Gaspar Heredia: Después de que el gordo y la patinadora se marcharon
DESPUÉS DE QUE EL GORDO y la patinadora se marcharon decidí quedarme en el caserón hasta que amaneciera. Pero no en el interior, y menos en el galpón de la pista de hielo, sino en los jardines que rodeaban la mansión. Pronto, y manteniendo siempre un andar sigiloso y prudente, encontré un lugar apropiado bajo un árbol frondoso y acogedor en donde me dispuse a esperar las primeras luces del día. Demás está decir que no tenía intención de quedarme dormido, acostumbrado como ya estaba al trabajo nocturno, aunque en algún momento, sin que me diera cuenta, el sueño debió vencerme. Cuando abrí los ojos tenía las piernas agarrotadas y el color del cielo era morado con estrías anaranjadas que parecían estelas de aviones a chorro. El lugar donde me hallaba estaba justo enfrente de la puerta principal del caserón por lo que decidí buscar un sitio más discreto. Tenía la vaga esperanza de ver salir a Caridad y de hablar con ella. Recuerdo que mientras buscaba un lugar donde continuar la espera el corazón me latía demasiado aprisa. Por lo demás, creo que estaba tranquilo. Unas dos horas después, cuando el color del cielo se había transfigurado en un azul deslavado y por el horizonte se acercaban unas nubes gigantescas y oscuras, vi salir a Carmen por la puerta principal. Tenía el aplomo de un ama de casa que va al mercado, la cantante, con su bolsa colgada del brazo, el pelo peinado hacia atrás salvo una especie de flequillo que cubría parte de la frente y de la ceja izquierda; se detuvo en el porche, muy oronda, y miró hacia ambos lados antes de bajar, con seguridad, los escalones. Ya en el jardín volvió a detenerse y su mirada de águila se dirigió hacia el lugar donde yo estaba. Con un gesto de la mano me indicó que la siguiera. Salí de mi escondite y remontamos juntos el camino privado, a paso lento, como si disfrutáramos de la mañana. Carmen no estaba nada sorprendida de haberme encontrado, al contrario, le extrañaba que no hubiera aparecido antes. Daba por sentado que yo estaba "legalmente" enamorado de Caridad y que ésta, tarde o temprano, más temprano que tarde, me correspondería y "todos viviríamos felices". Mientras subíamos la cuesta y poco a poco dejábamos atrás el caserón, comparó la frescura de la mañana con la salud de hierro necesaria para vivir sin amor (e incluso con amor) en estos tiempos difíciles. Una vez más habló de la casa que el Ayuntamiento le conseguiría y, sorpresivamente, me invitó a vivir con ella: necesitaremos un vigilante, dijo entre risas. Un hombre que nos cuide. Yo también me reí: sobre los pinos agarrados de los riscos distinguí unos pájaros que me parecieron enormes y que también se reían. Cuando ante nosotros apareció Z, después de un recodo en el camino, su humor se apagó de golpe. Para remediarlo se puso a hablar de Caridad, pocas cosas sabía de ella, pero sin duda muchas más que yo, por lo que la escuché atentamente. Habló de la simpatía y de la docilidad, de la lógica y de la astucia, mascullando interjecciones y adoptando un tono cada vez más grave. Luego se concentró en el único aspecto que de verdad parecía preocuparle: su falta de apetito. Caridad simplemente había dejado de comer. Desde que la conocía, o sea desde los días en el camping, su dieta consistía únicamente en algunas pastas dulces y en yogur líquido con sabor a fresa. A veces tomaba un café con leche o una cerveza, sobre todo cuando acompañaba a Carmen a trabajar, pero eran excepciones y además no solían sentarle bien: se volvía más hosca y silenciosa de lo que era. En más de una ocasión Carmen la había empujado a comer un bocadillo de jamón, por ejemplo, pero nada. Caridad, o el estómago misterioso de Caridad, sólo admitía donuts, magdalenas, chuchos, palmeras, mantecados, ensaimadas, galletas de coco y demás dulces por el estilo. ¿En qué consistía un desayuno? Caridad no desayunaba ni siquiera un buche de agua. ¿Y un almuerzo? Caridad despertaba a la una de la tarde o a las dos, así que tampoco almorzaba. ¿Y una comida? Una comida consistía en un donut y una magdalena, que cogía de una caja donde ambas guardaban las provisiones y que tenían oculta en una habitación del caserón, a salvo de las ratas y de las hormigas. ¿Y una merienda? Una merienda consistía en un dedal de yogur líquido y nada más. ¿Y la cena? La cena, que solían tomar juntas, consistía generalmente en dos o tres donuts y algunos tragos de yogur líquido. Caridad sentía verdadera pasión por los donuts. También por el yogur líquido. Por supuesto, había adelgazado y ahora hasta podían contársele las costillas, pero era igual, la voluntad de Caridad y su alimentación de pajarito constituían un todo inamovible. Carmen no se explicaba, por más vueltas que le daba al asunto, cómo podía aguantar tanto tiempo a base de una dieta tan chimichurri, pero el caso es que aguantaba y que cada día estaba "más preciosa". Cuando llegamos a las calles de Z la invité a desayunar. Carmen pidió churros con chocolate. El camarero, un adolescente somnoliento que no estaba para bromas, dijo que no tenían, por lo que se conformó con un bizcocho y una cerveza. Hablar demasiado le producía sed. Yo pedí café con leche y dos donuts. Antes de decirnos adiós preguntó si había estado alguna vez en el interior del caserón. Dije que no. Bien hecho, dijo ella, pero no me creyó…
Enric Rosquelles: Al día siguiente de la fiesta en la discoteca
AL DÍA SIGUIENTE de la fiesta en la discoteca apareció la maldita vieja como una tromba en mi oficina del Ayuntamiento. La mañana era tranquila, como envuelta en una toalla mojada y silenciosa, una mañana otoñal, aunque la tranquilidad era sólo aparente, o mejor dicho estaba únicamente en un lado de la mañana, en el lado izquierdo, por poner un ejemplo, mientras en el lado derecho hervía el caos, un caos que sólo yo escuchaba y percibía. Ateniéndome a los hechos debo decir que desde el momento en que abrí los ojos comencé a sentirme inquieto, como si hasta en el aire de mi cuarto fuera posible oler la desgracia. Esta sensación, que no me era desconocida, después de ducharme y desayunar, y luego mientras viajaba en coche rumbo a Z, se fue atenuando considerablemente, pero los aspectos irracionales del problema seguían allí, en el coche y después en la oficina, no sé si me explico, con la leve forma de un presentimiento. Vaya, me parecía advertir segundo a segundo el envejecimiento de las cosas y de las personas, todos atrapados en una corriente de tiempo que sólo conducía a la miseria y a la tristeza. Entonces la puerta del despacho se abrió con un golpe sordo y apareció la vieja seguida por mi secretaria que entre afligida y enojada intentaba hacerla volver a la antesala. La vieja, menuda y con el pelo cortado en forma dispareja, clavó sus ojillos en mí, en un reconocimiento rápido e intenso, antes de anunciar que tenía algo que decirme. Al principio ni siquiera me levanté, estaba demasiado concentrado en mis propias intuiciones como para darle importancia a un hecho que, dentro de lo que cabe, no era anormal en mi trabajo. Un porcentaje alto de usuarios piensan que acudiendo al jefe encontrarán una solución efectiva a sus problemas. En casos así lo que hago es enviarlos, con alguna palabra amable y mucha paciencia, a los despachos instalados en el barrio de M, en donde encontrarán la ayuda de nuestras asistentes y educadoras. A punto estaba de hacerlo cuando la vieja, tras verificar que era yo y no otro quien la miraba tranquilamente desde el otro lado de la mesa, pronunció en voz baja y guiñándome un ojo su frase talismán: quería discutir conmigo o con la alcaldesa el asunto de la pista de hielo. Todo lo que había sospechado y temido a lo largo de la mañana afloró de golpe, se corporeizó, como si estuviera presenciando una película de ciencia-ficción, con una fuerza demoledora. No exagero si digo que poco faltó para que me echara a temblar. No obstante, en un ejercicio de autodominio, conseguí que los nervios no me delataran y fingiendo un súbito y divertido interés pedí a mi secretaria que nos dejara solos. Ésta soltó a la vieja, a la que tenía cogida del brazo, y me miró como si no diera crédito a sus oídos. Tras repetirle la orden se marchó cerrando la puerta. La famosa discusión que ahora dicen que tuve con la vieja es, por supuesto, una mentira, una más de las muchas que se han dicho. Desde la mesa de mi secretaria no se puede escuchar nada de cuanto se dice en mi oficina, a menos que se hable a gritos, y puedo asegurar que no hubo gritos, ni amenazas, ni chillidos. La puerta en todo momento permaneció cerrada. Mi estado de ánimo, como es fácil de suponer, era de lo peor que pueda imaginarse. El término agotado describe con bastante precisión la actitud que adopté en presencia de la vieja; ésta, por el contrario, parecía poseída por una vitalidad y energía desbordantes. Mientras hablaba, a veces con un timbre normal y a veces en susurros, era capaz de mover las manos de forma tal que invariablemente recordaba una película de faraones y pirámides. Entendí, en medio de la vorágine de despropósitos, que quería un piso de protección oficial, una "pensión o una ayuda", un trabajo para un monstruo innominado. Dije que nada de aquello estaba en mis manos. Exigió entonces la presencia de la alcaldesa. De alguna manera nos asociaba a ambos con la existencia de la pista de hielo. Pregunté qué pensaba sacar de una entrevista con la alcaldesa y su respuesta confirmó mis temores: según la vieja, Pilar sería más receptiva a sus demandas. Dije entonces que no era necesario, que ya vería yo de arreglar algo su situación y acto seguido saqué mi billetera y le di diez mil pesetas que la vieja guardó en su bolso de inmediato. A continuación, procurando que mi voz sonara distendida, le expliqué que por el momento nada se podía hacer con respecto al piso de protección oficial, que cuando acabara el verano, digamos a mediados de septiembre, ya vería la manera de encontrarle algo. La vieja inquirió por su pensión. Saqué una hoja y le tomé algunos datos: el problema, expliqué, era exactamente el mismo que con respecto al piso, hasta que los funcionarios no volvieran de vacaciones no había nada que hacer. La vieja permaneció pensativa durante un rato, y poco después me di cuenta que, al menos de momento, el asunto había quedado en suspenso. Antes de despedirse dijo que con este trato ella echaba borrón y cuenta nueva a nuestros antiguos conflictos. Sin poder ocultar mi sorpresa le aseguré que difícilmente podíamos haber tenido algún problema puesto que era la primera vez que nos veíamos. La vieja, entonces, se puso a hacer memoria y resultó que hacía años había aparecido por los Servicios Sociales. Rememoró lo pasado con palabras claras y lúcidas que me hicieron temblar de pies a cabeza. Quiero que lo entiendan: yo estaba sentado detrás de la mesa y la maldita bruja, con palabras llenas de aceite y filos, fue componiendo una imagen en medio de la cual únicamente existíamos ella y yo, y ambos sin posibilidad de escapar. Pero ahora borrón y cuenta nueva, dijo con los ojos brillantes. Asentí moviendo la cabeza. Tenía el convencimiento de que no había podido engañarla con ninguna de mis mentiras. Me sentí, como cualquiera de ustedes, atrapado…