Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Gaspar Heredia: La música que se escuchaba era la Danza del Fuego

LA MÚSICA QUE SE ESCUCHABA era la Danza del Fuego, de Manuel de Falla, y al compás de ésta pude ver el torso de la patinadora con los brazos en alto, mimando muy mal (aunque dentro de la torpeza latía algo) el acto de ofrecer un regalo a una deidad minúscula e invisible. El resto: la pista, las piernas de la muchacha, los patines de plata, quedaban parcialmente ocultos tras las cajas de madera que estaban allí para bloquear el paso y producir, observadas desde la pista, la impresión de un anfiteatro, aunque desde mi perspectiva y a medida que las rodeaba, las cajas más bien semejaban un laberinto en miniatura. Así que inicialmente sólo pude ver la espalda de la chica, sus brazos curvados en un abrazo etéreo y los reflectores que iluminaban la pista y que me recordaron las luces de un cuadrilátero de boxeo en Tijuana. El suelo era de cemento, con un ligero desnivel hacia el centro y las paredes se levantaban sobre piedras desiguales y ahumadas. Me deslicé por los recovecos de las cajas, algunas aún conservaban su origen de embalaje, hasta encontrar un observatorio mejor. En el borde del área iluminada, sentado en una silla de playa a colores, un tipo gordo se entretenía leyendo documentos sobre los que iba dejando anotaciones con un plumón; a sus pies estaba el tocacintas, con el volumen alto, desparramando por todos los rincones del galpón las notas de la Danza del Fuego. El gordo parecía muy concentrado en lo que hacía, aunque de tanto en tanto levantaba la vista y observaba a la patinadora. A la luz de los focos hice un descubrimiento que aumentó mi perplejidad: en uno de los ángulos de la pista una escalerilla se hundía en el hielo y entrelazados a la escalerilla un manojo de cables de colores desaparecía también bajo la capa blanco azulada donde realizaba sus cabriolas la extraña patinadora. Pese al frío sentí algunas gotas de sudor que resbalaban por mi rostro. De pronto el gordo dijo algo. La chica, ajena a todo, siguió patinando. El gordo volvió a hablar, esta vez una parrafada más larga y la chica, patinando hacia atrás, le respondió con una frase breve, como si la cosa no fuera con ella. En parte porque hablaban en catalán y en parte porque estaba demasiado nervioso, no entendí lo que decían, pero la impresión de hallarme en el interior de una caverna se acentuó. La patinadora se había puesto a ensayar saltitos y genuflexiones cuando la sombra del gordo salió de la oscuridad y se aproximó al borde de la pista. Quieto, con las manos en los bolsillos, su cabeza notablemente redonda giraba con lentitud a la zaga de la chica, los ojos brillantes, reconcentrados y sin parpadear. La pareja, sin duda singular, ella toda gracia y velocidad, él como uno de esos muñecos que siempre están de pie, produjeron en mi espíritu, además de inquietud, una suerte de alegría silenciosa y feroz que me ayudó a no levantarme y salir huyendo. Sólo estaba seguro de que ellos no me veían y que en algún lugar se encontraba Caridad, así que me dispuse a aguantar sin moverme todo el tiempo que hiciera falta. La patinadora comenzó a girar sobre sí misma, en el centro de la pista, a una velocidad cada vez mayor. La barbilla en alto, las piernas juntas, la espalda arqueada, a primera vista parecía un trompo que no carecía de encanto. De pronto, cuando el gordo y yo, es de suponer, esperábamos el final del número, salió despedida hacia un extremo de la pista, dueña de sus movimientos, en un gesto que más tenía de dicha que de disciplina. El gordo aplaudió. Maravilloso, maravilloso, dijo en catalán. Palabras de ese tipo (maravellós, maravellós) sí que las entiendo. La patinadora aún dio dos vueltas más a la pista antes de detenerse donde el gordo la esperaba con una toalla. Luego escuché el clic del tocacintas al apagarse y el gordo volvió al área en penumbra y se puso de espaldas mientras la patinadora se vestía. La verdad es que el acto de vestirse consistía sólo en ponerse un chandal por encima de la malla, pero el gordo igual mantuvo su actitud púdica. La patinadora, tras guardar los patines en un bolso deportivo, dijo algo que no entendí. Su voz era semejante al terciopelo. El gordo se volvió y como si midiera sus pasos se aproximó a la zona barrida por los reflectores. ¿Qué tal he estado?, dijo ella con la vista baja y otro tono de voz. Maravillosa. ¿No crees que ha sido demasiado lento? No, me parece que no, pero si tú crees… Ambos sonreían, pero de manera muy distinta. La chica suspiró. Estoy agotada, dijo, ¿me llevarás a casa? Por supuesto, tartamudeó el gordo, los labios curvados en una sonrisa tímida, espérame en el pasillo, voy a apagar las luces. La chica salió sin decir nada. El gordo se metió detrás de una pila de cajas y momentos después la pista quedó completamente a oscuras. Alumbrándose con una linterna el gordo volvió a aparecer y se marchó. Los escuché subir las escaleras. ¿Y ahora qué hago?, pensé. Desde el techo se filtraba una débil claridad. ¿La luna? Más bien luciérnagas extraviadas. Un ruido que hasta entonces había pasado inadvertido llamó mi atención: en algún lugar del caserón funcionaba un generador eléctrico a toda potencia. ¿Para mantener la pista de hielo? Incapaz de comprender muchas de las cosas que me llevaron hasta allí, me senté en el suelo helado, la espalda apoyada contra una caja, e intenté ordenar mis ideas. No pude. Un ruido distinto al del generador me puso en guardia. Alguien, en el borde de la pista, encendió una cerilla y las sombras instantáneamente comenzaron a bailotear sobre las paredes del galpón. Me levanté y miré junto a la pista, que ahora semejaba un espejo: de pie, con la cerilla encendida en una mano y el cuchillo en la otra, estaba Caridad. Por suerte la cerilla no tardó en consumirse y la oscuridad recuperada surtió en mí el efecto de un tranquilizante. Probablemente, pensé, todo el tiempo había estado oculta en alguna de las habitaciones y ahora venía a cerciorarse de que la patinadora y el gordo ya no estaban. Probablemente ella también era una visitante subrepticia en aquel caserón. Al encenderse la siguiente cerilla comprendí que ella estaba al acecho y me supo mal no salir de mi escondite, pero temí asustarla más con mi aparición repentina que dejando las cosas como estaban. También, en mi decisión de permanecer oculto, tuvo considerable parte de culpa el color del cuchillo, cada vez más parecido al color del hielo. Tras parpadear repetidas veces, la cerilla volvió a apagarse y esta vez no hubo intervalo de oscuridad: de inmediato encendió otra y, como si de pronto sufriera un acceso de vértigo, retrocedió bruscamente del borde de la pista. Un suspiro acompañó el rápido fin de la cerilla. Sólo una vez había escuchado a alguien suspirar de esa manera, fuerte, desgarradamente, suspirar con los pelos, y sólo de recordarlo me sentí enfermo. Me acurruqué entre las cajas hasta que los únicos ruidos volvieron a ser el generador eléctrico y mi respiración agitada. Durante mucho rato opté por no moverme. Cuando noté que una de mis piernas daba signos inequívocos de acalambramiento inicié la retirada concentrando todas mis fuerzas en evitar que el pánico me lanzara a la carrera por los pasillos retorcidos del caserón. Sorprendentemente encontré el camino sin ninguna dificultad. La puerta estaba cerrada con llave. Salté por una ventana. Ya en el jardín ni siquiera intenté abrir el portón de hierro, al primer impulso me encaramé sobre el muro poniendo en el empeño la vida…

10
{"b":"100456","o":1}