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– ¿Sabe usted doblar sábanas?

El hombre se queda mirándola, indagando en el rostro de la gestante alguna señal que le aclare el sentido oculto de su pregunta.

– Celebro que esté de broma, señora…

– De acuerdo, usted celebra que esté de broma. Pero, ¿sabe usted doblar sábanas?

Otro silencio del inspector y más fijación en su mirada inquisitiva y tranquila, casi risueña.

– Por supuesto -dice por fin-. Mi madre me enseñó.

– Entonces -dice ella inclinándose sobre el cesto-, no le importará echarme una mano -saca una sábana, le tiende al inspector dos puntas y retrocede de espaldas agarrando las otras dos-. Ya hablaremos de las fechorías del señor Bartra otro día, si es que ha venido para eso. ¿Le parece?

Agitada con fuerza entre ambos, la sábana ondula y se tensa, luego va plegándose poco a poco y juntándoles, va acercándoles el uno a la otra hasta rozarse las manos. Cuatro veces, por lo menos. Había cuatro sábanas en el cesto.

Lo haría tal vez por simple curiosidad frente a los extraños signos de la demencia senil, por ganas de bromear o quién sabe si por compasión, nunca sabré por qué lo haría, pero el presentimiento del mañana que siempre asoma a sus grandes ojos rubios, esa pulsión secreta de su alma que habría de fatigarle hasta el fin de sus días, ese deseo de perfeccionar el inevitable acontecer anticipándose a él mediante un retoque, un subrayado que lo haga más evidente, un domingo del pasado mes de junio lo empuja decididamente hacia el Asilo y lo planta ante la abuela Tecla con un ramillete de margaritas en la mano.

– Hola, abuela. Soy Amanda.

La anciana está postrada en la cama y desde allí le observa durante unos segundos. Cierra los ojos y sonríe ligeramente. Luego fija la mirada en el arañazo de la rodilla y guarda silencio.

– Tu nieto dice que no quieres hablar con él -dice David.

– Yo no tengo ningún nieto. ¿Por qué no has venido antes a verme?

– Dice tu nieto que no le quieres.

Ella no aparta los ojos de la rodilla rasguñada y tintada de yodo.

– Te has caído de la bicicleta. Te lo dije. Te previne.

– No es nada -responde David. Observa que dos de las tres ancianas que comparten la habitación con ella no están en sus camas-. Mira, he traído unas margaritas.

– Has vuelto a caerte de esa dichosa bicicleta, a que sí. No me mientas.

David piensa la respuesta un rato.

– Bueno, pues sí.

– ¿Qué le pasó a ella?

– ¿A quién?

– A la bicicleta. ¡A esa bicicleta de hombre!

De nuevo David medita la respuesta.

– Ah -dice finalmente-. Se pinchó una rueda y se rompió el sillín, pero ya lo arreglé. Normal, abuela.

– ¿Es normal que se rompa el asiento de una bicicleta?

– Pues sí. -David piensa rápido y añade-: El asiento y el plato y los pedales y lo que sea. Yo pude saltar a tiempo, pero la bici chocó contra una alambrada de espinos y se rajó el cuero del sillín.

Prodiga esos pormenores porque ha observado que, cuantos más detalles adornan el suceso, mayor es la atención que le dispensa la abuela.

– La próxima vez ten más cuidado, podrías haberte quedado coja. Eres muy traviesa, Amanda.

– Qué va, yo sé cuidarme.

– ¡Y una puñeta, sabes tú! Recuerda el dicho: se coge antes a un cojo que a un mentiroso.

– Se dice al revés, me parece…

– ¡No me contradigas! -clama en medio de alguna dificultad para respirar-. Te pasa lo que te pasa por montar en una bicicleta que no es para ti. Porque es una bicicleta de hombre. ¿Lo sabes, verdad, niña, que vas por ahí montada en una bicicleta de hombre?

– Lo sé, abuela.

Inmóvil a su lado, David se deja mirar. Ya no se siente transparente ni anónimo ni indefenso ante su mirada, y aunque intuye muy próximo el fin de la abuela y le impresiona bastante su rostro decrépito en el hueco de la almohada, no puede evitar un vago sentimiento de plenitud, una súbita conciencia de futuro. En realidad la abuela lleva días muriéndose y él jamás habría imaginado que los ancianos se podían morir así, parloteando y embrollando y saboreando quién sabe qué ensoñaciones y recuerdos.

– Siéntate aquí, a mi lado -tantea su cara y sus cabellos, coge su mano y añade-: Llevas el pelo muy largo.

– Me han dicho que cuanto más largo lo lleve, menos me silbarán los oídos.

– Mentira. Te has vuelto no sé cómo, niña -dice la abuela con la voz melindrosa-. ¡No bajes los ojos, mírame! ¿Adonde ibas con la bicicleta de tu padre, sentada en ese sillín tan alto y enseñando lo que las niñas no deben enseñar? Contesta.

– No me acuerdo, abuela.

– Pues yo sí. -Se le pone una bruma azulada en el ojo semicerrado, y añade-: Se oía la música de un organillo al otro lado del torrente, o al final de la calle, ahora no sabría decirte. A mi edad, la mitad de las cosas se me olvidan y la otra mitad resulta que las he soñado, eso me dicen las monjitas… Toda mi vida no he sido más que una remendona de redes secándose al sol en la playa. Que no las rompieron los delfines, no, sino las hélices de aquel gran avión que cayó al mar delante de casa. Ese día, tú ibas en bicicleta a ver la música del organillo…

– Abuela, la música no se ve. -¡No me interrumpas! Sé lo que me digo. Y otra cosa: esta blusita que llevas no me gusta. Tienes la azul, que es más fina y está casi nueva. El azul es un color de confianza, es el mejor en estos tiempos, tenlo presente… ¿De qué color es la bicicleta?

Observa David una pupa negra en el labio superior de la abuela.

– Es de color rojo.

– Píntala de otro color. Es un consejo que te doy. La boina roja puedes llevarla, una boina es una boina, pero ojo con los colores naranja y rojo para según qué cosas. Amarillo, pinta la bicicleta de color amarillo y nunca te caerás al suelo ni te harás daño ni te pasará nada malo.

– Nada malo ha de pasarme, abuela -sonríe David-. Tengo piernas atomicias y ojos heterodinos. Soy una niña superheterodina, ¿sabe?

– Anda ya, no seas presumida.

No es una pupa lo que ensombrece el labio, es una mosca y emprende el vuelo. Su rostro palidece y de vez en cuando tiene hipo. A la abuela le crecen pelos en las orejas. ¿La visión y la proximidad de estas pequeñas miserias repugnarían a Amanda, o quienquiera que sea la persona que debería estar aquí, arrugaría esa niña fantasmal la nariz ante la suave catipén del camisón de la abuela, se pregunta David, ante el olor rancio de sus cabellos amarillentos y de su piel ajada, puesto que hoy mamá no está a su lado para frotarle el cuello y las sienes con agua de colonia?

– En qué piensas, Amanda.

– En nada.

– Te aburres.

– No, abuela.

– Ya te puedes marchar, si te aburres. Pero antes de irte, moja el pañuelo con unas gotas de colonia y dámelo.

– Claro. Deja que yo lo haga, abuela.

Ignoro si mi hermano advirtió a tiempo que quien visitaba a la abuela Tecla no era él, sino su imaginación: era un simulacro, una mezcla de travesura infantil y de gentileza, la encarnación fugaz de un espejismo que empezó como un juego, un estar allí con ella sin estar, complaciendo un desvarío mediante otro desvarío.

Por iniciativa propia y solo, sin que mamá se entere, acudirá al Asilo dos o tres veces más, vestido de Amanda. Algunos domingos irá en compañía de mamá, pero en estas visitas se siente menos que nadie, pues metido en la piel de David, la abuela sigue empeñada en no verle ni oírle. Sin recobrar el escaso conocimiento que le queda, a finales de mayo, poco antes de que el inspector Galván diera señales de vida, la abuela sufre otra embolia y fallece.

Tres días después, cazando lagartijas a pleno sol con Paulino y con Chispa, David encuentra entre las basuras del barranco los pedales rotos y el sillín de una bicicleta. El sillín es puntiagudo y estrecho, de bici de hombre, y el cuero está rasgado. El soporte metálico y el tubo están oxidados y la herrumbre tiñe las manos pero el cuero, a pesar del desgarro, permanece lustroso y conserva su color de cobre bruñido.

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