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– ¿Ya estamos embrollando otra vez?

– Vale, vale, creí que le interesaría -dice David-. Échele un vistazo por lo menos, bwana.

– Me lo lees tú, anda.

David desdobla el papel y carraspea.

– Dice así. Una chica patinando, patinando se cayó, y en el suelo se le vio… que no sabía patinar.

– ¿Por qué no me la cantas?

– ¡Es un mensaje en clave!

– Ya. ¿Eso es todo?

– ¡Pero bueno, ¿qué clase de poli es usted?! ¿Es que no tiene olfato? ¡El mensaje está en clave, hasta un ciego lo vería! Ya sé que es la letra de una canción que se oye mucho por la radio, pero lo que mi padre nos está diciendo está clarísimo: ve a la pista de patinaje del Turó Park, verás caerse a una chica que no sabe patinar y ella te dirá con quién has de ponerte en contacto si quieres obtener noticias mías… Todo encaja, ¿verdad? ¿Qué me dice, inspector?

– Compadezco a tu madre. Es lo único que puedo decir, chaval.

– Lo que pasa es que usted no tiene el olfato de los verdaderos sabuesos -dice David-. No sé por qué estoy perdiendo el tiempo con un polizonte que no tiene ni pizca de olfato… ¿Ya se va? Como quiera. Usted se lo pierde.

Paulino Bardolet, corazón de oro, culo de cristal, será el cómplice y el confidente, el gordito llorón que busca amparo, siempre cariñoso y cagueta, compañero incansable en las musicales cacerías por el barranco y destinatario doliente y agradecido de los rabos de lagartija, pero el amigo secreto de la noche, el aliado de los sueños heroicos, el camarada que David no está dispuesto a compartir con nadie, es un piloto de la RAF cuyo nombre ignora y cuya más que probable muerte, después de ser captado por el reportero gráfico junto a su Spitfire derribado, con su formidable cazadora de cuero, su foulard anudado al cuello y sus gafas rotas en la frente, David ha vivido cien veces. Lo tiene día y noche clavado con chinchetas en la pared de su cuarto, de pie y con los brazos en jarras frente a dos soldados de la Wehrmacht que lo apuntan con sus metralletas en medio de un sombrío páramo masacrado por la Luftwaffe. ¡Achtung! Es una foto de guerra coloreada con tonalidades de pastel o de cromo, una pátina celeste y afrutada que lo cubre todo excepto la ferralla humeante del entorno, las manos chamuscadas del piloto posadas tranquilamente en la cintura y la delgada y espesa columna de humo que se eleva al cielo a su espalda, desde los restos del aparato. Se distinguen llamas en el interior de la carlinga amorrada al suelo, y en su flanco abollado puede leerse en letras negras la leyenda The invisible worm. Salvo por algún tizne en la cara y por las manos renegridas, una de las cuales sostiene un par de guantes que todavía echan humo, el piloto apresado parece indemne, y además muy sereno, las piernas abiertas firmemente asentadas en la tierra, mirando a la cámara con un brillo risueño en los ojos y una absoluta indiferencia ante la amenaza de las metralletas alemanas.

Apuntad a la barriga, dice el piloto a sus verdugos. Ningún agujero en la cazadora, please.

¡Achtung!

¿A que nunca habéis visto una cazadora de piel tan estupenda?

¡Hände hoch!

Que os den por culo, boches de mierda.

En medio de la noche más oscura el aprendiz de barbero corre despavorido esgrimiendo la navaja de afeitar en una mano y la brocha con espuma de jabón en la otra, atravesando un paisaje iluminado por relámpagos.

– Lo pienso y me duermo y en mi sueño lo llamo -dice David-. Y el Paulino del sueño se para y se vuelve a mirarme, el gilipollas, pero no me ve. Lleva en la boca el pito del guardia urbano, el muy capullo, tiene el labio partido y la camisa rota.

– ¿Y ese caguetas de tu sueño soy yo? ¿Qué te propones, chatín? -dice Paulino-. ¿Quieres asustarme aún más?

– No te vendría mal un acojonamiento de narices en medio de una gran tormenta. A ver si así te decidías a morir matando y le cortabas los huevos al cafre de tu tío de una puñetera vez.

– No quiero hablar de mi tío. ¿Vamos a cazar lagartijas? Necesito muchos rabos, una docena por lo menos. Jolín, ayúdame.

– Está bien -dice David-. Pero nunca curarás tus almorranas con eso.

– ¿Ah no?

– No. Tienen que ser rabos de palabartijas.

– ¿Palabarqué…?

– Palabartijas de Ibiza. Es otra clase de lagartija, con la panza verde y amarilla y un rabo que suelta un líquido negro como la tinta, porque le gusta comer libros viejos y periódicos y toda clase de papeles escritos. Un día vi una dentro de mi pupitre en el colegio del parque Güell, estaba comiéndose una libreta y ya tenía el rabo todo negro negro. Palabra.

– Me estás tomando el pelo, guapín.

– No se ven muchas y hay que saber distinguirlas, pero con un poco de suerte algún día cogeremos una, ya verás. Cocidas con hinojo y hojitas de margarita curan las almorranas y los sabañones mucho mejor que el rabo de la lagartija corriente, me lo dijo la abuela Tecla.

– De momento no tenemos otra cosa -dice Paulino-. ¿Me acompañas o no?

– Te estoy diciendo que estés alerta, porque en cualquier momento te puede salir una palabartija de debajo de una piedra, y entonces a ver qué haces. ¡Que eres gueño, chaval!

– Bueno, ¿pero ahora me quieres ayudar o no? -insiste Paulino-. Baja conmigo al barranco y ayúdame, necesito más colitas. Por favor, por la memoria de tu padre…

– ¡Serás capullo! La memoria de mi padre me la suda.

Sin embargo, no es verdad. David respeta su memoria, aunque le gustaría no tener que pensar en él tan a menudo. Ocurre que, cuando menos lo espera, lo ve furtivamente como nunca antes habría imaginado verle, perseguido por sus furias y sus demonios, de espaldas y alejándose muy encorvado torrente arriba, con una mano ensangrentada en el culo y balanceando la botella en la otra. Un pordiosero borrachín vagando por el cauce seco del torrente. Es él, quién si no. Más allá de su aspecto indecoroso y de su aire de derrota, por encima de su cabeza despeinada e iracunda, el crepúsculo despliega su engaño opalino con una intensidad y un arrebol que David tampoco ha visto nunca, y que súbitamente le deja sin suelo bajo los pies. Constata en el entorno, sin la menor extrañeza, una sorda resonancia como de chatarra de guerra, hierros y voces crispadas bajo las aguas que ya pasaron, y entonces se fija con más atención. El tajo en la nalga va dejando en el pedregal del torrente un reguero de sangre.

– ¿Adonde vas con esa pinta de perdulario, padre?

Mi cinturón, dónde está mi cinturón.

– ¿Con quién hablas? -dice Paulino. -Por ahí andará. Y no veas cómo. Hecho una mierda. Qué desastre, Pauli. Qué vergüenza.

Mientras acaricia a Chispa, su amigo Paulino deja vagar la mirada torrente arriba, donde los huertos de lechugas y tomateras invaden el cauce seco.

– Tú qué sabes cómo andará. Estás un poco pirado, David, de verdad -dice y bruscamente se acuclilla ante una roca caliza. Antes de escabullirse debajo, la lagartija lo mira con su ojito de plomo-. ¡Mierda!

– Mi cabeza es una pajarería -se lamenta David tapándose una oreja. Cierra el cortaplumas de mango nacarado y añade-: Volvamos a casa. Ya no se ve nada, yo voy zumbado de oídos y Chispa está que se cae.

Deshace el camino seguido por el perro y Paulino, que cierra también la navaja barbera y la guarda en el bolsillo mascullando su contrariedad. Poco antes de llegar al barranco escalan el flanco menos escarpado y recorren el sendero paralelo al torrente hasta alcanzar de nuevo la parte trasera de la casa. Sentados en los tres escalones de lo que en tiempos fue entrada principal, la mirada bizca y asustadiza de Paulino busca en el suelo y recupera amorosamente sus maracas pintarrajeadas. Pasa rozando la tierra una golondrina con su chillido. En esos polvorientos retoños de adelfas se enreda un humo atomicio. Paulino agita suavemente las maracas, una en cada mano, sacándoles un siseo discreto, una brisa que mece sus palabras, dotándolas de ritmo y de sentido. Las maracas son de color azul celeste con franjas verdes y rojas y estrellitas amarillas en el mango. Paulino las compró en los Encantes con las propinas ahorradas remojando barbas en el Cottolengo.

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