– ¿Estás seguro de que sabes conducir esto?
– Estoy aprendiendo.
Pensé que para probar las prestaciones del artefacto valía la pena enfilar la Diagonal y salir de Barcelona por la A7 dirección Martorell. De los tiempos en que aún salía del barrio, conocía un restaurante en las afueras que no estaba mal: una de esas masías reconvertidas, con una inmensa chimenea de piedra en el salón principal y un buen surtido de embutidos. Debían quedarme unas veinte mil pelas en el bolsillo, pero era seguro que a partir de las doce de la noche podría repostar en cualquier cajero automático, así que podíamos gastar las veinte mil sin problemas. Eso daba para buen vino y jabugo del de verdad.
– ¿Y esto no tiene aire acondicionado? Hace calor…
– Debe tener de todo. Busca en la consola.
Mientras la Fina investigaba el equipamiento yo me concentré en intentar meter la segunda. Lo conseguí en el último tramo después de tomar Travesera hacia Collblanc. «Tiene CD», dijo la Fina mientras yo trataba de no sodomizar a un pobre Twingo que apareció delante. Había descubierto el equipo de música y debajo una suerte de contenedor de compacs.
– Joder, tío: Schubert, Momentos Musicales; Bac Suits 2 y 3; Schumann, Sinfonía Renana… Menuda marc lleva tu hermano.
– Es que es muy culto. Por la radio, algo saldrá.
La Fina probó los mandos de sintonía hasta toparse con el Der Komisar, un tema que me trae buenos recuerdos. creo que a la Fina también se los trae, porque se puso a bailotear en el asiento mientras reiniciaba las labores de búsqueda del aparato climatizador. Pero en la Diagonal conseguí poner la cuarta aprovechando una racha de entre semáforos seguidos en verde y la Fina se dejó de aires acondicionados y empezó a palpar a su espalda buscando el cinturón de seguridad. Tras esta última parada en Diagonal todo lo que había ante nosotros era una preciosa autopista de varios carriles. El tráfico era escaso, sólo unos pocos coches que junto con la música de la radio contribuían a crear la sensación de que estábamos en la pantalla de salida de videojuego. Verde. Di golpe de gas para revolucionar motor; el corazón de la Bestia aulló a nuestra nuca y, cuando empezó la caída de revoluciones, aflojé el embrague y abrí grifo a tope. Perdimos un poco de impulso en el patinar las ruedas sobre el asfalto, pero en cuanto se restableció la adherencia salimos como mil demonios humeando. Cinco segundos después el sonido del motor bajo el Komisar empezó a parecer el de un Minipimer; el indicador de velocidad estaba llegando a los 100; repetí estripada en segunda hasta los 140; tercera 170; no tuve huevos apurar la cuarta; 180, 190, 200, seguíamos pegados al motot trasero, que empujaba por la espalda como un energumeno, y empezamos a alcanzar coches que fueron quedando atrás como sombreros caídos desde la ventanilla de un tren;220, 230, 240…, la autopista se encogió hasta parecer una comarcal llena de zigzags caprichosos.
– ¡Pabloooooooo!
Yo también tuve miedo. Levanté el pedal y cedió el empuje. Dejé que nos deslizáramos un poco con el embrague pisado, metí la quinta y nos estabilizamos a 200 adelantando a los escasos coches que circulaban por la derecha sin acercarnos mucho lateralmente para evitarles el sobresalto.
Bajé el volumen de la radio.
– ¿No está mal, eh?
La Fina se había llevado una mano al corazón:
– Por un momento he pensado que me bajaba la regla, y eso que no me toca hasta la semana que viene. ¿Qué coño es esto?
– Un Lotus Nosequé. Debe de ponerlo detrás.
Estábamos ya en la recta de Molins de Rei y nos desviamos para tomar la curva de salida: doscientos setenta grados de giro, buena ocasión para probar la estabilidad de la barca. Hundí el pedal en segunda y la fuerza centrífuga empezó a aplastarme contra la puerta; la Fina, «¡Pablooooooo!», se agarraba a su propio cinturón de seguridad, tensa como un gato, pero el habitáculo apenas perdió la horizontalidad y los neumáticos se pegaron al asfalto como un velcro. Hacía falta algo más que la curva de Molins de Rei para que la Bestia perdiera la compostura: bien por Bagheera. La Fina también parecía estar pasándolo en grande, manifestó no recordar nada igual desde que se subió al Dragón Khan. Llegamos al patio de la masía-restaurante sudorosos. Aparqué en batería; bajamos recomponiéndonos la indumentaria y el peinado y entramos cogidos del brazo por la puerta principal, como una pareja de novios en plena luna de miel, con esa sensación de acabar de echar un polvo que te deja una buena carrera. Nos recibió una cuarentona rubia, peinada con moño y vestida con una blusa dorada estilo Bienvenida Pérez; el conjunto se daba de patadas con la decoración rústica, pero así son las mujeres. La Fina preguntó por lavabo y yo me encargué de elegir mesa.
El salón principal estaba vacío, sólo una de las veinte treinta mesas diseminadas estaban ocupada por dos parejas maduras con pinta de guiris en vacaciones. A pesar de época del año y de que el aire acondicionado estaba funcionando, habían encendido la chimenea de piedra. Elegí una mesa cercana al fuego: además del jabugo y el vino ése era el máximo atractivo del lugar. Cuando la Fina volvió del lavabo le tomé el relevo para lavarme las manos al poco estábamos los dos sentados mirando la carta. concentré en los vinos de Rioja. Tenían el Faustino I de mis amores, pero me pareció demasiado jevi, tanto para paladar de la Fina como para acompañar los embutidos más delicados. Descarté también el Conde de los Andes del 73 por carísimo, y dudé entre el Reserva Especial Martínez Lacuesta y el Remelluri del 85. El Lacués es perfecto para el jamón, pero a la Fina le gustaba Remelluri por lo suave; además era el más barato, y notaba claro que las veinte mil pelas dieran para muchas alegrías en caso de que pidiéramos postres.
– Está bien este sitio… Oye, ¿tienes dinero? Yo 11evo sólo cinco mil pelas…
– Yo llevo veinte. ¿Qué te apetece?
– Tú mandas, Fittipaldi.
Ojeé la carta.
– A ver qué te parece esto: una escalibada central para ir picando…, trucha ahumada…, una fuente de lomo embuchado y un par de platos de jamón. Y pan de chapata untado con tomate; lo tuestan a fuego de leña. Luego ya veremos. Creo recordar que tienen un manchego meritorio.
– Te hago responsable de que me guste.
Me volví en busca de un camarero. Se acercó enseguida el único que estaba en la sala, un poco aburrido por lo escaso de la clientela, y le hice el pedido. Finalmente me decidí por el Remelluri y advertí que no nos lo sirvieran demasiado caliente. Con el rollo de que el tinto se toma a temperatura ambiente te acaban sirviendo el Rioja sin refrescar así lo tengan a veinticinco grados.
En cuanto se fue el camarero, la Fina empezó el interrogatorio:
– Bueno: explícame eso del coche de tu hermano.
No me gusta mentirle a la Fina. No me gusta nada.
– Primero explícame tú qué haces aquí conmigo. ¿No volvía hoy tu marido?
Inclinó la cabeza; caída de ojos; los volvió a abrir con las pupilas puestas en un rincón lejano del techo:
– Reunión… Tienen que informar al jefe de la movida de Hewlett Packard en Toledo… Lo de siempre. Me he cabreado y le he dicho que saldría con algún amigo y que no me esperara despierto.
Encendí un Ducados para darle oportunidad de elegir entre seguir por ahí o cambiar de tema.
– Ya no sé qué hacer, tío… Mira que hoy lo estaba esperando como una tonta…, me hacía ilusión verlo, de verdad, salir a cenar a algún sitio, no sé, hacer un poco de vida de pareja… Pues no: «Ah, es que hemos quedado en el despacho para hablar…»; lo hubiera matado, te lo juro. A veces creo que está conmigo sólo para parecer una persona normal, ¿sabes?: como lo natural es estar casado, pues se casa uno y punto… Hace no sé cuántas semanas que no echamos un polvo. Me voy a buscar un amante, te lo digo en serio. Claro que sí, tío, es que estoy harta…
– ¿Has hablado con él?