Литмир - Электронная Библиотека

El hombre capta una mirada del mozo que le sugiere déjelo correr, y le hace caso. Apura su copa de anís de un trago y con el rabillo del ojo ve a la niña que se dispone a pagar la gaseosa. El subinspector, con un discreto gesto de la cabeza, le indica al mozo que no le cobre. Entonces ella se guarda su dinero, asegura la correa del bolso en su hombro, se peina el flequillo engarfiando los dedos, luego escarba sus dientes con las uñas y el talante desdeñoso, consulta el reloj de pulsera con su esfera fosforescente y sus horas de purpurina, y finalmente se despide con voz alta y clara.

– Se me ha hecho tarde -y sin mirar a nadie-: Le dan el mechero al inspector Galván de mi parte, por favor. Sobre todo. Por favor.

Un viaje y una breve estancia en Zaragoza por cuestión del trabajo impide al inspector Galván acercarse por casa durante cinco días. Cuando se deja ver de nuevo trae un kilo de alubias, dos botes de leche condensada, unas zapatillas para mamá de color violeta con apliques dorados y un azucarero de cerámica con una vista del Ebro y la basílica del Pilar. Y ese mismo día el Dupont se halla otra vez donde David deseaba verlo, sobre la mesa camilla de nuestro pequeño comedor-recibidor, entre las dos tazas de café y el azucarero nuevo lleno de terrones.

Llega David a esta hora decisiva después de pasarse la tarde haciendo recados para el fotógrafo. Ha entrado por la puerta de noche y ha cruzado el salón fantasmal del otorrino, evitando muebles que se pudren amortajados en fundas amarillas y espejos que chorrean azogue y reflejan liebres y perdices muertas entre racimos de uvas y sandías partidas, ha enfilado el pasillo en penumbra hasta el otro lado de la cortina verde y ha llegado con pasos sigilosos hasta la mesa camilla y los dos sillones de mimbre, ahora desocupados, bajo la ventana que enmarca un lívido atardecer de finales de septiembre. Lo primero que ha visto es el encendedor, de pie sobre el blanco tapete y luciendo nuevamente su falso brillo dorado, luego la americana del inspector colgada en el respaldo de una silla, la puerta entornada del dormitorio, y, por último, en el suelo, delante del sillón que suele ocupar ella, la palangana con agua y las flamantes zapatillas.

La puerta de cristales esmerilados del dormitorio se abre un poco más apenas la roza con la yema de los dedos. La pelirroja está echada en la cama con su bata de amapolas descoloridas y su rebeca gris, descalza y con una mano yerta sobre la barriga, y el inspector está sentado en una silla, a su lado, sosteniéndole la nuca con una mano, mientras con la otra le acerca un vaso de agua a los labios. Ella cierra los ojos después que ha bebido y él retira la mano con suavidad, y ambos guardan silencio.

– ¿Qué te pasa, madre?

– Hola, hijo -sonríe ella débilmente-. No es nada… ¿Quieres traerme mi taza de café? Está en la mesa camilla.

Con el vaso todavía en la mano, el inspector se levanta.

– No le hagas caso -dice-. Lo que habría que hacer es avisar al médico.

– Estoy bien, hijo, no te asustes -se incorpora un poco y acomoda la almohada a su espalda-. Se me pasará en cuanto me tome unos sorbos de café…

– No más café -corta el inspector-. No por ahora.

David ahueca la mano derecha a la espalda, como si ya empuñara el Dupont.

– Voy enseguida, madre.

– Que no, chico. Quieto ahí -insiste el poli.

Sin hacerle caso, David da media vuelta y ya está en el comedor. Coge el platillo y la taza y de paso coge también el encendedor, o más bien lo empuña, lo esgrime como si fuera un arma, y al volver al dormitorio se para ante la puerta y se queda escuchando un rato antes de entrar, pensando confusamente en el extraño silencio de ambos allí dentro, ella recostada y él de pie a su lado con el vaso de agua en la mano, atendiendo sus deseos y velando por su salud, moderando sus impulsos. Y es a través de ese silencio como David percibe un desasosiego que potencia aún más su zumbido en los oídos. ¿Por qué están callados, ella sobre todo?

Desde que papá nos dejó, ella no ha compartido con ningún hombre un silencio como éste. Al principio de su relación no era así. Cuando, a lo largo de muchas tardes, sentados ambos en torno a la mesa camilla y tomando café, a instancias del inspector ella había consentido en hablar de sí misma -sólo por no parecer descortés o desagradecida ante sus obsequios y atenciones, se había excusado al principio-, comentando ciertos aspectos de su trabajo de costurera, por ejemplo, de su embarazo o de sus achaques, o de lo que fuera con tal que luego él le permitiera enfocar el tema de Víctor Bartra y su eterno contencioso con la justicia, siempre hubo un momento en que, debido seguramente a un desfallecimiento momentáneo de la conversación, se callaba repentinamente y dejaba crecer el silencio entre los dos: quién sabe qué aviso de peligro, qué presagio tal vez de desgracia o de muerte la incitaba a callarse. Pero este silencio de ahora en el dormitorio, piensa certeramente David, no es el silencio embarazoso de dos personas que de pronto no tienen nada que decirse, todo lo contrario: sugiere más bien ese embarazo que parece provenir de lo mucho que podrían decirse, y, sin embargo, se callan.

Entra en la habitación y se acerca a mamá, pone la taza de café en sus manos y, aferrado al Dupont como si fuera un talismán, se vuelve hacia el inspector. La sigilosa aventura toca a su fin, y David lo sabe. Armado solamente con un mechero de imitación y un farol, pero seguro de esgrimir la razón y la verdad verdadera, ahí está por fin, disponiéndose a propinarle al poli el último empujón, firme y desvergonzado, sin el menor signo externo del fatalismo y la desesperación que labrarían su trágico destino seis años después.

– Veo que su encendedor apareció por fin -dice-. ¿Dónde estaba? -y sus dedos de uñas marrones se abren despacio mostrando el Dupont en la palma de la mano. Lo empuña, levanta el capuchón y con un golpe enérgico del pulgar hace rodar el cilindro estriado, brota la llama, la observa un instante y luego, con el dedo índice, hace caer de nuevo el capuchón. Clinc. En cierto modo, piensa oscuramente por segunda vez, presionar el capuchón con el dedo es como apretar el gatillo. Deja el encendedor sobre la mesilla de noche y añade-: Vaya chiripa. ¿Dónde estaba? ¿Aquí, en casa?

Una crispación súbita, que a mamá no le pasa por alto, altera fugazmente la faz inexpresiva del inspector Galván.

– Hablaremos luego, si no te importa. Tu madre no se encuentra bien.

– ¿Le cuenta usted lo que pasó, o lo hago yo?

– ¿Qué ocurre, hijo? -dice ella con la voz animosa, pero débil-. El inspector nunca pensó que te lo hubieras quedado tú… Me lo acaba de contar. Lo olvidó en un bar y un amigo suyo lo encontró.

– ¿Eso te ha dicho? Pues mira, resulta que conozco a la persona que de verdad lo encontró, y lo que me ha contado es otra cosa -con una sonrisa pícara en los labios, mirando de soslayo al inspector, empieza a desgranar la quimera-. Este encendedor lo extravió en el torrente el día que se llevó a Chispa. Una niña que pasaba en bicicleta lo vio.

– ¿Vio el qué? -la espalda recostada en la cabecera de la cama, mamá rodea la taza de café con ambas manos como temiendo que se la quiten-. ¿De qué estás hablando, David?

– El bwana sabe de qué estoy hablando. Oiga -dice sin quitarle el ojo al inspector-, ¿es que ese poli amigo suyo no le ha dicho quién encontró el mechero? ¿No le dijo que fue una chica que estuvo en el Bar Sky hace una semana? Fue a buscarle a usted allí. ¿No se lo ha explicado ese gordo que tiene un dedo roto? ¿O el otro, el flaco…?

Uno de esos dos cabrones, piensa David rápidamente, a la fuerza ha tenido que entregarle el encendedor y de paso explicarle quién lo encontró y dónde y en qué momento, poco después de verle enterrar a un perro con un agujero en la cabeza -era muy importante que le dijeran eso-, si bien no cabía esperar que le hubieran mencionado la canallada cometida a la portadora del Dupont.

63
{"b":"100422","o":1}