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Silencio. Parpadeo perplejo. Me avine a darle más detalles, a ver si le volvían las cejas a su lugar:

– Verás: resulta que los cráneos medievales estudiados sólo la presentan en un escaso trece por ciento, y tanta diferencia resulta rara. Digamos que uno se siente inclinado a buscarle explicación al incremento, sobre todo si uno es dentista.

– Pero nosotros no somos dentistas.

A la Fina le hubiera dado igual no ser dentista: yo hubiera puesto cara de niño dentomaxiapilado y ella hubiera reído como loca con esos ruiditos que hace que parece que se esté quedando sin combustible. Pero Lady First no sabía jugar a estas cosas.

– ¿Y qué te hace pensar que la explicación haya de ser odontológica? -repliqué, como quien trata de avergonzar a un alumno poco aplicado. No sirvió de mucho:

– Pues…, no sé…, no entiendo qué has querido decir.

– Bah, déjalo.

Procuré volver a concentrarme en mi Vichoff. Pero la paz fue breve.

– Ya está. Ya vuelve a estar aquí -dijo mileidi. Por un momento pensé que se refería al Exorcista y me volví a mirar, pero enseguida me sacó de dudas.

– Ya vuelves a ser el Pablo que yo conocía.

– Que tú conocías cuándo.

– Antes de esta semana: en mi boda, en las escenas de Nochebuena, por el cumpleaños de tus padres… Desdeñoso y pedante.

Pase lo de «desdeñoso» porque hasta me pareció cierto, pero lo de «pedante» era realmente inconcebible. Pedante yo: yo, que consiento en seguir relacionándome con mis congéneres en un alarde de humildad sin precedentes.

– Perdona pero yo no soy pedante. Ocurre que cuando uno es realmente grande no hay modestia que desdibuje su estatura.

Lo dije tan serio que se quedó un momento mirándome también muy seria. Luego empezó a aparecer en su boca un atisbo de condescendencia.

– ¿Sabes qué creo?

– Algo impertinente, seguro, si no, lo hubieras soltado a bocajarro.

– Creo que tanta autosuficiencia debe de ocultar alguna debilidad.

– Puede. Y puede que esa debilidad constituya mi mayor fuerza, Señorita Paradojas.

Se quedó un momento callada. Después le cambió la cara hasta componer una complicada mueca de resignación cómplice, caso de que semejante mueca pueda ser compuesta.

– ¿Y sabes que otra cosa creo?

– Ahora debe de ser algo elogioso, para compensar la impertinencia.

– Creo que descontando a Sebastián eres seguramente el hombre más inteligente que he conocido.

Debió pensar que eso era un elogio.

– Ah, sí: y qué me dices del Exorcista.

No le dio tiempo a responder. Llegó el susodicho en persona preguntando si podía servir ya el primer plato. Lady First asintió. Después el tipo se dirigió a mí:

– Me permito aconsejarle al señor un txacolí Txomin Etxaniz para acompañar al txangurro. Un vino sencillo pero muy adecuado para el caso, fresco y ligeramente ácido. Pensaba servirlo a ocho grados.

Se me ocurrió preguntarle si la adecuación se debía a alguna cualidad del chacolí o a razones puramente fonéticas, pero me contuve porque no era plan de discutirle el vino al compái. En cualquier caso me jodió ese empeño en seguir tratándome en tercera persona. Era sin duda una burla -a la supuesta vulgaridad de mi camisa naranja, de mi peinado flat-top, de mi aspecto de Maguila Gorila cenando en el Vellocino de Oro-, pero preferí dejar el ataque frontal para momento más propicio. No renuncié en cambio a seguir dirigiéndome a él como si fuera un curita de pueblo, «Dejo los vinos en sus manos, don Ignacio», siempre anteponiendo a su nombre el tratamiento folklórico. Asintió y volvió a marcharse con dos brillos de rencor en los ojos. No: definitivamente no era con la codicia con lo que lo había tentado el diablo, ni siquiera con la lujuria: era la soberbia, y la sumisión de perfecto mayordomo que representaba tan bien era sólo la penitencia por su mucho pecar. Todo eso pensé mientras miraba cómo el camarero empajaritado acercaba a nosotros un carrito con los primeros y la bebida. Y empecé a sentirme mal. Me pasa muy pocas veces, pero cuando me pasa es muy desagradable. No me gustaba aquel sitio, no me gustaba Lady First, no me gustaba el exorcista… Necesitaba hacer inmediatamente algo absurdo, una payasada, algo verdaderamente propio de Maguila Gorila: saltar de la butaca y bailar la danza de la lluvia, algo que demostrara que no hay orden en el universo, que el orden lo ponemos nosotros a nuestro antojo y que basta cambiar de rollo para que el universo entero cambie a nuestro ritmo. En otras circunstancias lo hubiera hecho, pero esta vez me contuve y busqué consuelo pensando que luego podría ir a emborracharme al bar de Luigi, emborracharme hasta estar en condiciones de volver a dormir y por tanto de volver a despertar, hacerle un reset al condenado universo y empezar otro maldito capítulo de otra maldita manera. Pero ahora -ahora que tengo tiempo para pensar detenidamente en lo que estaba ocurriendo aquella noche-, puedo decir que aquel malestar indefinido era miedo. Lo reconozco porque puedo ya comprenderlo como una premonición de ese otro, agudo y concreto, que llegaría a sentir en los días sucesivos. En aquel momento fue sólo un cangueli sordo que no recordaba haber sentido desde niño, miedo de fondo, leve pero constante, como el que se le tiene a la oscuridad, ese lugar del que de momento no sale nada pero cualquier cosa puede salir de repente.

Me sobrepuse. Apuré el Vichoff y ataqué el chacolí. Era el momento de dejarse de tonterías y sacar alguna información útil.

– ¿Conoces un lugar llamado Jenny G.? -pregunté a Lady First, antes de llevarme a la boca una cucharadita de changurro. Lo dije pronunciando a la americana y lo suficientemente rápido como para que cualquiera que no supiera a qué me refería me hiciera repetir la pregunta. Su reacción facial fue reveladora de que sí, conocía muy bien un lugar llamado Jenny G. pero no estaba dispuesta a hacérmelo saber a las primeras de cambio:

– Jenny G.?…, no. ¿Por qué había de conocerlo?

Ésa era la prueba definitiva. Había repetido el nombre en perfecto inglés españolizado, Dxeni Dxi, como el que lo ha visto escrito alguna vez. La verdad es que no me pensé mucho la respuesta:

– Pues porque tengo entendido que es un burdel de lujo al que acude tu marido.

Apenas terminé de decirlo y vi su cara incómoda me di cuenta de lo listo que sin querer había sido yo. En caso de que ella no estuviera enterada, la información era lo suficientemente importante como para requerir una actitud muy difícil de fingir: incredulidad, escándalo, indiferencia…, en cualquier caso algo difícil de improvisar.

Se decidió por claudicar:

– Veo que no has estado perdiendo el tiempo.

– Creo recordar que me pediste que investigara.

– No pensé que eso saliera a relucir.

– ¿También forma parte de vuestros secretos compartidos?

– Te dije que tu hermano y yo nos entendemos bien.

– ¿Y con Lali: también os entendéis bien con Lali?

– No sigas por ahí, no vale la pena. Si la desaparición de Sebastián tuviera algo que ver con Jenny G. lo sabría. Y eso es todo cuando estoy dispuesta a compartir contigo sobre este asunto.

– Ahora también tú vuelves a ser tú, querida cuñada. La fría y displicente de las cenas de Nochebuena.

– ¿Eso te parezco: fría y displicente?

– Sólo cuando bebes Solán de Cabras. Bajo los efectos del güisqui pareces más humana. Pero preferiría no perder mucho tiempo en nuestras relaciones mutuas, tengo un hermano que rescatar.

– No olvides que también es mi marido. Y el padre de mis hijos. Y que estás investigando porque yo te lo pedí.

– Muy bien, entonces sería mucho mejor que colaborásemos.

– Ya te lo he dicho: ese asunto de Jenny G. no tiene nada que ver con la desaparición de Sebastián.

– ¿Cómo lo sabes?

– Tendrás que aceptar mi palabra.

A estas alturas la palabra de Lady First no me parecía nada del otro mundo, pero de momento no tuve más remedio que conformarme con ella. Además volvió el Exorcista a tocar los cojones con su empalagosa cortesía.

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