Remo Morán: Admito que en mayo di trabajo a Gaspar Heredia
ADMITO QUE EN MAYO di trabajo a Gaspar Heredia, Gasparín para los amigos, mexicano, poeta, indigente. Aunque no quería confesármelo, en el fondo aguardaba su llegada con impaciencia y nerviosismo. Sin embargo, cuando apareció en la puerta del Cartago a duras penas lo reconocí. Los años no habían pasado en balde. Nos dimos un abrazo y allí acabó todo. Muchas veces he pensado que si entonces hubiéramos hablado o dado un paseo por la playa y luego bebido una botella de coñac llorando, o si nos hubiéramos reído hasta el amanecer, otro gallo cantaría ahora. Pero después del abrazo una placa de hielo se instaló en mi rostro y fui incapaz de hacer un mínimo gesto de amistad. Lo sabía desamparado, pequeño y solo, retrepado en un taburete junto a la barra y nada hice. ¿Tuve vergüenza? ¿Qué clase de monstruos levantó su repentina presencia en Z? No lo sé. Tal vez creí ver un fantasma y en aquellos días los fantasmas me desagradaban profundamente. No, ahora ya no. Ahora, por el contrario, alegran mis tardes. Cuando salimos del Cartago eran más de las doce de la noche y ni siquiera fui capaz de iniciar un conato de conversación. De todas maneras, en su silencio noté que se sentía feliz. En la recepción del camping el Carajillo miraba la tele y no nos vio. Seguimos de largo. La tienda de campaña canadiense en la que a partir de entonces viviría estaba plantada en un sitio apartado, junto a la cabaña de las herramientas. Era necesario procurarle un mínimo de silencio, puesto que dormiría de día. A Gasparín todo le pareció perfecto, con su voz profunda dijo que sería como vivir en el campo. Hasta donde sé, nunca ha vivido en otro sitio que no fuera una ciudad. A un lado de la tienda había un pino muy pequeño, más parecido a un arbolito de pascua que a un pino de camping. El lugar lo había escogido Alex: hasta en eso se notaba la laboriosidad que ponía en todas las cosas, sus juegos mentales ininteligibles. (¿Qué había querido decir con eso? ¿Que Gasparín era como la llegada de la Pascua?) Luego lo llevé a los lavabos, le expliqué cómo funcionaban las duchas y volvimos a la recepción. Eso fue todo. No lo volví a ver hasta una semana más tarde, o algo así. Gasparín y el Carajillo se hicieron buenos amigos. La verdad es que no es difícil hacerse amigo del Carajillo. El horario de Gasparín era el mismo que el de cualquier vigilante nocturno, de 10 de la noche a 8 de la mañana. Se da por descontado que los vigilantes duermen durante el trabajo. La paga era buena, por encima de la que suelen cancelar en otros campings y el trabajo no era pesado, aunque la mayor parte de éste recayera sobre Gasparín. El Carajillo está muy viejo y casi siempre demasiado bebido como para salir a hacer rondas a las cuatro de la mañana. La comida corría a cargo de la empresa, es decir a cuenta mía: Gasparín tenía derecho a desayunar, almorzar, comer y cenar en el Cartago. No se le cobraba ni una peseta. A veces yo me informaba con los camareros: ¿ha venido a comer el vigilante?, ¿cena o no el vigilante?, ¿desde cuándo no aparece por aquí el vigilante? Y a veces, pero menos, preguntaba: ¿escribe el vigilante?, ¿lo habéis visto llenando de garabatos los márgenes de algún libro?, ¿mira la luna como un lobo, el vigilante? Insistía poco, eso sí, porque no tenía tiempo… O mejor dicho, dedicaba mi tiempo a asuntos que nada tenían en común con Gaspar Heredia, lejano, empequeñecido, como dándole la espalda a todo el mundo, ocultando quién era él, cómo se las gastaba, con qué valor había caminado y caminaba (¡no, corría!) hacia la oscuridad, hacia lo más alto…
Gaspar Heredia: Se llamaba Stella Maris
SE LLAMABA STELLA MARIS (un nombre con reminiscencias de pensión) y era un camping sin excesivas reglas, sin excesivas peleas, sin excesivos robos. Los usuarios eran familias de trabajadores procedentes de Barcelona y jóvenes obreros de Francia, Holanda, Italia, Alemania. La mezcla, en ocasiones, resultaba explosiva y lo hubiera sido si desde la primera noche no hubiera puesto en práctica el consejo de oro que me dio el Carajillo y que consistía en dejar que la gente se matara. La crudeza del aserto, que al principio me produjo hilaridad y luego asombro, no entrañaba una falta de respeto por los clientes del Stella Maris, al contrario, implicaba un alto grado de estima por el libre albedrío de éstos. El Carajillo, como pronto pude comprobar, era querido por la gente, sobre todo por los españoles y por alguna que otra familia extranjera que año tras año veraneaban en Z, y que en la única y prolongada ronda que el Carajillo daba por el camping no hacían más que invitarlo a entrar en sus roulottes o tiendas en donde siempre había una copita, un trozo de tarta, una revistita pornográfica para no aburrirse por las noches. ¡Aburrirse por las noches! Era imposible. A las tres de la mañana el viejo estaba más borracho que una cuba y sus ronquidos se podían oír desde la calle. A esa misma hora, más o menos, la calma descendía sobre las tiendas y resultaba agradable recorrer las calles interiores del camping, estrechas, cubiertas de grava, con la linterna apagada y sin más preocupación que escuchar las propias pisadas. Hasta esa hora el Carajillo y yo nos sentábamos en la banca de madera, junto a la puerta principal, hablando y recibiendo las buenas noches de los desvelados y de los juerguistas. A veces debíamos transportar hasta su tienda a algún borracho. El Carajillo abría la marcha, pues siempre sabía en dónde acampaba cada persona, y yo lo seguía con el cliente sobre mis espaldas. En ocasiones recibíamos propinas por éstos y otros servicios, generalmente no nos daban ni las gracias. Los primeros días intenté no dormir. Luego seguí el ejemplo del Carajillo. Ambos nos encerrábamos en la recepción, apagábamos las luces y nos acomodábamos en sendos sillones de cuero. La recepción del Stella Maris era una caja prefabricada; con dos paredes de cristal, la que daba a la entrada y la que daba a la piscina, por lo que era fácil mantener desde dentro una vigilancia más o menos efectiva. Frecuentemente se iba la luz en todo el camping y yo era el encargado de meterme en el Gran Plomo y solucionarlo mediante una acción carente de peligro, aunque en la casucha de los fusibles había que andar de lado, intentando no tocar alguno de los muchos cables sueltos. También había arañas e insectos de todas las clases. ¡El zumbido de la electricidad! Los usuarios, a quienes el apagón había interrumpido un programa de televisión, aplaudían cuando finalmente volvía la luz. En ocasiones, no muchas, aparecía la Guardia Civil. El Carajillo era quien los atendía, les celebraba las bromas, los invitaba a bajar del coche, cosa que por otra parte nunca hacían. Se decía que en el bar del Stella Maris bebían gratis, pero nunca los vi pasar. Otras veces aparecía la policía. La nacional y la municipal. Visitas de rutina. Por suerte a mí ni las buenas noches me daban. O bien cuando llegaban yo encontraba motivos para hacer una ronda por el interior del camping. Recuerdo que una noche llegó la Guardia Civil buscando a dos mujeres de Zaragoza que habían entrado aquel mismo día. Dijimos que no estaban. Cuando se marcharon el Carajillo me miró y dijo: pobres chicas, dejémoslas dormir en paz. A mí me daba igual. La noche siguiente ya no estaban; el Carajillo les avisó y se largaron a toda prisa. No pedí explicaciones. Por las mañanas, cuando empezaba a amanecer, me iba a la playa. Es la mejor hora, la arena está limpia, como recién peinada, y no hay turistas, sólo botes de pesca recogiendo las redes. Me quitaba la ropa, nadaba y volvía al camping saltando por las cañas. Cuando llegaba a la recepción encontraba al Carajillo ya despierto y las ventanas abiertas para airear el cuarto. Volvíamos a sentarnos en la banca de la entrada, levantábamos la barrera y hablábamos, generalmente del tiempo. Nublado, bochornoso, templado, con brisas, cubierto, lluvioso, soleado, caluroso… Al Carajillo, nunca supe el porqué, el tiempo le preocupaba sobremanera. Por las noches no. Por las noches su tema de conversación preferido era la guerra, mejor dicho, los últimos años de la Guerra Civil. La historia, con algunas variantes, siempre era la misma: un grupo de soldados del Ejército Republicano, armado con bombas de mano, avanzaba hacia una formación de carros blindados; los carros ametrallaban a los soldados; éstos se echaban al suelo y tras unos instantes volvían a avanzar; otra vez los carros rociaban al pelotón con fuego de ametralladora; nuevamente los soldados al suelo y tras un instante nuevamente hacia adelante; a la cuarta o quinta repetición se añadía un elemento nuevo y terrorífico: los carros, hasta entonces inmóviles, avanzaban hacia los soldados. Dos de cada tres veces, llegado a este punto, el Carajillo se ponía rojo, como si se ahogara, y soltaba las lágrimas. ¿Qué ocurría entonces? Algunos soldados daban media vuelta y echaban a correr, otros seguían avanzando al encuentro de los carros, los más caían entre gritos y maldiciones. Eso era todo. A veces la historia se prolongaba un pelín más y yo podía ver uno o dos carros ardiendo entre los muertos y la confusión. Cagados de miedo, siempre hacia adelante. Cagados de miedo, piernas para qué las quiero. Nunca quedó claro en qué grupo había estado el Carajillo, nunca se lo pregunté. Tal vez todo fuera una invención, no hubo muchos carros blindados en la Guerra Civil Española. En Barcelona conocí a un viejo carnicero, en el Mercado de la Boquería, que juraba haber estado en una trinchera a menos de dos metros del Mariscal Tito. No era un mentiroso, pero hasta donde sé Tito nunca estuvo en España. ¿Cómo demonios apareció, entonces, en sus recuerdos? Misterio. Tras enjugarse las lágrimas el Carajillo seguía bebiendo como si nada o me proponía una partida de chinos. Con la práctica me convertí en un experto. Tres con las tuyas, tres con las que tienes, dos y una tuya tres, una y las que tienes tres, las tres mías, las tres tuyas, las tres del tuerto, tres y no se hable más. Nunca faltaban clientes trasnochados, barceloneses que no podían dormir en medio de tanto silencio o jubilados que veraneaban tres meses con las mujeres de sus hijos, que se unían a la partida. ¡Los amigos del Carajillo! Otras veces, cansado de estar en la recepción, mataba las horas en el bar del camping. Allí, en la terraza, se daban cita seres estrafalarios y difusos, como salidos de un sueño. Era otro tipo de tertulia, la tertulia de los muertos vivientes de George Romero. Entre la una y las dos de la mañana el encargado del bar cerraba las puertas y apagaba las luces. Antes de coger su coche y marcharse rogaba que dejaran los vasos y botellas en una mesa determinada de la terraza. Nunca nadie le hizo caso. Las últimas en irse eran dos mujeres. Mejor dicho, una mujer ya mayor y una muchacha. Una hablaba y se reía como si en ello le fuera la vida; la otra, con un aire ausente, escuchaba. Las dos parecían enfermas…