– ¿Qué dices? -insiste David-. ¿No tienes lengua, niña?
Ella ni parpadea. Tranquilamente, sin dejar de mirarle, aparta un insecto de su cara con la mano. Pequeños aretes plateados cuelgan de sus orejas.
– No puedes pasar por aquí sin dar la contraseña, ¿no lo sabías? -David no se da por vencido-. La contraseña es Zapastra. Tienes que decir la palabra Zapastra, y aun así ya veremos si te dejo pasar. ¡Vamos, dilo! ¡Di Zapastra!
Ella mueve la bici como si quisiera esquivarlo, pero no parece poner mucho empeño. Le puede la curiosidad más que el miedo, y se queda otra vez mirándole muy seria y en silencio.
– Tranquila, no voy a hacerte nada -David corta una caña verde y empieza a pelarla arqueando la cadera con aire chulesco-. Pero te has metido en un atolladero, chavala. Si no quieres decir la contraseña, tendrás que pagar prenda… Yo vivo allí, en aquella casona. ¿Ves este mechero tan chulo? -saca el Dupont del bolsillo-. Lo perdió un señor amigo de mi madre, ahí abajo en el torrente, cuando enterraba a un perrito. Este señor está ahora en casa con mi madre. Si vas y le devuelves el mechero diciendo que te lo has encontrado en el torrente, en el sitio donde él enterró el perro, dejaré que te vayas sin hacerte nada.
La muchacha lo mira con recelo, ahora sí. Endereza la bicicleta, se sienta en el sillín y levanta el pedal con el empeine del pie.
– Espera -se apresura David-. Qué te cuesta, sólo tienes que decirle que un día, al pasar por aquí, lo viste cavando con una azada, y por eso has pensado que el mechero es suyo. Sólo eso. Si no lo haces, ahora mismo tendrás que enseñarme las bragas, y si son blancas o de color rosa, pues mala suerte para ti, ésta es la prenda por no decir Zapastra, porque entonces tendrás que meterte conmigo entre las cañas y te pondré una mordaza en la boca y te ataré las muñecas, y no te soltaré hasta la noche y además a lo mejor te pispo la bici…
No tiene tiempo de verle la cara, sólo los cabellos rubios agitados por el viento, ya que el primer golpe de pedal es tan impetuoso y sorprendente que la bicicleta parece salir disparada y dejarla a ella detrás con la falda arriba y las rodillas rabiosas iniciando su frenético sube y baja.
– ¡Que es broma, tonta, que no te voy a hacer nada! -exclama David apartándose justo a tiempo de no ser arrollado. Viéndola alejarse velozmente detrás del cañaveral se lamenta en voz baja, desolado-: Si me importa un bledo el color de las bragas, en serio, si ya te las he visto. ¡Mira que llegas a ser borde, chavala, ¿qué te costaba echarme una manita?! Si supieras lo que le hicieron al pobre Chispa, seguro que me habrías ayudado. Seguro.
Baja hasta el lecho del torrente y durante más de una hora se desespera cortaplumas en mano buscando lagartijas para Paulino. Ve a dos o tres, pero no logra cazar ninguna, y al final desiste. Hoy no es mi día.
Al atardecer, el viento furtivo de las afueras penetra en los barrios altos llevando consigo un olor a pezuña quemada. Oscuros viandantes encorvados se deslizan por las calles como hurones, arrimados a los muros. Un hombre pequeño que pasa dando grandes zancadas pisa una mierda de perro y dice me cago en la leche puta, no hay derecho. David esquiva a todos ensimismado y cruza la plaza Sanllehy rumiando unas palabras de despedida. Hola, gordi, he venido a decirte adiós.
Acaba de salir del cuarto rojo con los dedos amarillos de revelar fotos de una boda tronada y más fotos de soldados y chachas en la plaza de Cataluña dando alpiste a las palomas, y antes de volver a casa quiere ver a Paulino. Tira una china contra el cristal de la ventana y poco después Paulino se sienta a su lado en un banco de la plaza. Ambos se quedan un rato callados.
– He venido solamente a decirte adiós, me las piro enseguida
– dice David sacando del bolsillo un papel enrollado.
– Bueno.
– Te he traído este programa en colores de Sabu. Es la peli que vimos en el Delis, ¿te acuerdas?
– Claro. Gracias -dice Paulino. Ya le han afeitado la cabeza al cero una vez más, ya parece un presidiario, con sus ojos tristones arrimados a la nariz y su agrietada cara de niño viejo-. A mí me vienen a recoger ahora mismo. En menos de media hora estaré en el reformatorio, así que…
David chasquea la lengua.
– Yo también estoy fatal. En mis oídos es como si llovieran piedras, y mira el cielo, ni una nube.
– ¿Quieres que toque las maracas bien fuerte?
– No. Hoy lo puedo aguantar. -Después de una larga pausa, David añade-: Te han cogido con el culo al aire, chaval.
– Si no hablo, no me pasará nada.
David había pensado encontrarle más quejica y miedoso que otras veces, pero no. Viste para la ocasión su mejor ropa, pantalón largo con raya y una pescadora azul, abierta sobre el pecho y con el cordón suelto. Trae sus maracas en una caja de cartón.
– ¿Me las guardarás hasta que vuelva?
– Claro.
– La navaja barbera me la llevo. Me han dicho que allí podré seguir practicando.
– ¿Te van a encerrar mucho tiempo?
– No es una cárcel, ¿sabes? El Asilo Duran es como una escuela… Para chicos descarriados y charnegos sin familia, bueno, sí, pero no es una cárcel, ¿sabes?
David asiente en silencio. Después dice:
– Venía pensando que no te dejarían salir de casa.
– ¿Por qué no? No soy un criminal. No me vigilan. Fue un desgraciado accidente, eso es lo que mi tío dejó bien claro a todo el mundo. -¿Y la bofia se lo tragó? -No lo sé.
– Se te puede escapar un tiro una vez, pero dos tiros… ¿Por qué no contaste la verdad? Lo habrían enchironado, al hijo de la gran puta.
– ¿Tú crees que me convenía hablar? Fíjate que hasta con el agujero en la cacha, desangrándose en el suelo como un cerdo, el tío me dijo que me mataría si hablaba. Por malo que sea el reformatorio, peor no será, ¿no crees?
David guarda silencio otro rato, la cabeza sobre el pecho. El zumbido de sus oídos crece. Tzzzzz… Paulino lo mira.
– ¿En qué piensas, David?
– En nada. -Pero enseguida añade-: ¿De verdad no querías que este mamón la palmara?
– No -y con una voz que ya empieza a ser otra voz, más firme, dice-: Al que mataría es a mi padre, por gallina. Antes de irme me dan ganas de ponerle las cuatro plumas en el estuche de su navaja…
Ocupan el banco de madera junto a la fuente y se mantienen a un metro de distancia el uno del otro y con la caja de maracas en medio, Paulino muy formal con la espalda recta, las rodillas juntas y las manos encima, mirando el perfil huraño de David, que sigue con la vista en el suelo y con flojera, despatarrado.
– ¿Tienes miedo, Pauli?
– Sí, un poco…
– Iré a verte los domingos.
– Pero allí no me van a pegar, porque lo haré bien.
– ¿El qué harás bien? -dice David.
Ahora es Paulino el que calla unos segundos.
– Todo lo que me pidan -dice apretando los dientes. Si me lo piden por las buenas. Estoy hasta el moño
de malos modos, ¿sabes?
Otro
silencio, que David rompe hablando deprisa, comiéndose las palabras.
– Voy a seguir buscando palabartijas. Si pillo una, te guardaré el rabo…
– Qué rabo ni qué puñeta, hombre. Ya no voy a necesitar ese mejunje nunca más. Cuando salga, dentro de un par de años, estaré curado y nadie se acordará de nada.
Una sombría pistola empuñada con ambas manos, temblorosas, sobre un cuenco con espuma de jabón. Una
purulenta nalga de ex legionario tatuada con una sirenita azul que se coge los pechos y sonríe de forma obscena. ¿Y nadie se acordará de nada? David se vuelve de pronto y lo mira conteniendo su furia con los labios prietos y cara de susto, como si tuviera conciencia de la fatalidad de ambos, la de Paulino y la suya propia, que el tiempo se encargaría de revelar puntualmente. No lo dice, pero lo piensa: lo que va a pasar cuando salgas del reformatorio dentro de un par de años, o quizás antes, está cantado, Pauli: volverás a verte remojando barbas de vejestorios todo el puto día, en el Cottolengo y en el hospital, volverás a calentar toallas y a preparar el jabón y afilar navajas en la badana para tu padre, y sobre todo te las verás otra vez con las barbas del guardia urbano en su casa, porque te estará esperando, el muy cabrito, así es como te verás de jodido y puteado cuando salgas, chaval, hasta que un buen día, una soleada mañana de domingo que haya ido a buscarte al Asilo Duran para que pases el día con él -ya sabes, lo hace un domingo sí y otro no, tú lo afeitas y él te invita a comer y te lleva al cine o a los autos de choque de Vía Augusta, y luego te devuelve al encierro-, mientras apuras su afeitado en el terrado de su casa, te acomete de pronto un ramalazo de angustia, y ¡zas!, le rebañas el cuello de un solo tajo, y se acabó la historia… Desbaratando la sombría premonición, la voz mudable de Paulino añade: