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– Lo único que conseguirá es angustiarse más… -la mira fijamente y añade-: En fin, veré qué se puede hacer. Pero no le prometo nada.

Nuevamente se cambia la trinchera de brazo y dirige una mirada al interior de la casa por encima del hombro de mamá. Le gustaría que la pelirroja tuviera el detalle de invitarle a pasar, vaya si le gustaría, pero ella mantiene la puerta entornada y apoya el hombro en la jamba en una actitud relajada y amistosa, pero que no deja lugar a dudas: de ahí no pasa usted, al menos de momento. A su espalda, Chispa regresa lentamente a la fresca penumbra del hogar, hacia la mesa camilla que contiene retales, una taza de café, un libro abierto, que el inspector reconoce, y un cenicero donde humea una colilla. Se desploma bajo la mesa y espera, mirando aviesamente al poli.

– Lagartija, qué bonita eres, lagartija. La naturaleza ha sido buena contigo y no te dio sangre, lagartija, ni una gotita te dio -recita Paulino furtivamente, ensimismado, enroscado en su propia débil voz, reverencialmente inclinado sobre una roca y con la navaja abierta en la mano, esgrimiéndola con el dedo meñique desplegado en un gesto airoso y delicado de auténtico barbero profesional.

Por arriba, entre las nubes descolgadas y apelotonadas, se abre un nicho de nácar y asoma una espada de sol que se apoya en diagonal en el lecho del torrente. Sobre el chalé cuelga la nube más baja con una efusión cárdena en la panza. Alertado por los pasos y el extraño parloteo, el inspector Galván se asoma al barranco achicando los ojos grises, esquivando un destello que no sabe si proviene del cráneo afeitado del chico o de la navaja barbera.

– ¿Qué andas buscando ahí abajo, muchacho?

– Estoy esperando a David Bartra.

– ¿Tu padre no te dijo que no queríamos verte por aquí?

– Tengo que darle un recado a David…

– ¿Qué haces con esta navaja?

– Está inservible, es una birria, mire -dice Paulino con la voz estrangulada-. Mi padre la había tirado a la basura. La llevo sólo para cortar rabos de palabartijas.

– ¿Y eso qué coño es?

– Una especie rara de lagartija, tiene la panza amarilla y verde y duerme mucho… Palabartija de Ibiza, la llaman. Le gusta comer tomate y toda clase de libretas del cole.

– ¿Cómo te llamas?

– Paulino Bardolet Balbín, para servir a Dios y a usted.

El inspector consulta su reloj, dirige una mirada al chalé y seguidamente su atención se centra de nuevo en Paulino. Pero permanece callado. Con las manos en los bolsillos del pantalón, parece no tener prisa, estar allí haciendo tiempo.

– ¿Qué tienes en la cara? Levanta la cabeza, que yo te vea.

– No hay muchas palabartijas por aquí…

– Contesta. ¿Quién te ha puesto la cara así?

– Me picó una avispa. Bueno, dos o tres avispas a la vez…

– Tú eres el sobrino de un ex legionario, que ahora es guardia urbano… cómo se llama. Balbín.

– Sí, señor. El tío Ramón.

– Entonces lo que te ha picado es una avispa con salacot, desgraciado. A que sí.

– Está bien -dice Paulino-, le diré la verdad. Me han pegado unos kabileños del Carmelo.

– ¿Por qué será que tu tío te zurra con tanta saña, muchacho? ¿No será porque te quiere enderezar, por culpa de lo que tú ya sabes?

– No soy un chivato acusica que la rabia le pica, ¡ea!

– No te hagas el chulo conmigo. Sabes muy bien de qué hablo, puñetero.

– Le prometí a David que nunca sería un soplón…

– ¿Y tampoco se lo has dicho a tu padre?

– En casa mi tío manda más que mi padre. Pero de verdad que me han pegado unos charnegos malparidos, señor inspector. Por eso David y yo cazamos lagartijas… Pero no crea que les hacemos nada malo, ¿sabe?, ya no jugamos con ellas como hacíamos antes -añade Paulino con resabiada parsimonia, viendo al poli como distraído, consultando nuevamente su reloj y mirando luego la puerta del chalé-, ya no las ahorcamos ni las ponemos en los raíles del tranvía con las patas cortadas, ni les hinchamos la barriga de vinagre con el porrón pequeñito, ni las hacemos fumar… Ya no hacemos estas salvajadas, ¿sabe usted?, solamente les cortamos el rabo. Y cuando tenemos muchos rabos, los cocemos en agua de tomillo con hojas de margaritas blancas y tres alas de mariposa negra y una de mariposa amarilla y un gusanito de seda, y con todo eso se hace un ungüento muy bueno para flemones y magulladuras, y sobre todo para las almorranas y los golondrinos. La receta me la dio un enfermo muy viejo del Cottolengo mientras le enjabonaba la barba, le puse perdido de espuma sin querer, me distraje y mi padre me regañó… Es que las barbas del Cottolengo son puñeteras, ¿sabe?, hay que manejar la brocha con mucho tiento porque los abueletes tienen la cara torcida por la parálisis y todo eso, y no dejan de moverse…

– ¿No deberías estar en la escuela? -dice el inspector con indiferencia, lanzando otra mirada a la puerta de noche-. Dime una cosa. ¿Has visto salir de casa a la señora Bartra?

– No, señor.

– Te he preguntado por qué no vas a la escuela.

– Es que estoy aprendiendo el oficio de barbero. Los domingos voy a afeitar a mi tío y me quedo a comer en su casa, es lo que quiere mi padre, que aprenda el oficio. Pero mi tío quiere que de mayor sea guardia civil. Él no tiene hijos, es soltero… Quiere hacer de mí un hombre de provecho, para servir a Dios y a la Patria.

– ¿Y qué dice tu padre?

– Que muy bien.

– Sube aquí y dame la navaja.

– De verdad que sólo la llevo para cazar. Se lo juro.

– Haz lo que te digo.

Paulino trepa por el flanco y se planta frente al inspector, que se queda mirando el ojo tumefacto y cerrado, el párpado furioso como un furúnculo a punto de reventar. Le quita la navaja de las manos y examina la hoja mellada. Además del ojo a la virulé, Paulino tiene también la napia inflada y no para de sorberse una agüilla sanguinolenta.

– Hace dos años -dice el inspector cerrando la navaja-, David y tú ibais juntos a una escuela del Ayuntamiento, en el parque Güell. ¿Viste alguna vez a su padre por allí?

– Sólo una vez. David estuvo muy poco en la escuela, enseguida lo echaron.

– ¿Por qué lo echaron?

– Se bajó los pantalones en la clase de Formación del Espíritu Nacional. Él dijo que se le cayeron, pero yo sé que se los bajó…

– Su padre fue a protestar y armó un buen escándalo, ¿no es cierto?

– No, señor. Fue su madre.

– ¿La señora Bartra?

– Sí, señor. Le tiró un tintero al director del colé y le llamó borrico y meapilas. Y David a la calle.

– ¿Y luego qué pasó?

– Nada. La señora Bartra le dio clases a David en casa. ¡Vaya una suerte! En verano no tenía exámenes y se iba a la playa, con sus abuelos… Pero después que su padre se fue, ya no es el mismo, no sé qué le pasa en los oídos. ¡Es la caraba! Lleva como antenas en las orejas, en serio, calculo que deben tener una potencia de quinientos megahercios, por lo menos. Si entras en su campo magnético, te coge hasta el ruidito que haces tragando saliva, me ha dicho…

– Ya vale -gruñe el inspector abriendo otra vez la navaja muy despacio-. No quiero volver a verte por aquí. ¿Entendido?

– No estoy haciendo nada malo.

– ¿Qué pensarías si te ordeno que te la desabroches ahora mismo?

– ¿El qué, señor?

– No te hagas el longuis. La bragueta.

– Mi pantalón corto no lleva bragueta, señor.

El inspector hace saltar hábilmente la navaja de una mano a otra, sonriendo con los ojos, como si bromeara.

– ¿Y si te dijera que la saques por un lado? ¿Comprendes lo que podría pasarte? ¿O prefieres que hable con la señora Bartra…? Quieto, no voy a hacerte nada. Pero escucha bien lo que te digo: ten por seguro que alguien te la cortará en rodajas como no te reformes. ¿Has entendido?

Paulino baja la cabeza.

– Devuélvame mi navaja, por favor.

– Toma. Vuelve a casa y que te pongan algo en esa alcachofa que llevas por nariz.

30
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