Enric Rosquelles: Dicen que Benvingut emigró a finales del siglo pasado
DICEN QUE BENVINGUT emigró a finales del siglo pasado, volvió después de la Primera Guerra Mundial y construyó el palacio en las afueras del pueblo, debajo del despeñadero, en la cala que hoy se conoce como cala Benvingut. En el casco antiguo hay una calle con su nombre: carrer Joan Benvingut. Una panadería, una floristería, una cestería y unos pocos pisos viejos y húmedos mantienen la memoria de aquel catalán insigne. ¿Qué hizo Benvingut por Z? Volver, me parece, y convertirse en ejemplo tangible de que un hijo del pueblo podía hacerse rico en las Américas. De antemano aclaro que no soy proclive a esta clase de héroes. Admiro a quienes trabajan y no hacen ostentación de su dinero, admiro a quienes modernizan el país y son capaces de dotarlo de lo necesario por más dificultades que surjan en el camino. Por lo que sé, Benvingut no era nada de todo eso. Hijo de pescadores, de escasa educación, a su regreso se convierte en el cacique de Z y en uno de los hombres más ricos de la provincia. Por supuesto, fue el primero en tener un coche. También fue el primero en instalar en su vivienda una piscina y un sauna. El Palacio está diseñado, en parte, por un famoso arquitecto de aquellos años, López i Porta, un epígono de Gaudí, y por el propio Benvingut, lo que constituye una explicación válida para el carácter laberíntico, caótico, vacilante, de todas y cada una de las plantas. ¿De hecho, cuántas plantas tiene el Palacio Benvingut? Poca gente lo sabe de cierto. Visto desde el mar semeja tener dos y produce, además, la impresión de hundimiento, como si se asentara sobre arenas movedizas y no sobre piedra viva. Desde la entrada principal o desde el camino que atraviesa el jardín solariego el visitante podría jurar que son tres plantas. En realidad tiene cuatro. El engaño radica en la disposición de las ventanas y el desnivel del terreno. Desde el mar se observa la tercera y cuarta planta. Desde la entrada, la primera, la segunda y la cuarta. ¡Cuántas tardes agradables pasé allí con Nuria cuando el proyecto del Palacio Benvingut era tan sólo eso, un proyecto, una posibilidad capaz de insuflar en mi espíritu la poesía y la entrega que creía inherentes al amor! ¡Con cuánta asombrosa felicidad recorrimos las habitaciones, abriendo balcones y armarios, descubriendo patios interiores recoletos y estatuas de piedra veladas por la maleza! Y luego, cansados, al final de la excursión, qué agradable era sentarnos a la orilla del mar y dar cuenta de los bocadillos que Nuria previamente había preparado. (¡Para mí una lata de cerveza, para ella agua mineral en tetrabrik!) Durante estas noches interminables muchas veces me he preguntado qué fue lo que me impulsó a llevarla por primera vez al Palacio Benvingut. La culpa, aparte del amor que lastimosamente procura ser ameno y mete la pata, la tiene la Laguna Azul. Sí, me refiero a la película, la vieja película de Brooke Shields. En honor a la verdad, y como dato curioso, debo decir que toda la familia Martí amaba la Laguna Azul: la madre, Nuria y Laia eran fervientes consumidoras de las aventuras de Brooke y Nick en el Paraíso. ¿Habéis visto la Laguna Azul? Yo me la tragué unas cinco veces, en video, en la salita de estar de su casa, aunque nunca pude percibir cuáles eran sus méritos cinematográficos. La alegría que me producía inicialmente, no la película sino el perfil de Nuria contemplando a aquellos niños asilvestrados, se trocó, a fuerza de quemar la cinta, en inseguridad y miedo. ¡Nuria deseaba vivir, al menos cuando poníamos el maldito video, en la isla de Brooke Shields! Su belleza angelical, su cuerpo perfecto y gimnástico en nada hubieran desmerecido la comparación, el cambio de paisaje. El que quedaba mal parado con la extrapolación era yo. Si Nuria tenía derecho a vivir en aquella isla también tenía derecho a un compañero grácil, fuerte, hermoso, por no decir joven, como el de la película. En aquel reparto, debo admitirlo, yo sólo podía aspirar a ser Peter Ustinov. (En una ocasión Laia dijo, refiriéndose a Ustinov, que era un gordo bueno aunque pareciera un gordo malo. Me sentí aludido. Enrojecí.) ¿Cómo comparar mi gordura, mis desangeladas redondeces, con los bíceps duros de Nick? ¿Cómo comparar mi estatura, por debajo de la media, con el metro ochenta, por lo menos, del rubiales? El asunto, objetivamente, era ridículo. Cualquier otro se hubiera reído de tales temores. Yo, en cambio, sufrí como nunca. La ropa y el espejo se convirtieron en dioses benévolos y terribles. A partir de entonces intenté correr por las mañanas, hacer pesas en el gimnasio, probar dietas de adelgazamiento. La gente del trabajo comenzó a notar algo raro en mí, como si estuviera rejuveneciendo. ¡Tengo una dentadura espléndida! ¡No se me cae el pelo! Consuelos de psicoanalista que yo mismo me daba delante del espejo. ¡Tengo un sueldo extraordinario! ¡Una carrera prometedora! Pero lo hubiera cambiado todo por estar con Nuria y ser como Nick. Entonces pensé que el Palacio Benvingut era como una isla, y llevé a Nuria. La llevé a mi isla. Una buena parte de la fachada y de las dos torres que salen de los anexos están recubiertas de losetas azules. Azul marino en la parte inferior y azul celeste en la superior y en ambas torres. Cuando el sol les da de lleno el paseante puede vislumbrar un brillo azul, una escalinata azul que se levanta hacia las colinas. Primero observamos refulgir el Palacio desde el coche, en un recodo del camino, luego la invité a entrar. ¿Que cómo tenía las llaves? Nada más fácil: desde hacía años el Palacio pertenecía al Ayuntamiento de Z. Temblando, le pedí a Nuria que expresara su opinión. Todo lo encontró maravilloso. ¿Tan bonito como la isla de Brooke Shields? ¡Mucho más! ¡Mucho más! Creí que me iba a desvanecer. Nuria bailaba a lo largo del salón, y saludaba a las estatuas, y se reía todo el rato. El paseo por la casa se prolongó y no tardamos en descubrir, bajo un galpón gigantesco, la legendaria piscina de Joan Benvingut. Cubierta de suciedad como un trapero, la piscina, otrora blanca, pareció reconocerme, saludarme. Quieto, incapaz de romper el encantamiento, permanecí allí mientras Nuria correteaba ya por otras habitaciones. No podía respirar. Yo diría que entonces nació el proyecto, en sus líneas maestras, aunque siempre supe que al final me descubrirían…
Remo Morán: Conocí a Lola en circunstancias extraordinarias
CONOCÍ A LOLA en circunstancias extraordinarias, durante mi primer invierno en Z. Alguien, un alma caritativa o diabólica, alertó a los Servicios Sociales del pueblo y un mediodía luminoso apareció ella por la tienda cerrada. A través de los cristales pudo verme. Yo estaba sentado en el suelo, leyendo, como hacía todas las mañanas, y su rostro, al otro lado de la vitrina, me pareció sereno y magnífico como una mancha solar. Si hubiera sabido que era la asistente social y que venía en función de su trabajo, sin duda no me hubiera parecido tan hermosa. Pero eso lo supe después de levantarme a abrir la puerta y después de decirle que la tienda estaría cerrada hasta mayo. Con una sonrisa que no olvidaré dijo que no quería comprar nada. Su visita estaba motivada por una denuncia. El cuadro, más o menos, era el siguiente: un niño, Alex, sin ir a la escuela; su hermano mayor o su padre, yo, sin hacer nada de provecho salvo leer cuando el sol calentaba los aparadores; una tienda en pleno barrio turístico en peligro de chabolización por culpa de unos sudamericanos desaprensivos. Sin entrar en otro tipo de consideraciones, quien dio el soplo estaba próximo a la ceguera. De inmediato la llevé al Cartago, a pocos pasos de allí, en donde, a salvo de clientes, Alex repasaba por centésima vez la lista de lugares sórdidos de Estambul.
Tras las presentaciones la invitamos a tomar una copa de coñac y después Alex demostró, carnet de identidad en mano, su mayoría de edad. Lola empezó a decir que lo lamentaba muchísimo, que esos errores eran comunes. Entonces le rogué que volviéramos a la tienda para que viera que de chabola nada. Y ya embalado, le mostré los libros que leía, le dije quien era mi poeta catalán favorito, a qué poetas españoles admiraba más, en fin, el maldito rollo de siempre. De todas formas, ella nunca entendió por qué vivíamos en la tienda y no en un piso o en una pensión. De aquel incidente saqué en claro algunas cosas. Primero, que los sudamericanos eran vistos con algo de recelo; segundo, que el Ayuntamiento de Z no quería comerciantes que durmieran en el suelo de sus propios negocios; tercero, que Alex estaba adquiriendo mi acento, lo cual era preocupante. Lola tenía por aquel tiempo unos 22 años, y era voluntariosa e inteligente aunque no demasiado, claro, porque de serlo no se hubiera liado conmigo. ¡Era alegre!, pero también responsable y con una enorme disposición para la felicidad. Creo que no fuimos desdichados. Nos gustamos, empezamos a salir, al cabo de los meses nos casamos, tuvimos un hijo, y cuando el niño cumplió dos años nos divorciamos. Con ella conocí por primera vez el mundo de los adultos, aunque eso lo supe después de separarnos. Yo era un adulto, vivía entre adultos, mis problemas y deseos eran de adulto, reaccionaba como adulto, incluso los motivos de nuestra separación fueron inequívocamente adultos. La resaca subsiguiente fue larga y en ocasiones dolorosa, pero tuvo la ventaja de reintegrarme a una cierta provisionalidad en el fondo anhelada. ¿Ya he dicho que el jefe de Lola era Enric Rosquelles? Mientras vivimos juntos pude forjarme una idea aproximada del sujeto. Repelente. Un pequeño tiranuelo lleno de miedos y manías, convencido de ser el centro del mundo cuando a lo único que llegaba era a gordito asqueroso propenso a los pucheros. El azarquiso que su odio hacia mí fuera natural e instantáneo. Nada hice para alimentar su animadversión (sólo nos vimos tres veces) que sabía irracional y constante. A su manera, solapada, intentó zancadillearme en múltiples ocasiones: vigilando el estricto cumplimiento de los horarios de cierre, buscando fallos en mis licencias fiscales, azuzando a los inspectores de trabajo; pero nada le salió bien. ¿Qué inspiraba tan asidua cacería? Conjeturo que alguna observación banal de mi parte, algún comentario poco delicado, que no advertí, pero que a él debió ofender profundamente. Sospecho que tal comentario se produjo en presencia no sólo de Lola sino del equipo completo de Servicios Sociales de Z. Vagamente recuerdo una fiesta, ¿qué hacía yo allí?, no lo sé, acompañar a Lola, supongo, aunque es raro: ambos teníamos bien delimitadas nuestras respectivas parcelas de amistades, ella tenía a sus amigos del trabajo, entre los que estaba Rosquelles, y yo tenía a Alex y a la gente que iba a beber al Cartago, la tristeza pura. Lo cierto es que posiblemente lo ofendí. Para un tipo de la calaña de Rosquelles una observación tal vez algo maliciosa, tal vez un poco malintencionada, podía alimentar indefinidamente el rencor. En cualquier caso, su antipatía no se salió nunca de los límites burocráticos convencionales. Al menos hasta el verano pasado. Entonces, incomprensiblemente, pareció enloquecer. Su comportamiento se hizo más extravagante de lo habitual y sus subordinados, según me contó Lola, sólo deseaban que llegaran las vacaciones. Su xenofobia antisudamericana tenía un destinatario preciso. Durante muchos días y muchas noches sentí su atareada sombra a mi alrededor, un fru-fru maligno de cerdo alado, como si esa vez la trampa tuviera visos de ser efectiva. La situación era, en cierta manera, interesante y digna de estudio, aunque por aquellas fechas lo único que me interesaba de verdad era Nuria Martí. Qué me importaba a mí que Rosquelles estuviera manifiestamente nervioso y que echara espuma por la boca. El asunto, un triángulo muy original, hubiera podido ser divertido, pero la muerte raramente lo es. Creo que durante todos los años que pasé enterrado en Z había estado preparándome para encontrar el cadáver…