Horror: no tiene dientes.
Enfermo de aprensión, procuro ignorarlo pasando sobre él de una zancada larga. Mi cuñada en cambio debe de estar acostumbrada y, sin evidencias de sentir ningún asco, se agacha y alza en brazos a la criatura, que muestra ya a las claras su escasa inteligencia al acompañar un balbuceo de palmotazos sin justificación aparente.
– Verónica: ven, ocúpate un momento de Víctor -dijo Lady First alzando la voz hacia algún lugar remoto del pasillo.
Como estábamos solos en el salón deduje que «Víctor» debía de ser el nombre de la criatura, con lo que quedaba confirmada mi sospecha de que se trataba de un macho. Parece mentira: aún no tenía dientes y sin embargo ya tenía sexo. Enseguida apareció la tal Verónica, que resultó ser una teenager gordísima con una camiseta del Grin-pis y unos pantalones elásticos de color lila. Me gustó su aspecto y le dediqué un «Hola» amable; la gente francamente gorda siempre me cae bien, aunque sean ecologistas. La criatura pasó de unos brazos a otros sin cesar en sus gesticulaciones delirantes y Verónica se lo llevó lejos de mi presencia, pasillo allá, con lo que mi simpatía por la muchacha quedó reforzada por un punto de gratitud. No es que yo sea racista, pero hay que reconocer que los cachorros humanos huelen mal, especialmente en estas fases tempranas; desprenden un tufo empalagoso, mezcla de colonia dulzona, cremas pal culo, papillas…, un hálito repelente que impregna todo lo que entra en contacto ín timo con ellos.
– Siéntate donde quieras: ¿quieres tomar algo? -¿Tienes cerveza?
– Me parece que no.
– ¿Vodka?
– Seguramente.
– ¿Vichy?
– Puede que agua con gas.
– Entonces tomaré un Vichoff: vaso largo con hielo, mitad de vodka helado, medio limón exprimido y el resto de algún agua carbónica si no tienes Vichy. No uses la coctelera porque el agua pierde gas.
– Oye, ¿no te apañas con un whisky?
Alcancé a ver en el mueble bar una botella de Havana 7. Prefiero el 3, que es menos dulce, pero el jodido de The First compra siempre lo más caro. Es de ese tipo de gente que, de poder, respiraría algo más refinado que simple aire.
– Pásame la botella de ron. ¿No te importa que beba directamente de ella?
– Toma, haz lo que quieras.
Lady First se había servido un par de dedos de güisqui en un vaso chato. Me tendió la botella asiéndola por el cuello, pero no agarrándola como para servirse, sino con el pulgar hacia abajo, como el que ha de transportarla durante un buen rato. Se sentó en el otro enorme sofá de cuatro plazas que había frente al que ocupaba yo. Estaba desconocida: el detalle de la botella, la despreocupación con que se había sentado en el sofá sobre una pierna, el sorbo pausado al güisqui… además, no era tan repulsiva como la recordaba. Quizá es que la mitad de las veces la había visto embarazada, y una mujer embarazada siempre da un poco de angustia, no sé, como un huevo de alien a punto de soltar al monstruo. Ahora en cambio tenía un aire canalla a lo Greta Garbo que no le conocía. Bien mirado incluso tenía algún parecido físico con la Garbo, quizá por el peinado. Y unos ojos verdes bastante bien terminados.
Yo también me puse cómodo. Destapé la botella, la empiné, y puse la boca bajo el chorro del dosificador hasta que la noté llena. Bajé el codo y tragué. Lady First disparó a traición:
– ¿Qué has pensado cuando te has enterado de que Sebastián no estaba en casa?
Bueno, estaba dispuesto a seguirle el juego mientras hubiera ron gratis.
– ¿Quieres que te sea sincero?
– Por favor.
Improvisé partiendo de un retazo:
– He pensado que tiene un lío con su secretaria, que han pasado la noche juntos y que algún contratiempo les ha impedido llegar al despacho por la mañana, de manera que se han fingido enfermos.
– Pero la que ha llamado al despacho diciendo que Sebastián estaba enfermo he sido yo.
– Eso se puede hacer encajar.
– A ver, encájalo.
– Opción A: Sebastián te ha llamado y te ha contado una mentira convincente, algo que ante ti justifica razonablemente su ausencia pero que no conviene comunicar a los empleados, así que te ha pedido que llamaras al despacho y dijeras que estaba enfermo. Tú le has creído y has seguido sus instrucciones como una buena esposa.
– ¿Opción B?
– Opción B: tú sabes perfectamente que tu marido está liado con la secre y eso te repatea los higadillos, o no, es igual: el caso es que no quieres escándalos y te avienes a guardar las apariencias.
– ¿Opción C?
– Hayla: mi pobre hermano Sebastián y su amante han sido abducidos por unos extraterrestres ante tus propios ojos pero te resistes a contárselo a nadie por temor a que te tomen por loca.
Aproveché su ligero desconcierto para cambiar la dirección del juego:
– Y ahora pregunto yo: ¿cómo sabes que la secretaria de Sebastián tampoco ha ido a trabajar?
Se resistió a perder el servicio:
– ¿Cómo sabes que lo sé? Concedí:
– Porque yo lo he mencionado y a ti no te ha sorprendido.
– Podría habérmelo dicho María cuando he llamado al despacho.
– Podría. ¿Lo ha hecho?
– Sí.
– Pero eso no contesta del todo a mi pregunta. Quizá lo sabías ya cuando ella te lo ha dicho.
– No está mal: eres listo.
– Lo suficiente para desconfiar tanto de mi astucia como de tus halagos. Sabes algo que yo no sé y estás jugueteando conmigo.
– Me has interpretado mal.
– Es posible. Es que detesto las adivinanzas.
Aproveché el trago que ella le dio al güisqui para volver a tentar la botella. Un prudente primer envite me supo a poco y probé el segundo dejando que el chorro me llenara la boca hasta el límite de poder cerrarla y tragar. Inmediatamente me entraron ganas de empuñar un sable y abordar al primer galeón que se me cruzara por delante.
Pero Lady First seguía en tierra:
– Pues para no gustarte las adivinanzas lo has hecho bastante bien. Se ha dado una mezcla de las tres situaciones que proponías.
– ¿Incluida la abducción extraterrestre?
– No exactamente. O no lo sé, la verdad, estoy entrando en la fase de creer cualquier cosa.
Hizo una pausa para encender un Marlboro Super Extra Light. Supuse que, mediado el güisqui, había llegado ya el momento del desembuche y me dispuse a escuchar.
– Sebastián tiene un rollo con su secretaria desde hace dos años, en eso has acertado completamente. Yo lo sé y él sabe que yo lo sé, entre otras razones porque hemos hablado de ello mil veces. ¿Te extraña? A mí no. El matrimonio entre tu hermano y yo no ha funcionado bien jamás. Mejor dicho: ha funcionado siempre estupendamente porque se basa en la conveniencia mutua: él se acuesta con quien quiere manteniendo las apariencias de hombre de familia, y yo puedo dedicarme a no hacer absolutamente nada con la excusa de estar entregada a mi marido y mis hijos. No hay nada peor que tener una ambición y sentirse incapaz de luchar por ella. ¿Has intentado escribir alguna vez?
– Recuerdo haber compuesto una redacción sobre las vacaciones, pero en cuanto descubrí el Penthouse empezó, a interesarme más la fotografía.
Sonrió.
– Cualquier excusa es buena para abandonar… Llegué a publicar, ¿lo sabías? Lo malo es cuando todo el mundo empieza a considerarte una promesa que tú no te sientes capaz de materializar. Entonces comienzas a necesitar excusas.
Algo recordaba haber oído en familia sobre los méritos literarios de la Brillante Prometida de mi Estupendo Hermano, pero ciertamente no había vuelto a saber del asunto desde hacía años.
– Y no sólo es eso. Lo mejor de nuestro matrimonio es que la libertad de tu hermano me descarga del compromiso de acostarme con él, cosa que cualquier otro marido hubiera pretendido ineludiblemente. Los hombres nunca me han interesado mucho sexualmente…
¿Por qué me miras con esa cara?
– Chica, es que, francamente, así de sopetón…