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El callejón es como un brazo encogido y sarnoso desgajado del barrio en su extremo más oriental y más despoblado, y a veces, cuando lo transito acurrucado en mi burbuja, yendo o viniendo de la consulta en la Maternidad o de los tenderetes del mercadillo, parece que hasta los gatos lo hayan abandonado. Agosto es un mes que huele a chamusquina por los cuatro costados, nunca me gustó. El corro de chavales sentados en una esquina dirías que no se ha movido de allí en todo el verano y que sigue desovillando la misma enmarañada aventi de siempre bajo el sanguíneo esplendor de una buganvilla, pero David ya no la escucha ni la habita, esa aventi hace tiempo que lo abandonó y ahora él va caminando solo por la calle con las manos en los bolsillos y una margarita en el pelo, siempre con su aire friolero y entumecido a pesar del calor, siempre con esa pinta de niño extraviado en el bosque pero atento a una voz que le guía en la oscuridad, nadie pensaría que camina con un grillo criminal en los oídos y una nube de sangre en el horizonte, indiferente al vecindario y a las consabidas habladurías, pero no a las voces; porque detrás de los dimes y diretes sobre la costurera y el fugitivo señor Bartra había siempre el plañido de una derrota común, la música machacona y triste de un agravio compartido por muchos, y esa música es lo único que él escucha.

Los domingos el callejón se anima y mi hermano pasa rápido evitando el trato de las vecinas deslenguadas y sus preguntas insidiosas, sus conocidos meandros para entablar conversación y tirarle de la lengua con falsas zalamerías, David, guapo, ¿ya sabes que pronto vas a tener un hermanito?, ¿dónde está tu padre?, ¿y qué le quiere a tu madre un día sí y otro también ese policía tan alto y bien plantado?, y a ti, bonito, ¿qué te gustaría ser de mayor?

Shirley Temple con sus tirabuzones de putilla viciosa.

Se ríen de la ocurrencia con la boca torcida. No deseo extenderme aquí sobre este asunto, no sabría, sólo dispongo de rumores -si mi hermano me oyera, me mataría- y en esos rumores me baso. Me habría gustado comentarlo con mamá cuando su pulso latía con el mío, cuando sólo podía escucharme con el corazón. Puesto que eso nunca fue posible, prefiero callarme lo que pienso. Sólo diré que David, cuando se lo proponía, era dulce y cariñoso y el mejor amigo de sus amigos. Si no que lo diga el aprendiz de barbero, el gordito de las maracas.

– Es verdad -dice Paulino con la voz llena de mocos y sangre-. Eres el único que no se pitorrea de mí. El único.

– Yo es que me pitorreo de otra manera. Digan lo que digan, no pareces una nena. Ni de lejos, Pauli. Así que no te hagas ilusiones.

– Claro, con mi cabeza rapada… Tú sí que tienes un pelo bonito. Ma-ra-vi-llo-so.

– ¿Me pagas el cine? Ya no puedo entrar gratis, ahora hay otro acomodador.

– Si nos la pelamos juntos, mañana te invito. Ponen una de miedo.

– ¿Tienes dinero? ¿Cuántas barbas has hecho hoy?

– Trece.

– El número de la mala suerte.

– Mejor trece que doce, chatín.

En cuclillas, las maracas en la espalda sujetas con el cinturón, el gordo Paulino esgrime su navaja barbera. David le hace una seña. Antes que la lagartija se deje ver tomando el sol sobre las piedras, antes incluso de salir de su escondrijo, David ha oído sus patitas removiendo la tierra y ha visto su palpitante vientre lechoso y sus ojitos girando como bolitas de acero entre el agobio herrumbroso de los párpados. Aquí la tienes, dice, y cuando sale y se queda quieta bajo el sol, Paulino se acerca despacio y le echa la mano gordezuela encima, la sujeta y de un tajo le corta el rabo sobre la piedra. Luego la suelta.

– Lagartija, qué bonita eres, lagartija -entona Paulino-. La naturaleza ha sido generosa contigo.

– ¿Qué chorradas dices?

– Lo he leído en El libro de la selva. Mientras observa agitarse el rabo en la palma de la mano, David se agacha para atarse el cordón del zapato y entonces oye nuevamente y con toda nitidez el disparo y el último, lastimero aullido de Chispa. Media legua sería, media legua arriba en el mismo lecho del torrente, más allá de las huertas. La secuencia se despliega entera ante sus ojos en menos de un segundo: primero oye el tiro, cuyo eco baja por el torrente y resuena, apagado, aquí en el barranco, después ve el orificio de la bala en la cabeza, el horror de la sangre y el desplome en tierra de aquel pobre saco de huesos, y finalmente vislumbra también la pequeña tumba todavía improvisada al amparo de la oscuridad, un montoncito de arena húmeda en el mismo cauce del torrente. El emplazamiento de la tumba no acaba de verlo claro, pero desde ese día no conseguirá apartar de sus ojos el fogonazo del disparo ni quitarse de encima el olor de la pólvora. De pronto se incorpora como impulsado por un resorte, dejando el cordón del zapato sin atar. Desgraciado hijo de puta, dice y lo busca con los ojos de miel enrabietados.

– ¿Qué pasa? -dice Paulino-. ¿El fantasma de tu papá otra vez?

David se vuelve despacio dejando abierta la puerta de los sueños.

– Quién sabe -lo presiente cerca y en cuclillas, arrimado a los helechos que peina el viento en la orilla, empinando el codo con los pantalones bajados y dos rajas en el culo, la una soltando sangre, que apenas puede atajar con el pañuelo, y la otra dejando asomar un buen cagarro-. Está cagando y arreglando cuentas con el pasado -susurra con la vista en el suelo-. Para llorar, chaval. ¿O no? Se lava la herida y el ojete en la corriente de agua cuando baja arrastrándolo todo a su paso con furia…

– ¡Hala, vaya trola! -exclama Paulino-. ¡Pues no hace tiempo ni nada que por aquí no baja el agua con esa furia que dices!

– Que te crees tú eso. Si te tiras un pedo, verás salir burbujas. Yo las he visto salir del culo de mi padre. Qué vergüenza, ¿no? -David ve una mariposa de alas amarillas posada en una mata de espliego-. ¿Te vale esta mariposa?

– No -dice Paulino-. Recuerda lo que dijo el curandero pirado del Cottolengo: mariposas amarillas con una pinta roja en cada ala.

– Todavía no he visto ninguna. Venga, se acabó la caza. Vámonos al Delicias.

– Hoy no. Mañana, en la matinal. A las ocho tengo que estar en casa del tío Ramón, así que nos encontramos a las diez en la puerta del Delis.

– ¿Cuándo le cortarás los huevos al legionario con esta navaja tan fermi que tienes? -dice David-. ¿Cuándo dejarás de ser un cagueta, gordi?

Los brazos animosos de la pelirroja se levantan al cielo para tender la colada y su piel mojada recoge toda la luz de la mañana. Ya son eternas estas mañanas radiantes que imagino alcancé solamente a presentir en la tensión esperanzada de su vientre y en las pulsiones de la sangre, en el secreto estremecimiento de su sensualidad dormida, en el zumbido de las abejas en torno a ella y en el olor de la lejía perfumando el aire, y no me olvido de la proximidad silenciosa y expectante del policía, que ya en ninguna de sus visitas deja de traernos algo bueno; ninguna noticia todavía sobre el paradero del collar y la correa de Chispa, pero sí un par de botes de leche condensada o la bolsita de trescientos gramos de café tostado, sin moler, o unos panecillos de Viena, o simplemente una rosa blanca de largo tallo envuelto en papel de estaño. ¿Estás segura de querer aceptar esta rosa, mamá? ¿Dónde la vas a poner, si quieres que David no la vea?

– Tú quieto -dice ella con la nariz entre los pétalos.

– ¿Decía usted? -pregunta el inspector.

– Hablo con mi hijo. Creo que el aroma de las rosas lo marea…

Veo a David en su salto al barranco, paralizado un instante en el aire con los brazos en torno a sus piernas dobladas y apretadas contra el pecho, también él en posición fetal pero bajo un cielo azul, y veo la lagartija dormitando en el tronco podrido y abatido de un roble que las aguas de ayer trajeron aquí, y veo las hormigas enfilando y el musgo que verdea en el repliegue de una roca, la zarza que dejó una cicatriz en la cara de papá, su triste nalga rajada y las pálidas lenguas de arena que yacen intactas en el cauce del torrente con su escritura de ondas simétricas y paralelas.

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