse por el Paseo. El Recluta dio media vuelta y tras un instante de vacilación se sentó en la arena. Las olas eran cada vez mayores. Desde donde yo estaba el Recluta semejaba una roca oscura cubierta de musgosidades aparecida la noche anterior en la playa. No me detuve mucho tiempo. Unos doscientos metros por delante oía la voz de Carmen (a ella era imposible verla entre el flujo metódico de los turistas) cantar "Soy una pastora en Arcadia". Equivocado, pensé que se había detenido y que si seguía avanzando inevitablemente la alcanzaría, pero no fue así. Durante largo rato, guiándome sólo por el canto, seguí a Carmen a través del Paseo Marítimo hasta llegar a la explanada. Poco a poco mi paso se fue adaptando al paso de ella, lento, despreocupado, un paso de reina camino a su castillo. Ahora cantaba "Soy un zorzal herido en las puertas del Infierno" y en los rostros, en algunos de los rostros de los que venían en dirección contraria, era posible observar expresiones de burla, o sonrisas huecas, un brillo que era signo inequívoco del paso de Carmen y de su energía aterrorizante. No voy a demorarme con los detalles de mi persecución. Los hechos se desarrollaron de manera similar a la primera vez que seguí a Caridad. Las calles eran distintas y el ritmo más pausado, pero el destino final era el mismo: el viejo caserón en las afueras de Z. Carmen, eso lo noté cuando abandonábamos el pueblo por la carretera que corría junto al mar, estaba borracha. Cada diez pasos se detenía, sacaba de su bolso una botella y tras un instante, lo que tardaba en beber uno o dos tragos, retomaba la marcha, cada vez más errática y zigzagueante. Por momentos podía oír su voz, traída por la brisa de la tarde que se enroscaba en los requerios, entonando "Soy una campana en la nieve, talán, talán", con fuerza y claridad, casi como un himno religioso. Poco antes de llegar al caserón dejé que se adelantara y me detuve a pensar. ¿Qué era lo que de verdad andaba buscando?, ¿quería, pasara lo que pasara, encontrar a Caridad?, ¿y en el supuesto de hallarla estaba dispuesto a hablarle?, ¿estaba resuelto a confesar lo que sentía por ella? Pensé un buen rato, mientras los coches pasaban sin ninguna precaución por las curvas que conducían a Z o a Y, y finalmente me levanté y me interné por el camino privado sin tener claro mis objetivos ni mis sentimientos. Sólo me sostenía la curiosidad, el deseo de ver otra vez la pista de hielo, y la vaga certeza de que debía proteger a Caridad y a la cantante. Al trasponer el umbral del caserón la Danza del Fuego consiguió borrar todas las elucubraciones. A partir de allí era como estar drogado. A partir de allí el mundo se convertía en algo distinto y las sospechas y temores previos adquirían otra dimensión, se empequeñecían ante el fulgor de la apuesta escondida en aquellas viejas y sólidas paredes. De pie, junto a la pista, el gordo sostenía un cuaderno de notas y una estilográfica. La disposición de las cajas había variado considerablemente desde mi última visita, por lo que tuve que deslizarme pegado a la pared, en dirección al generador para poder observar sin delatarme, desde una posición favorable, el conjunto de la pista. La energía está fallando, dijo el gordo casi sin mover los labios. La patinadora surgió como una exhalación desde un ángulo de la pista que quedaba fuera de mi campo visual y de inmediato volvió a desaparecer. La pareja me hizo pensar en Carmen y en el Recluta discutiendo en la playa; algo en su manera imperturbable de estar en la casa abandonada los hermanaba con ese par de mendigos. ¿Me has oído?, dijo el gordo, la energía está fallando. La patinadora se detuvo en el borde de la pista, junto a él, y sin moverse, o mejor dicho moviendo sólo las caderas y la pelvis, realizó un número de baile que nada tenía que ver, era evidente, con la Danza del Fuego. Los labios del gordo se distendieron beatíficamente. La patinadora, tras este breve intervalo, se inclinó y retomó sus ejercicios sin decir una palabra. El gordo volvió a concentrar su atención en el cuaderno: vaya, vaya, dijo al cabo de un rato, ¿sabes cuánto van a costar las danzas folklóricas de este año? No, ni me interesa, gritó la patinadora. El gordo movió la cabeza varias veces, unas asintiendo y otras negando, y en el espacio que mediaba entre cada afirmación y cada negación fruncía los labios como si fuera a silbar o a besar a alguien en la mejilla. No sé, había algo en el tipo que lo hacía simpático. El rectángulo de la pista parecía más iluminado que la última vez e igualmente el ronroneo del generador, o de los generadores, era mayor, como si la máquina estuviera llegando a su límite y avisara. Qué forma más tonta de despilfarrar el dinero, murmuró el gordo. La chica lo miró de refilón al pasar junto a él, luego elevó el rostro hacia las vigas de donde pendían los reflectores y cerró los ojos. A ciegas su patinaje fue haciéndose progresivamente más lento, pero también más complicado y seguro. En cada giro o en cada cambio se advertía que aquel ejercicio había sido ensayado muchas veces. Finalmente se dirigió hacia el centro de la pista, donde ejecutó un salto con varios giros antes de caer limpiamente y seguir patinando. Bravo, susurró el gordo. Mis conocimientos sobre la materia se reducen a una vez que vi en la televisión de un bar un programa sobre Holiday On Ice y nada más, pero aquello me pareció perfecto. La patinadora seguía sin abrir los ojos e intentó repetirlo. Pero lo que tenía que haber sido una figura estilizada, una T sustentada en la pierna derecha mientras el resto del cuerpo en línea horizontal cortaba la pista en dos mitades iguales, se convirtió en un sobresalto de piernas y brazos y terminó con la patinadora de espaldas sobre el hielo. Justo entonces, en el otro extremo, vi la silueta de Caridad, oculta como yo entre las cajas. ¿Te has hecho daño?, el gordo hizo ademán de invadir la pista pero se contuvo. No, dijo la chica sin intentar levantarse; tendida en cruz, las piernas un poco separadas y el pelo desparramado a modo de almohadilla entre su cabeza y la capa de hielo, en su rostro no se percibían señales de dolor o de disgusto ante el número mal ejecutado. Pero mi atención se hallaba dividida entre la patinadora y la silueta del otro extremo que por momentos, y para mi propio horror, parecía la sombra de una gran rata escuálida y amenazante. ¿Por qué no te levantas? ¿Te sientes bien? De puntillas en el borde de la pista el gordo dejaba traslucir, a fogonazos, toda su aprensión. Estoy bien, de verdad, no deberías hablar tanto, no me puedo concentrar, dijo la patinadora desde el suelo helado. ¿Hablar? Pero si apenas he abierto la boca, dijo el gordo. ¿Y esos papeles que leías en voz alta?, dijo la patinadora. Es parte de mi trabajo, Nuria, no seas tan susceptible, gimoteó el gordo, además no los leía en voz alta. Sí que lo hiciste. Tal vez te comenté un par de cosas, pero nada más, venga, Nuria, levántate, estar ahí tirada te puede hacer daño en la espalda, dijo el gordo. ¿Por qué? Pues porque eso está muy frío, mujer. Ven aquí, ayúdame a levantarme, dijo la patinadora. ¿Qué?, el gordo ensayó una sonrisa compungida. La muchacha permaneció silenciosa, esperando. ¿Quieres que te ayude? ¿No te sientes bien? ¿Te has hecho daño, Nuria? El cuerpo del gordo osciló de forma peligrosa en el filo de la pista. Algo en él evocaba un péndulo. Un aire inquietante de mecanismo de relojería. En el otro extremo la cabeza de Caridad sobresalía entera por encima de las cajas. Ven y tiéndete junto a mí, no está tan frío, dijo la patinadora. ¡Cómo no va a estar frío! Te lo juro, dijo la patinadora. El gordo se dio la vuelta. La cabeza de Caridad desapareció instantáneamente. ¿La habían descubierto? Vamos, deja de jugar y sigue ensayando, dijo el gordo tras escudriñar la oscuridad. La patinadora no contestó. Por detrás de las cajas volvieron a aparecer los pelos en punta de la muchacha del cuchillo. Pensé que era improbable que el gordo la hubiera visto, aunque antes, al volverse de esa manera seguramente esperaba encontrar algo detrás. Ven aquí, dijo la patinadora, no tengas miedo. Ven tú, las palabras del gordo salieron apenas en un hilo de voz. Sin dejar de mirar el techo la patinadora sonrió ampliamente y dijo silabeando de forma muy clara: caguica. El gordo suspiró, exasperado, luego hizo un gesto de desánimo dirigido a nadie en particular pero que le salió del corazón, y dio un corto paseo alrededor de la silla, de espaldas a la patinadora, mirando con disimulo las hileras de cajas. La chica, sin prestarle atención, se sentó sobre el hielo. ¿Qué hora es? El gordo miró el reloj y dijo algo que no entendí. No creo que hubiera pasado nada, salvo una caída o dos, eres muy exagerado, dijo la patinadora. Puede ser, en la voz del gordo había rencor y cariño, tú también eres exagerada. Desde pequeñita, corroboró la patinadora. Mira, el gordo se levantó, feliz, yo no soy tu preparador físico pero sé que después del entrenamiento te hace mal tenderte en el hielo. Estás transpirada y te enfrías. Ya lo sé, soy muy tonta, dijo la patinadora. Te lo digo en serio, Nuria, dijo el gordo. Durante un instante permanecieron en silencio, estudiándose mutuamente, la chica en el centro de la pista, el gordo en el borde de cemento, balanceándose en las puntas de los pies y con las manos en los bolsillos. De pronto la patinadora comenzó a reírse. Me gustaría verte patinar, dijo entre espasmos de hilaridad. Una hilaridad fría y repentina como el hielo. Sería muy divertido, me caería, contestó el gordo. Eso era lo que estaba pensando, los golpes te los llevarías tú, y yo te obligaría a patinar ocho horas diarias, hasta que te quedaras dormido sobre la pista. No creo que fueras tan cruel, dijo el gordo. ¿Qué clase de vestido podrías llevar? Ay, uno azul, con volantes, y sí que sería cruel, tú no me conoces. El gordo asentía y fingía enojarse y de vez en cuando dejaba escapar una carcajada, como impulsada a presión desde muy adentro. Algún día patinaré… para ti, susurró. Eres incapaz, dijo la patinadora. Te lo prometo, Nuria, el gordo movió la mano izquierda en un gesto extraño, como si abriera una puerta o estuviera soñando. Sentada en el hielo la chica lo contemplaba ya sin reírse, atenta, a la expectativa de una declaración, pero el gordo no dijo nada más. De pronto la patinadora hipó. ¿Qué ha sido eso?, dijo el gordo mirando hacia todas partes, menos hacia la pista. Mierda, tengo hipo, dijo la patinadora. Ya ves, te lo advertí, ¿por qué no te levantas? Es de tanto reírme, tú tienes la culpa, dijo la patinadora. Ven, te daré un vaso de agua y se te pasará, dijo el gordo. Eso no funciona conmigo, ¿me vas a hacer beber al revés, no? El gordo la miró con admiración. Era el truco de mi abuela, dijo la patinadora, una vez casi me rompí los dientes. La patinadora y el gordo guardaron silencio mientras esperaban el próximo hipo; incluso la Danza del Fuego parecía haber bajado de volumen. En el otro extremo el cuello de Caridad se alzó por encima de las cajas y ahora podía verse, aunque con dificultad, su busto completo. Estaba mucho más delgada que en el camping, aunque las sombras, el espacio lleno de aristas que la enmarcaba contribuían a extremar su delgadez. El hipo de la patinadora resonó en todos los rincones. Bueno, a mí siempre me ha dado resultado, dijo el gordo. Es que tú eres muy cuidadoso y tomas precauciones para no morder el vaso y romperte un diente, dijo la patinadora. Sólo hay que apoyar los labios en el borde del vaso, eso es todo. ¿Quieres ver cuál es mi método? El gordo permaneció rígido, como si hubiera visto un león en medio de la pista, y luego intentó decir no con la cabeza, pero demasiado tarde. Ya la patinadora chasqueaba las hojas de los patines y comenzaba a deslizarse sobre el hielo hasta llegar adonde el gordo, que la esperaba tembloroso y solícito, con una toalla enorme. Estás fría, dijo el gordo, déjame que te frote un poco. Apaga la cinta, dijo la patinadora. El gordo dejó la toalla colgada en la espalda de la chica y rápidamente cumplió la orden…

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