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El disparo y su eco aún resuenan en el caracol de mis orejas, compitiendo con el zumbido de siempre. ¿O fueron dos disparos, Chispa? Ni uno ni dos, embustero. Que sí. Te cuento… Lejos, más allá de la plaza Sanllehy, me agacho al borde de la carretera del Carmelo para atarme el cordón del zapato, estoy viendo a un palmo de mis narices los hierbajos resecos que peina el viento al borde del asfalto, así que lo tengo a favor del viento, ¿comprendes? Yo venía de entregar las fotos de una boda a una familia del Carmelo, y los novios eran tan pobres que sólo se quedaron dos, una en el altar mirándose y otra en el portal de la iglesia, también mirándose, tieso él y sonriente y más feo que Picio, y Paulino estaba conmigo en la carretera y dijo no haber oído nada (o sí: Ha sido una escopeta de aire comprimido, para asustar a las palomas. Que no. Está bien, chatín, lo que tú digas), pero incluso estando más lejos y con el viento en contra yo esa tarde habría cazado el eco del disparo, porque lo pude oír incluso antes de que el poli empuñara el revólver, mucho antes incluso de sacarlo de la funda sobaquera y poner las dos balas en el tambor. Alcé la cabeza de golpe, como si la primera bala también hubiese atravesado mi frente, y hasta sentí en la mano el rebrinco de la culata al disparar. El eco se expandió desde aquí y enseguida, como bolitas de algodón que llegaran una tras otra, fue taponando mis oídos enfermos. Y antes de desvanecerse en el aire también llegó el olor de la pólvora. Palabra.

El eco del quimérico disparo se trenza con el timbre de la bicicleta, y David vuelve bruscamente la cabeza al tiempo que se incorpora. Oye el rumor del cercano cañaveral mecido por la brisa después que la brisa ha mecido los cabellos de la muchacha.

Los pies apoyados en tierra, sin bajarse de la bici y a horcajadas sobre el cuadro del que cuelga la funda del violín, ella lo está mirando desde el sendero que bordea el torrente, a unos cincuenta metros. Sus ojos son duros y su boca malhumorada parece decir algo. ¿Estará pensando este sinvergüenza me acaba de robar una falda y una blusa? ¿Lo habría visto? Pero, ¿por qué un chico iba a robar ropa de chica? Sacude la melena, monta nuevamente en el sillín y pedalea enérgicamente, alejándose con su llamarada rubia en alto y su violín entre las piernas, cuando ya David intuye la extraña fusión entre el Dupont dorado que aprieta en el puño y esa melena de fuego que se diluye detrás del cañaveral, entre el determinismo crispado de la venganza y el azar de las cosas. Es simplemente la pura intuición que siempre vertebró sus sueños, el desquite enrabietado que anda buscando: abre la mano y deja caer el mechero a los pies del túmulo, quedando semienterrado en la arena, de costado.

Es cierto, hijo, no lo pienses más; esta muchacha pasó por aquí con su bicicleta y se paró a mirar, yo también la vi, dice la voz anestesiada a su espalda. Pero no me gusta lo que estás tramando…

Se acerca papá con las manos sucias y la frente alta, la colilla retozando en las comisuras de la boca y la botella de coñac agarrada por el gollete bailando en su mano, viene como desafiando el viento de una maldición o de una quimera empeñada en retenerle aquí, en este maloliente repliegue de la historia. Al contrario que su voz, su cuerpo no es nada evanescente, intangible ni gaseoso, y encima huele bastante mal.

El inspector Galván oculta la verdad, padre. Es un fullero. Ahora siempre que viene le trae una rosa blanca, y ya no habla pestes de mí y dice que nos quiere ayudar. Todo mentira.

Tu madre va a necesitar toda clase de ayuda.

Has de saber que nos visita casi a diario y siempre trae algo, chocolate, un saquito de alubias, terrones de azúcar… Cuando vengo de casa del fotógrafo me los encuentro a los dos sentados a la mesa camilla, madre le sirve café y él le enciende cigarrillos, tendrías que verlos charlando tranquilamente, la rosa está en un vaso con agua que ella coloca entre la lámpara encendida y el poli, que está sentado en tu sillón, y la sombra de la rosa le da en la cara mientras habla y a ratos sus ojos brillan, amparados en esa sombra… ¿Sabes qué le dijo el otro día? Le dijo me pregunto, Rosa, porque ya se tutean, sinceramente me pregunto si tu marido ha sido un auténtico libertario o simplemente un mujeriego. Fíjate.

Qué más da, hijo. La cuestión es pasar el rato.

Nunca entendí tus bromas, padre. Tú también juegas con las cartas marcadas.

No las marqué yo. La baraja es muy vieja, está más sobada que el trasero de la señora Vergés, pero de momento no tenemos otra.

¿Quién es la señora Vergés?

No preguntes.

David baja la cabeza sobre el pecho y espera, la mirada puesta en la arena caligrafiada por las lagartijas o las ratas en torno a sus pies. Empieza a echar de menos el son de las maracas de Paulino que guarda en la caja bajo el sobaco: su sonido de arenas tropicales anulaba los zumbidos y las voces en sus oídos. Las sombras del atardecer ya invaden el lecho del torrente y emborronan el menguado caudal del estiaje, pero el falso Dupont parcialmente hundido en tierra todavía lanza su débil fulgor dorado. David se agacha repentinamente, coge el mechero y lo examina con talante reflexivo. Tiene granos de arena en las junturas y procura que no se desprendan.

¿Se puede saber qué haces?, dice Chispa ahuyentando con la pata una mosca carroñera.

¿No lo ves? Encontré el encendedor del poli, mira.

¿Sí? ¡Ostras, nano! ¡Qué chiripa!

Estaba aquí mismo. Se le cayó del bolsillo cuando cavaba el hoyo para enterrarte. Se le cayó, seguro.

Lo que acabas de decir es una mentira, dice papá. Y por mucho que la repitas, no la vas a convertir en verdad.

Eso ya lo veremos.

Me parece que no carburas, muchacho. ¿Olvidas que tu padre ha luchado toda su vida contra esta clase de triquiñuelas…?

Hablando en términos policiales, lo interrumpe Chispa desplegando una blanca sonrisa melancólica, lo cual he de admitir que no se corresponde con mi pedigrí ni con mi crianza, debo decir que lo que está haciendo el nano es aportar pruebas falsas para inculpar a un sospechoso que él sabe culpable.

Conozco esas tretas, gruñe papá sujetando la botella en la entrepierna mientras con ambas manos asegura el sucio pañuelo en el trasero. Estás furioso y te diré por qué, hijo. Dices que ese fanfarrón mató a tu perro de mala manera, de acuerdo, tú crees que es un hecho consumado. Pero por el momento, más que un hecho, es una apariencia, y eso es lo que te enfurece. Tu impostura es peligrosa, la conozco, la he sufrido en mis carnes. No es que mientas para enterrar la verdad, ya lo sé, lo haces precisamente para desenterrarla, pero, en cualquier caso, mientes… Agarra de nuevo la botella y bebe a morro, y luego se queda mirando el vacío ante él con aire de resignada pesadumbre. Los hay que piensan que una cosa es la realidad y otra la verdad, y tú eres uno de esos. Eres un peligro, hijo mío… En fin, yo me largo. Se queda mirando en dirección a la ciudad con los ojos apagados, la botella firmemente agarrada por el gollete, los hombros vencidos. Deberías esconderte lejos de aquí, piensa o dice David. No, dice papá, estoy en el lugar que me corresponde, dentro de esa herida mal cerrada en la tierra, una barranca hedionda y falaz… Me pregunto cómo un hombre es capaz de pifiarla tantas veces en la vida. Si he de cambiar de escondite, dejaré por ahí un papel que diga: aquí la pifió Víctor Bartra una vez más. Como ves, ya no me queda nada salvo esta colilla apagada. A ti te queda el mechero, y lo mejor que podrías hacer es encenderme la colilla con él y después devolverlo al inspector.

Le será devuelto, pero no por mí. A mí no me creería, dice David.

¿No creería qué cosa?

Que acabo de encontrarlo yo justo aquí, donde mató a Chispa. Me tiene por un mentiroso, y mamá también… Tiene que decírselo otra persona. Eso es, otra persona.

Papá gira sobre sí mismo esgrimiendo la botella por encima de la cabeza, como si fuera un artefacto explosivo, y la lanza contra una roca. Antes de que se haga añicos, mientras la botella aún gira en el aire, David ya ha visto los vidrios rotos y afilados esparcidos en el lecho del torrente; antes de que el coñac se derrame, incluso antes de oír el estallido del cristal que lo contiene, ve la tierra empapada chupando ávidamente el alcohol. Entonces, erguido en medio del torrente, con las maracas de Paulino bajo el brazo y empuñando el Dupont, piensa se acabó, ya he esperado bastante, y camina decidido hacia casa.

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