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Llegó el momento de presentarse en el salón. Tomé aire, hice amago de santiguarme y di el paso al frente que me colocó en el umbral de la sala, a la vista de todo el mundo. Allí estaban mis Señores Padres, tía Asunción y el tío Frederic, tía Salomé y el tío Felipe, una pareja sexagenaria con toda la pinta de ser los señores Blasco, y por algún lado debía de andar también la Carmela de marras, sin duda oculta tras algún otro jarrón Ming porque de momento no se la veía por ninguna parte. En cuanto a mis tíos, puedo decir que mi Estupendo Abuelo Materno -el coleccionista de adjetivos- había tenido la precaución de casar a cada una de sus tres hijas con un grupo de influencia distinto. A tía Asunción le tocó la burguesía catalanista, previsiblemente pujante en cuanto cambiara la tortilla; a tía Salomé le correspondió el ejército y los pilares fundamentales del régimen -por si acaso-; y a mi Señora Madre se la encomendó en busca de cash, que siempre viene bien para lubricar cualquiera de los aparatos posibles. Téngase en cuenta que mi Señor Padre, aun siendo de largo el mejor dotado económicamente, no es rico viejo sino converso, hijo de carpintero -como Jesús de Nazareth, aunque tengo entendido que mi abuelo era bastante más bruto que san José-, y conserva por tanto cierta noción de lo que es el pueblo llano, las dificultades para ganar el primer millón, y tal; los otros dos consortes en cambio tienen apellidos notorios desde hace generaciones, y lo más llano que han conocido ha sido a su chófer oficial. Tío Frederic -creo haberlo mencionado- pertenece al núcleo más purista de Convergencia i Unió y está metido hasta las cejas en lo que él siempre llama El Govern aunque esté hablando en castellano -heterodoxia en la que sólo incurre en caso de extrema necesidad, naturalmente-. Tío Felipe es militar retirado con el grado de general de División y luce gafas ahumadas y un bigotillo muy parecido al mío, aunque dudo que él se lo dejara en memoria de Errol Flynn. En cuanto a mis tías, prefiero no tratar de caracterizarlas, sería inútil, sólo puedo decir que hubiera sido mejor que cada una de ellas se hubiera casado con el marido de la otra: algún error de cálculo del Estupendo Abuelo había dado lugar a dos parejas extrañamente cruzadas. Y los terceros en discordia, los señores Blasco, me parecieron gente de bien; les hice no menos de cincuenta kilos invertidos en acciones de Argentaria. Total: la reunión daba para una película de Tod Browning. Y yo sereno.

La primera en atacar fue tía Salomé.

– Pablo José, cariño, dale un besote a tita Salomé.

Empecé a repartir besos a razón de dos por señora (tía, o no-tía) y apretones de manos a razón de uno por barba excepto en el caso de mi Señor Padre que me costó dos besos extra. Cuando terminé la ronda estaba tan aturdido que casi olvidé que aún me quedaba la bohemia escondida. Miré alrededor como quien escudriña un ¿Dónde este Wally?, convencido de que, de ocultarse tras alguna antigüedad grandota, se le vería al menos la cabeza. Pero no: además de bohemia la chica era enana o yo estaba más ciego que un topo. Mi Señora Madre me sacó de dudas: me tomó una mano y me arrastró hacia la terraza.

– Pablo José, quiero que conozcas a Carmela.

Miedo.

Lo primero que vi nada más pisar el césped no me gustó nada. A unos diez metros de nosotros, pegado al hueco de la vegetación que deja descubierta la baranda, se me apareció un tremendo culo azul cobalto, redondo como una ciruela claudia, con sus glúteos ensanchando abruptamente la cintura y su regatera central insinuada bajo el traje. ¿Dónde había yo visto un culo así? Maldije mi suerte y deseé con todas mis fuerzas que tuviera granos purulentos, no sé, o halitosis crónica, algo desagradable.

Cuando se volvió comprendí no sólo que estaba buena por todos lados, sino algo mucho peor.

– Pablo, te presento a Carmela. Carmela: Pablo.

– Creo que ya nos conocemos -dijo la bohemia-.

– No recuerdo -dije yo, tratando de parecer sincero-.

– Ah, ¿ya os conocéis? -dijo mi Señora Madre-.

– Sí, estoy segura -dijo la Bohemia-.

– Qué coincidencia tan oportuna, ¿no os parece?… Entonces os dejo solos, queridos -dijo SM-, y desapareció rápidamente de escena con no sé qué excusa inventada.

Ya sólo me quedaba una salida: ponerme lo más borde posible.

– ¿Tan mal toco el piano? Ni siquiera te quedaste a oír una canción.

– Ah, ya…, en El Vellocino. Perdona, no me acordaba de ti. Oye, ¿te importa si vuelvo al interior? Hace un poco de frío.

Lo dije en tono levemente impaciente pero educado, como el que no tiene intención de ser desagradable, que es la mejor manera de serlo. La tipa reaccionó enseguida:

– No te apures. Ve: seguramente tu madre encontrará algo con que arroparte.

Y se volvió de nuevo hacia la Diagonal dejándome otra vez ante aquel culo soberbio. No sé por qué me tienen que pasar a mí estas cosas. Estuve tentado de replicar, pero en el último momento decidí comportarme sensatamente y di media vuelta hacia el salón. Sólo me faltaba haber de preocuparme de la imagen que tuviera de mí una falsa bohemia, por apetitosa que estuviera. Aun así volvió a ponérseme el diafragma como un guiñapo. Mierda, mierda y mierda. Y ni siquiera sería fácil emborracharme.

Dentro, la conversación estaba dividida en dos: las mujeres hablaban de trapos y asistentas y los hombres de política y negocios (en mi familia los tópicos de la clase alta suelen seguirse a rajatabla), así que traté de distraer el nudo de mi estómago pululando por el salón como el que visita un museo. La verdad es que el salón de mi casa da para eso y para más, no sé cómo no se conciertan visitas escolares. Me detuve en el apartado Arte Contemporáneo (allende el piano) y descubrí un Miquel Barceló de nueva adquisición, entre el Juan Gris y el Pons que ya conocía. Representaba una plaza de toros violentamente iluminada por el sol de media tarde, en una vista aérea que situaba al espectado como en un helicóptero sobre la plaza. Causaba un efecto un poco extraño, no sé, quizá porque la idea de toro y la de helicóptero armonizan mal. Por lo demás era un cuadro bastante repugnante, casi escatológico, con los espectadores representados a base de grumitos de óleo parduzco, como una colonia de hongos medrando en pleno tendido. El caso es que aquello tanto podía representar un plaza de toros como la taza del váter de un bar del Paralelo. Pero me sustrajo al éxtasis plástico el sonido de las muletas de mi Señor Padre.

– Esa chaqueta la conozco -dijo.

– Es tuya. Y la camisa y la corbata también. Mamá me ha pedido que me las ponga porque no le gustaba cómo iba vestido.

– Hazme un favor, anda: quédate al menos la chaqueta. Me la hace poner los domingos para ir a misa y parezco la Purísima. Y llévate también la corbata, pero que no se entere tu madre. Te la puedes meter en un bolsillo, no abulta nada.

Bueno, la chaqueta no dejaba de ser una Maurice Lacroix de estupenda piel de gamuza, y con una camiseta debajo tendría otro aire. Pero SP se había desentendido ya de mi indumentaria prestada y miraba el Barceló frunciendo los ojos:

– ¿Te gusta?

– El qué…

– El cuadro.

Mi Señor Padre es todavía más refractario que yo a todo tipo de manifestación artística, en especial si es contemporánea, de modo que la conversación acabaría en otra parte, seguro, sólo era cuestión de darle carrete.

– Seis millones y medio. ¿Te suena, ese tal Barceló?

– Está en el top 10.

– Ah ¿sí?, ¿y tú ves ahí una plaza de toros?…

Puse cara de que más bien sí.

– ¿Y cómo es que los espectadores son verdes?

– Papá, hace más de un siglo que los cuadros caros no tienen nunca el color bien puesto. Además, si éste te parece raro, el Pons de la derecha todavía es peor.

– Chico, no sé… Por lo menos el Pons es más alegre…, tiene colorines. Éste en cambio parece una plasta de vaca. Y lo peor es que el tal Barceló tardará una eternidad en morirse… Entiéndeme: no es que le desee mal a nadie, es que tengo por norma no comprar nada cuyo autor sea más joven que yo. Éste lo eligió tu hermano para el cumpleaños de tu madre. Me aseguró que en menos de diez años valdrá el doble. Por cierto: ¿tú sabes por dónde anda, tu hermano?

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