Una pobre mujer que se mata a trabajar. Una persona muy fina y muy educada, que siempre sabe estar en su lugar.
Tiene en el portal de su casa una mata de margaritas que es un primor.
Se ve que no es de por aquí, de verdad, tiene algo esta mujer.
¿Parientes? Una hermana en Vallcarca, pero no se hablan. Esta hermana vivía antes en un pueblecito que se llama La Carroña, en la provincia de Tarragona. ¿Y de la parte de su marido, dice?, bueno su suegra ha muerto en un asilo no hace mucho, había tenido una embolia y ya no conocía a nadie. El suegro también falleció hace un año. Vivían en Mataró, el suegro era pescatero…
Pescador, Rufina. Vas a confundir aquí al señor policía.
El pescador nunca quiso saber nada de su hijo, el señor Bartra. Ya sabe usted, familias rotas, cuentas pendientes, etcétera.
Mujeres engañadas. Hijos muertos. Maridos que nunca volverán a casa. Putas sin piernas y sin alma. Esto es lo que hay, señor.
¿La señora Bartra? De tres meses estará, digo yo.
De cuatro por lo menos, Aurelia.
Y aún dicen:
No me gusta mencionarlo, pero la pelirroja apechugó con dos abortos. Mismamente dos o tres, que yo sepa.
¡Cotilla eres, Consuelo! Amaba a su hombre. Ahí está la cosa. Qué tontas somos las mujeres, ¿verdad, usted? Pues yo, de casa a la iglesia y de la iglesia a casa, señor inspector.
Y qué más, qué más… Bueno, pues que esta señora vive realquilada. Y la de fatiguitas que está pasando. Ahora por lo menos, desde que el pendón de su marido se las piró, duerme tranquila. Y nosotros los vecinos, también. No hay mal que por bien no venga, ¿verdad, usted? Y que si esto y aquello y lo de más allá, y que si patatín y que si patatán.
Andando el tiempo, mi hermano tendría ocasión de observar de cerca la jeta y el comportamiento de algunos fantoches de la Brigada Político-Social, y opinaba que casi todos ellos tienen la misma tosca manera de apabullarte, de plantarse frente a ti y de quedarse quietos igual que pesados armatostes, mirándote con pus en un ojo y el párpado gandul, siempre dejando pasar unos segundos antes de preguntarte nada, y que en esa manera de proceder precisamente el inspector Galván no se parecía a ningún otro; que él tenía una forma especial de quedarse parado largo rato en una esquina o en medio de la calle, o frente a un edificio o detrás de la vidriera de una taberna, un talante muy personal de permanecer quieto y erguido sobre las dos piernas, con su boca sin color muy prieta y sus ojos delgados y fríos, que seguro no alteraban su frialdad si veían algún espanto; allí estaba él mirando con aire taciturno cualquier cosa, lo mismo el escaparate de una floristería que la boca de una alcantarilla o la espalda de alguien alejándose, o un balcón o una ventana cerrada, no como si esperara verla abrirse y que apareciese alguien, sino como si en ese momento acabara de despedirse de ese alguien y se hubiese olvidado de decirle algo que seguro no le iba a gustar. Ya fuera mirando el vestíbulo del cine Delicias o del Iberia, el mercadillo de Camelias o una muchacha bonita que pasa, o interrogando a un grupo de vecinas chismosas en la calle, o simplemente observando a un perro vagabundo, parecía tan acostumbrado a permanecer así de pie, tan quieto y con los hombros un poco encogidos y tan ajeno al trasiego de la vida en torno, a la llovizna gris o al sol implacable, que a menudo parecía alguien llegado de fuera que se hubiera extraviado en el barrio, y que no le importara su extravío ni tuviera prisa por orientarse ni por nada. Su figura alta y de movimientos sinuosos, como retardados, sugería una malformación que en realidad no tenía, una suerte de reflexión muscular o de encantamiento, una disposición física a la inmovilidad.
Quién sabe si ese día también la siguió desde el momento en que ella salió de casa, o quizás ya la esperaba en la esquina de la calle Escorial para verla llegar con su capacho de palma y ponerse a la cola de la parada del 24, la terminal del tranvía. Para matar la espera, la pelirroja enciende un cigarrillo y abre un viejo y querido libro de tapa dura, una novela que yo conservo forrada en papel azul. Siempre le gustó leer y aprovecha para ello cualquier ocasión, cuántas veces David la ha visto de pie en la cocina frente al hornillo eléctrico con el libro abierto en una mano y en la otra la cuchara, removiendo el cocido y bisbiseando con los labios, atenta a la lectura y al condumio como si ambas cosas fueran un rito, y le gusta igualmente poner estampitas de colores muy vivos entre las hojas para saber en qué página está, y forrar los libros como le enseñaron en la escuela cuando era una niña. Ahora, bajo la sombra encendida de la buganvilla que se derrama sobre el muro, en la terminal del 24, ahí está con su hermoso pelo rojo recogido en un moño, su bonito vestido floreado y sus sandalias grises de goma, y el inspector Galván la sigue mirando parado en la esquina, la cabeza gacha y los ojos ocultos bajo el ala del sombrero, muy quieto y caviloso, como si nunca hubiera visto a una mujer leyendo un libro en la calle y fumando un cigarrillo, y encima embarazada. ¿O el hombre no hace otra cosa que cumplir con su trabajo, interesado únicamente en saber adónde va y con quién está citada, y si eso tiene que ver con papá dondequiera que esté? ¿Podría ser que sólo estuviera cumpliendo órdenes?
Lo cierto es que últimamente el guripa empieza a comportarse y a decir cosas que no parecen tener mucho que ver con sus funciones de sabueso. Una semana después de un encuentro nada casual en el mercadillo, al que la pelirroja suele acudir por razones de trabajo, David vuelve a toparse con él al salir del colmado y nuevamente se ve interrogado de forma chocante. Esta vez, luego de echar un vistazo al racionamiento que David lleva en la bolsa de la compra, el inspector quiere saber si mamá, aconsejada por el médico, ha renunciado definitivamente al café que tanto le gusta.
– ¿Los polis preguntan estas cosas? -se extraña David-. Vaya, no lo sabía. Pues sí señor, le gusta el café-café. Y la nata, y los churritos calientes. Y a mí también. Ella dice que son antojos. Porque nos gusta a los tres, ¿sabe?
Ciertamente, el café le gusta mucho y su aroma invade con frecuencia el ámbito de sus sueños y sus lecturas, y ahora mismo cree percibirlo impregnando las páginas del libro que está leyendo, perfumando la habitación de la triste y desesperada Natasha. Cierra el libro y lo sujeta en el sobaco. Esta tarde es otra tarde y lleva una blusa malva recién planchada y una holgada falda marrón, zapatos planos y el paraguas colgado del brazo. Al subir al tranvía, el libro resbala del sobaco sin que ella lo advierta, rebota en el estribo y luego en el paraguas, y cae abierto y boca abajo sobre los mojados adoquines. El tranvía emprende la marcha y la rueda lo aparta del raíl suavemente, sin aplastarlo. El inspector diría después que él corrió para avisarla, pero es seguro que no hizo el menor esfuerzo, no merecía la pena correr por algo que, bien pensado, prefería devolverle en persona y en casa. Le veo inclinarse y recoger el libro, eso sí, le veo parado allí en medio de los raíles, la cabeza ligeramente inclinada y la espalda erguida, como reclamando una suerte de desagravio, mientras frota con la manga de la americana la página manchada y magullada, cuidadosamente, con esmero, un hombre que tal vez no había tenido un libro en las manos durante meses o tal vez años.
Absorto en la página maltrecha, como si le hechizara, y con los ojos entornados para retener un rato más la visión de la pelirroja y del tranvía que se aleja hacia Lesseps, lee: A fines de diciembre, con un traje de lana negra, la trenza descuidada, el rostro enflaquecido y pálido, Natasha, tendida en el diván, contemplaba la puerta, arrugando y desarrugando la punta del cinturón. Miraba el sitio por donde él había salido de esta vida.
Ella lo ha visto de lejos y guardará siempre en la memoria la imagen del inspector inclinándose sobre los adoquines al recoger el libro, en una actitud casi devota; posiblemente se trata de la primera vez que este hombre, al que apenas conoce, la ha conmovido. Recoger en la calle un libro sucio y desgarrado, y limpiarlo con la manga como él ha hecho, tan meticulosamente y tan absorto, comporta cuando menos, pensaría seguramente, una cierta bondad de corazón.