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Horror de horrores. Me desperté muerto de miedo ante la imagen de una cara rolliza y blanda de abuelita Paz. Hay que joderse, con los sueños. Traté de volver a dormir, pero no pude borrar de mi imaginación la cara y volví a abrir los ojos para convencerme a la vista de la luz que se colaba por la persiana de que estaba a salvo en mi mundo de siempre. Lo peor fue comprender que mi mundo de siempre había sido perturbado hasta parecer una pesadilla, una pesadilla habitada de calvorotas que salían de su guarida en plena noche para anudar trapitos rojos a las puertas de una casa demencial.

La resaca era la esperada, ni más ni menos: dolor de cabeza, boca seca y miembros castigados como por una paliza. En el reloj de la cocina eran más de las cinco de la tarde. Al menos había dormido lo suficiente como para recuperarme del sueño atrasado, pero la luz amarillenta de la calle anunciaba ya el atardecer y no me apetecía nada la idea de sumergirme en otra larga noche. Bebí agua, mucha agua, y amorrado al grifo deseé por primera vez desde hacía años estar en el campo, al sol de una fresca mañana de primavera. Había que remontar el bajón inmediatamente. Reparé en la botella de Cardhu que había quedado en la mesita, llené con ella medio vaso de los de agua y tomé el licor con la resignación del que ingiere una medicina. Después puse café al fuego, lié un canuto y me senté a fumarlo con impaciencia. Supe que fumar ese porro y tomar café iba a inhibirme el apetito, pero calculé que el día anterior había comido lo suficiente como para aguantar unas cuantas horas más sin repostar. Eché de menos una rayita de coca. Quizá ahora que disponía de líquido podía conseguir un gramito del Nico… Pensé en qué podía tomar como sucedáneo y rebusqué en el botiquín del lavabo una caja de aspirinas que recordaba haber visto. Estaban caducadas desde hacía más de un año, pero de todas maneras tomé dos con lo que quedaba del Cardhu y fumé otro porro mientras sorbía el primer café.

A los veinte minutos volvía a ser el Pablo Miralles de siempre y pude cepillarme los dientes y afeitarme con cuidado de respetar los límites de mi flamante bigotillo.

Next: preocuparme de lo que me tenía que preocupar. Mi primer plan de acción se había completado la noche anterior, ahora no quedaba más remedio que volver a pensar. Lo hice. Se me ocurrieron al menos dos vías de investigación que podía acometer y, sencillamente, empecé por la primera, sin más. Busqué en la mesa del comedor el teléfono móvil de The First, un modelo minúsculo con la parte del micrófono abatible, y me concentré en desentrañar sus misterios. Era seguro que disponía de un sistema de memorización de números, y era quizá posible que pudiera accederse también al origen de las últimas llamadas recibidas, o al menos a las últimas efectuadas desde el propio aparato. Por lo pronto descubrí yo solito cómo funcionaba la agenda y me encontré con un total de diecisiete números memorizados que apunté en un papel. Por los nombres y comparando con mi propia agenda de bolsillo comprobé que cuatro de ellos eran conocidos: el de mis Señores Padres (PaMa), el del domicilio de The First (Casa), el del despacho (Miralles) y el mío (P José). Otros marcados como Taxi, Seguro, Club y Pumares eran también fáciles de identificar y la lista quedó reducida a nueve incógnitas. Entre ellas se encontraba probablemente el número de la secretaria de The First, pero no recordaba su nombre de pila. Probablemente era el correspondiente a aquel Lali tan familiar, pero para ganar tiempo decidí llamar a mileidi:

– Gloria, soy Pablo. ¿Hay novedades?

– Nada. Y tú: ¿tienes algo?

– Nada concreto. Oye, te llamo para ver si puedes echarme una mano. ¿Sabes cómo funciona el teléfono de Sebastián?

– Pues…, supongo que como todos.

Menuda explicación.

– Otra cosa: ¿tienes papel y lápiz a mano?

No tenía. Fue a por él y volvió.

– Apunta estas palabras que te dicto y dime si alguna te suena. Corresponden a la agenda del teléfono de Sebastián, quiero saber a quién pertenecen los números que tiene memorizados. -¿Preparada?

– Preparada.

– Vale, va el primero: Llava: L-L-A-V-A. ¿Te suena? -

No.

– El segundo: Vell Or.• V-E-L-L, espacio, O-R.

– Veil Or, nada.

– Va el tercero: Mateu: M-A-T-E-U.

– Éste sí. Debe de ser Lluis Mateu, abogado. Hemos cenado juntos alguna vez, con su mujer. Le lleva los asuntos legales a Sebastián desde hace años.

– Muy bien. Va el siguiente: Lali: L-A-L-I.

– Sí, ésta debe de ser Lali…: 410 76 go, ¿no?

– Sí. ¿Nuestra amiga la secre?

– Sí.

– Ya contaba con eso. Siguiente: Villas: V-I-L-L-A-S.

– Ni idea.

– Siguiente: JG: como si fueran iniciales. ¿Estás apuntando?

– Sí. Tampoco me suena.

– Otro: Maria: tal cual pero sin acento.

– No sé, supongo que conozco a varias Marías… ¿Puede ser la antigua secretaria de tu padre, la que ahora está en recepción?

– Buena idea. Lo comprobaré… Va el siguiente: Tort: T-O-R-T.

– Nada.

– Muy bien, va el último: Fosca: F-O-S-C-A.

– Ése debe de ser el número de la casa de La Fosca. -¿Y eso?

– ¿La Fosca?: es una cala, cerca de Palamós. Tenemos alquilada una casita allí. ¿Tiene prefijo de Gerona?

– 972, sí, supongo. Vale, debe de ser eso. Escucha, dale unas cuantas vueltas más a la lista a ver si se te enciende alguna lucecita, ¿de acuerdo?, y si se te enciende me llamas. Estaré en casa un buen rato; si no, me dejas un mensaje. ¿Sabes cómo se activa el contestador automático de Telefónica?

Asterisco, 10, almohadilla. Probé nada más colgar. Nadie se dignó a decirme ahí te pudras, ni vocecitas pregrabadas ni leches. Volví a colgar y descolgar para comprobar que se hubiera activado: «El servicio contestador de Telefónica le informa que no tiene mensajes». Chachi.

Lo siguiente era llamar al despacho. Eran las siete menos cinco, todavía encontraría al personal en pleno. Se puso, como siempre, la María.

– María, soy Pablo: oye, ¿tu número de teléfono es el 323 43 12, con prefijo 93?

– ¿Cómo lo sabes…?

– Estoy haciendo un cursillo de telepatía. A ver: ¿te suena un tal Tort?

– Sí. Es el director de la oficina del Santander de abajo. Viene por aquí a menudo.

Uno menos. Le pedí que me pusiera con el Pumares y remodulé mi voz hasta darle el tono conveniente para que se tomara en serio las instrucciones que estaba a punto de darle el hermano tarambana del jefe.

– Sí, dime, Pablito…; ¿cómo está tu hermano?

– Convaleciente pero mejor, gracias. Por cierto, me acaba de dar un encargo para usted: necesita un listado de todas las llamadas que se han hecho desde el despacho en el último mes. Se aburre de estar en la cama y quiere aprovechar para estudiar la manera de reducir gastos de teléfono.

– ¿Que quieres un queeé?

– Un listado: un acopio de información organizada en filas llamadas registros y columnas llamadas campos. Es muy frecuente verlos por las oficinas desde que hay ordenadores.

– No me jodas, Pablito, que ya sé lo que es un listado, pero de dónde quieres que saque la información…

– Le sugiero que la solicite a Telefónica.

– Pero eso vale dinero, coño, Pablo…

Si el encargo se lo hubiera hecho directamente The First hubiera perdido el culo por complacerlo de inmediato, pero bastaba que apareciera yo como persona interpuesta para que resoplara como si la hubiera despertado a las tres de la mañana para pedirle fresas con nata. Podía recordarle que su contrato de trabajo estaba firmado por mí como socio a partes iguales de la empresa, pero no era cuestión de ponerse a discutir. Además, una mera referencia nominal resulta casi siempre incapaz de cambiar veinte años de reflejos condicionados.

– Escuche, Pumares: ya le he dicho que es un encargo de mi hermano, tiene la voz completamente rota y el médico le ha recomendado no hablar en absoluto. Claro que si no se fía y prefiere que le diga a mi padre que hable con usted…, ¿se fía de mi padre, no?

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