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– Pues como sea igual de tozudo que el hermano va a dar trabajo… ¿No os habréis pasado con las inyecciones?, lleva doce horas durmiendo…

– No, ya se ha despertado. Mira: se ha abrochado los pantalones.

Tuve que dejar enseguida de insultarme mentalmente porque uno de los tipos empezó a dar golpetazos en la puerta:

– ¡Eh, amigo, hora de despertar! ¡Vamos!

Con la bulla que armó no hubo manera de fingir que no me enteraba. Primero me removí sólo un poco, pero el tío siguió dale que te pego (pom-pom, «¡Eo!») y tuve que fingir un movimiento de sobresalto abriendo los ojos. Inmediatamente me puse a hacer muecas de sufrimiento, más o menos lo mismo que al despertar de verdad pero exagerando un punto.

– Abra los ojos despacio. Eso es. Hágase visera con la mano. ¿Puede hablar?

Supuse que sí, pero me pareció más conveniente hacer sólo ruiditos guturales. Se aventuraron al fin a abrir la puerta y entraron los dos notas que había oído hablar, uno calvo y otro delgado, pero los dos con bata blanca, debían de ser al menos veterinarios. Parecían poquita cosa, pero al otro lado del quicio distinguí a otros dos tipos con mono azul, botas y un ancho cinto del que pendía porra y pistola, y éstos eran de tamaño natural. Seguí haciéndome el enfermísimo y uno de los veterinarios, el calvo, me acercó un poco de agua en el vaso que había visto en la repisa del lavamanos. Les interesaba mucho saber si me encontraba mejor, si quería más agua, si era alérgico a no sé qué cosa… Pronuncié varios síes y noes con voz de pollito y me dejé asistir.

– ¿Dónde estoy? -dije, en plan película de Jichcot.

– Tranquilícese, respire hondo. Tómese unos minutos y en cuanto se encuentre mejor y pueda andar le acompañaremos a otro lugar donde alguien le explicará.

Fingir que no podía caminar con normalidad era fundamental, así que me inventé un intenso dolor de tobillo que me impedía apoyar el pie en el suelo. El calvo me quitó el calcetín y me toqueteó desde el empeine hasta la espinilla con ese aire de importancia que se dan los veterinarios de persona.

– ¿Le duele?

«No… Sí… Ahhh, ahí.» Hice gesto de querer ponerme los zapatos y el tío dijo que era mejor ir descalzo hasta que el tobillo me volviera a su lugar. No me convenía renunciar a mis zapatos, pero tampoco era prudente insistir en ponérmelos. Con mucho esfuerzo me levanté a la pata coja y apuntalé sesenta kilos de Pablo en el veterinario delgado. Uno de los dos tipos armados se decidió entonces a entrar en la habitación, nada menos que con intención de ponerme unas esposas. Empecé a balbucear protestas, «¿por qué?», «dónde estoy», etcétera, y monté el paripé de querer desembarazarme violentamente. Lo hice con torpeza tan bien imitada que casi me llevo por delante el biombo y caigo con él; suerte que me sujetaron entre los tres.

– Déjelo, guardia, no es necesario que le ponga las esposas. Recoja sus efectos personales -dijo el calvo.

El guardia improvisó un hatillo con el mismo mantelito blanco que cubría la mesita donde estaban mis cosas, y recogió también mis zapatos. Cuando salimos de la habitación, siempre apuntalado en el esternocleidotal del veterinario delgado, aproveché para inspeccionar el pasillo a derecha e izquierda. En el primer sentido se sucedían las puertas hasta terminar en unas escaleras que descendían; en el segundo se interrumpía veinte metros más allá, en una puerta de rejas junto a la que otro guardia se sentaba a una mesa de despacho. Hacia él fuimos, y al vernos se apresuró a abrir la puerta con una llave que llevaba colgada de una cadenita. En ese momento, el veterinario-muleta y yo caminábamos delante; tras de nosotros iba el guardia con las manos ocupadas por el hatillo blanco y mis zapatos; después venía el veterinario calvo y, por último, el segundo de los guardias.

Supe que mi momento había llegado cuando alcanzamos el umbral de la puerta de rejas. Es difícil explicar lo que hice entonces. Justo en el quicio murmuré algo y me volví lentamente haciendo girar conmigo al veterinario-muleta, como si quisiera preguntarle algo al guardia que iba detrás. Al quedar frente a él puse cara de asustarme mucho al ver su cara y él, pobre, se asustó tanto de ver que yo me asustaba que dio un respingo. Entonces fui rápido: alargué la mano y le arrebaté el hatillo con la izquierda, casi simultáneamente enrosqué el brazo derecho alrededor del cuello del veterinario-muleta y, cuando se dobló sobre sí mismo tratando de conservar la cabeza unida al tronco, le di un toque de 150 newtons por segundo cuadrado en dirección al guardia. Éste, de rebote, chocó contra el veterinario calvo que venía detrás y el resto tengo que imaginarlo porque no vi más: los dejé allí dando voces y arranqué a correr cruzando la puerta.

Doblé el recodo que venía después, seguí corriendo todo lo que se puede correr en calcetines sobre un piso de gres, medié la continuación del pasillo hasta encontrar una caja de escaleras sin iluminar, elegí el tramo que subía, me tragué los escalones de tres en tres y, dos pisos más arriba, tratando de no resoplar muy fuerte, me paré a escuchar. Los guardias llegaban al arranque de la escalera («por la escalera», dijo uno), pero para entonces yo ya había metido la mano en el hatillo, revuelto en él a ciegas en busca de la pieza de costo y, no sin antes darle un mordisco para salvar un cacho, lancé el resto con fuerza hacia abajo, por el hueco de la escalera.

Hubo suerte y el golpe de la pieza sonó un par de pisos por debajo de donde estaban los guardias: inmediatamente oí sus botas bajando en busca de aquel fantasma y yo seguí subiendo: subiendo y subiendo en la oscuridad, quizá seis o siete plantas que superé desestimando las puertas dobles que me iba encontrando hasta que, en el último rellano, no tuve más remedio que elegir la que se me ofreció y meterme en un lugar tan oscuro que sólo pude intuir, quizá por el eco de los sonidos que yo mismo producía, un espacio enorme y vacío por el que seguí avanzando pegado a la pared.

Alcanzado el rincón que formaba esa pared con su perpendicular, me dejé caer en el suelo para recuperar el resuello. Por unos segundos todo yo fui sólo corazón y pulmones pugnando por ver quién sonaba más fuerte. Después empecé a notar el escozor del sudor en los ojos y, de nuevo, el dolor de cabeza pulsátil. No se veía un pijo; olía a humedad, a cartón, no sé: diría que olía a animales disecados, pero no por semejanza con los efluvios de algún producto relacionado con la taxidermia, sino por semejanza con las palabras «animales disecados», y ya sé que es una comparación difícil de entender pero también es difícil de entender la relatividad del tiempo y todo el mundo se la traga. No había oído alarmas ni nada parecido, y confié en que quizá los guardias se entretuvieran buscando planta por planta hasta llegar arriba, pero en cualquier caso había que espabilar. Me saqué de la boca el trozo de chocolate que había logrado arrancarle a la pieza del Nico y me lo metí en el bolsillo de la camisa. Deshice el hatillo y distribuí también su contenido por los pantalones. De paso aspiré un poco de farlopa con la nariz pegada a la papelina y me apliqué una mezcla de saliva y polvo sobre la sien en la esperanza de que la cocaína tuviera algún efecto tópico. Después me até el mantelito blanco a la cintura por si podía servirme más adelante y empecé a sentirme como en una de esas aventuras de Roger Wilco en las que nunca sabes qué coño vas a necesitar en la próxima pantalla.

A unos diez metros de mí, resplandecía una tenue línea de luz a la altura del suelo, como la que escapa por la rendija de una puerta cerrada. Encendí el mechero y avancé un poco. Efectivamente, una puerta cerrada. La abrí sin pensármelo mucho: era un pequeño aseo con aspecto de no haber sido usado en años, débilmente iluminado por el resplandor que provenía de un ventanuco. Volví a salir y seguí usando el mechero para alumbrarme. El local era amplio y diáfano, como el de unas oficinas, pero sin mesas ni ordenadores: sólo polvo. En una de las paredes encontré otra puerta, una de estas cortafuegos. Presioné la barra horizontal que la recorría y se abrió. Más allá, atravesando un muro grosísimo, me encontré a la luz del mechero en una habitación también vacía, pero mucho más pequeña. Estaba decorada con papel pintado de estampado inglés; la distribución de los enchufes, ciertas marcas en el suelo, zonas donde el papel cambiaba sutilmente de tono, me revelaron que aquello había sido un dormitorio. De ahí pasé a un corredor y enseguida comprendí que me hallaba en una vieja vivienda abandonada a la que habían tapiado las ventanas. Y todo eso pertenecía a otro edificio, no había duda. De ese segundo pasé a un tercero, y del tercero a un cuarto.

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